Marcos Rivera *
Julio 28, 2023
Corría el año 1984. Yo tenía poco tiempo de haber empezado a trabajar en Teleprensa de El Salvador, el primero, y entonces, único noticiero de televisión en el país. Tenía el entusiasmo de un joven de 20 años que se inicia en una profesión fascinante. Mi horario iniciaba a las ocho de la mañana, pero casi siempre llegaba a las siete. Lo hacía para leer con
tranquilidad los periódicos que, más tarde, me quitaban de las manos los más veteranos. En la oficina, había una regla no escrita: el primero que llegaba debía sentarse en el escritorio de la secretaria para responder el teléfono o recibir correspondencia. La oficina estaba ubicada en la tercera planta del edificio del Banco Salvadoreño, frente a la plaza Morazán, en el centro de San Salvador.
Un día, muy temprano, estaba en ese escritorio cuando llegó un hombre de unos 30 años, moreno, de mediana estatura. Se movía como robot. Vestía una camisa cuadriculada manga corta y, como era la moda entonces, se había enrollado las mangas, lo que hacía notar sus brazos fibrosos y sus bien definidos bíceps. Además, andaba un jean bien ajustado, con un apretado cincho grueso, más arriba de la cintura. Detalles que uno nota en un segundo. De repente preguntó: “¿Es aquí Teleprensa?”.
Cuando le respondí que sí, me dio un pequeño sobre manila que llevaba bajo el brazo. Le iba a preguntar quién lo mandaba o para quién era, pero sin decir palabra, dio la vuelta y se fue.
En 1983 el país había transitado de la lucha social de calles a la lucha armada. El sobre podía ser cualquier cosa, hasta una bomba. Y yo tuve que decidir entre la prudencia y la curiosidad: me puse a palparlo, pero no lo abrí. A las ocho de la mañana, cuando llegó el camarógrafo Carlos —El Chele- Santamaría—, de quien yo era auxiliar, le conté lo del sobre y se lo di. El Chele no anduvo con remilgos y lo abrió. Era un videocasete Betamax, el primer formato casero que existió. No tenía notas ni nada que indicara su contenido. Fuimos a la isla editora a verlo. Salían unas barras de colores y, luego, habían grabado el tapón del lente de una cámara y se oía una voz que decía, con tono imperativo, algo así como: “El Ejército Secreto Anticomunista, ESA, informa a la nación de la captura de varios terroristas, ideólogos de izquierda, que han decidido confesar sus crímenes contra la sociedad salvadoreña”.
En 1983 el país había transitado de la lucha social de calles a la lucha armada. El sobre podía ser cualquier cosa, hasta una bomba. Y yo tuve que decidir entre la prudencia y la curiosidad.
Entonces, empezaban a salir varios hombres y mujeres, uno por uno, con el fondo de una pared gris. Recuerdo a un profesor universitario, a un estudiante y a una sindicalista, entre otros. Todos contaban acerca de sus ocupaciones, de cómo habían contribuido a la lucha de clases, a reclutar jóvenes para la guerrilla, que estaban arrepentidos y que aceptaban el castigo que decidieran aplicarles sus captores. Era evidente que estaban coaccionados. Los hombres lucían sucios, barbudos y con ropa andrajosa. Las mujeres, desarregladas, despeinadas, sucias. Al terminar los siete o nueve testimonios, ya no recuerdo bien cuántos, volvía a salir el tapón del lente de la cámara y la siniestra voz en off anunciaba que:
“El ESA ha encontrado culpables a todos estos terroristas por alta traición a la patria y ha decidido ejecutarlos a las nueve de la mañana de hoy”.
Por instinto, vi mi reloj. Eran las 8:45 a.m. Empezaron a hacer llamadas a contactos y nadie sabía nada. A las 11:00 a.m. nos avisaron de siete o nueve cadáveres que recién habían tirado en la construcción de la autopista al aeropuerto, en la zona que luego conoceríamos como Rancho Navarra. Eran ellos. Los del video. El hecho en sí mismo era dramático, pero hubo un detalle que me impactó más: todos lucían limpios, afeitados y bien vestidos. Las mujeres, hasta peinadas y maquilladas. Era inexplicable. Colocamos la noticia en la emisión de la 1:00 p.m. en el canal 2. Informamos lo del casete y luego, lo de los cadáveres encontrados. En la tarde, era un hervidero de periodistas extranjeros en la pequeña oficina para pedir la copia del video que nos mandó el mentado ESA.
En medio de tanto barullo, se me acercó un tipo que solo recuerdo que se llamaba Joaquín. Decía que era abogado, pero el Chele decía que solo era un tinterillo leguleyo, la cosa es que me dijo: “Mire, si viene la fiscalía o la Policía a indagar, nadie recibió el casete y nadie vio quién lo trajo ¿Entiende?”. Claro que entendí. Y tuve miedo. Pero nunca llegó nadie a investigar nada. Y ahora, casi 40 años después, es la primera vez que lo cuento.
* Periodista de televisión
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