Memoria
Ilustración: Luis Galdámez
Ana del Carmen Álvarez *
Abril 5, 2024
Cuando Pablo volvió en sí, había una total oscuridad. No podía ver nada y sentía un agudo dolor en la pantorrilla. Se movió lentamente y, tanteando con la mano derecha, se dio cuenta de que tenía una persona a su lado, pero no se movía. Trató con la mano izquierda y se encontró con otra. Les habló, pero no le contestaron.
No recordaba cómo había llegado a ese lugar. Trató de incorporarse, pero no pudo, ya que el dolor era intenso. Sentía que de la pantorrilla le salía un líquido y que por ahí se le iba la vida. Comenzó a buscar algo para contener la hemorragia, pero solo encontró tierra suelta y húmeda por la lluvia de la noche anterior. Con ella se tapó el hoyo que tenía en la pantorrilla.
De repente, empezó a recordar. Recordó el chirrido de los frenos del bus cuando se detuvo y que se bajó con la gente que vivía por la calle Montreal. La mayoría eran obreros. Era la última parada de Mejicanos en el inicio de esa calle. Los soldados celebraban el Día del Soldado Salvadoreño tirando ráfagas con sus fusiles y gritando «¡Vivan los soldados salvadoreños! ¡Nosotros mandamos en este jodido país, hijos de puta!» y otras bravuconadas por el estilo. Estaban borrachos y drogados.
De repente dijeron: «¡Y para que vean quién manda aquí, arrímense a esa pared y pongan los brazos detrás de la nuca!». Esta orden se dirigía al grupo de obreros que se acababa de bajar del bus. Los hombres obedecieron en silencio. Cuando estaban contra la pared, los rafaguearon mientras gritaban consignas y groserías. Los hombres cayeron muertos. Después de esa matanza, los soldados se montaron en un camión del Ejército y se fueron. En la calle quedó el montón de muertos. La gente pasaba de prisa rezando por el descanso de sus almas; no hacían nada por el miedo a verse involucrados. Además, los hombres ya estaban muertos. Primero tenía que llegar la Policía y luego Medicina Legal a recoger los cadáveres. Cuando a los soldados se les pasó la borrachera, se dieron cuenta de lo que habían hecho y regresaron. Para no dejar prueba del delito, tiraron los cadáveres a una barranca que se abría al otro lado de la calle.
Pablo sentía dolor y frío. Estaba aterrado. «¿Y si regresan a rematarme?» «¿Por qué me ha pasado esto? ¿Qué putas les he hecho yo a esos soldados para que me hayan querido matar? De todos modos, ya me voy a morir, pero yo no me quiero morir», pensaba. Un torrente de lágrimas le empapó la cara. Luego se sintió más aliviado y se dijo: «Tengo que pensar cómo salir de aquí. Pero casi no me puedo mover. ¡Dios mío, ayúdame! ¡Monseñor Romero, socórreme!». Pensó en sus hijos, en su mujer y hasta en el chucho. Repasó su vida y comenzó a despedirse de sus seres queridos, de sus papás, de sus amigos. Estaba desesperado y angustiado, entonces, volvió a perder el conocimiento. Cuando de nuevo volvió en sí, empezaba a clarear.
Cuando estaban contra la pared, los rafaguearon mientras gritaban consignas y groserías. Los hombres cayeron muertos.
La gente iba pasando por la calle, arriba de donde él estaba. Empezó a gritar: «Ayuda, ayuda, por favor, ayúdenme». Creía que gritaba, pero estaba tan débil que la voz apenas se le oía. Sin embargo, alguien lo oyó. Un hombre bajó a la barranca y, buscando entre ese muerterío, lo encontró. Le dijo: «No haga ruido, ya voy a pedir ayuda».
El señor fue a la sede de la Cruz Roja Internacional y les contó lo que había visto: «Hay un montón de muertos en la barranca, pero hay un hombre que está vivo». Inmediatamente, varios miembros de la institución se desplazaron al lugar de la tragedia. Encontraron a Pablo, lo llevaron a una clínica privada y le pusieron vigilancia para evitar que lo llegaran a rematar los soldados, si se enteraban de que uno había quedado vivo.
A Pablo le dieron los primeros auxilios, le limpiaron y curaron la herida y le dieron antibióticos y calmantes para el dolor. Al mismo tiempo, la Cruz Roja consiguió que Canadá lo recibiera. Le arreglaron los documentos a toda la familia, porque Pablo dijo que él solo no se iría del país.
La familia llegó a Canadá, pero Pablo pasó casi un año en el hospital porque tenía una infección tan resistente que por poquito le cortan la pierna. Menos mal que se la lograron salvar.
Cuando salió, los hijos ya tenían un año de estar en el colegio, hablaban inglés y estaban empezando a aprender francés.
Al sanar, le encontraron trabajo, ya que Pablo era un buen electricista. Su esposa trabajaba en un restaurante. No pudieron regresar a El Salvador por temor a la guerra y a las represalias de los soldados.
Esta es la historia de Pablo. En el tiempo de la represión y la guerra, historias similares les pasaron a muchísimos salvadoreños que se vieron obligados a emigrar a otros países para salvar sus vidas.
* Escritora salvadoreña autora de los libros Dichos y diretes, El samovar de plata, Los ecos del silencio y ¿Te acordás, Alfonso?
Apoya nuestras publicaciones y las voces de la sociedad civil. Con tu contribución, podremos mantener Espacio Revista gratuita y accesible para todos.
©Derechos Reservados 2022-23 ESPACIO COMUNICACIONES, LLC