Memoria

Ivan Montecinos, Carlos Henríquez (Santiago), Gió Palazzo, Luis Romero y Raquel Kanorroel. Iván relata su encuentro con su amiga Ana Margarita en el peor de los escenarios: la Guardia Nacional. Foto: Giuseppe Dezza.

El conflicto salvadoreño enfocado por fotoperiodistas veteranos

Mucho dolor, algo de alegría y una larga amistad

Segunda parte: aventuras y desventuras

Texto: Raquel Kanorroel*
Fotografías: Giuseppe Dezza y Gió Palazzo

Mayo 31, 2024

(…) Las fotos están ahí, esperando que las hagas.
La verdad es la mejor fotografía, la mejor propaganda.

Robert Capa, célebre fotoperiodista de guerra.

En la primera parte, hablábamos sobre el contexto en el que los ahora reconocidos fotógrafos Luis «La muñeca» Romero, Iván Montesinos y Giovanni «Gió» Palazzo se encontraron: en el «Cuartel de la Prensa Internacional», como fuera bautizado el Hotel Camino Real durante la década ochentera, a lo largo de la cual el lado oscuro de El Salvador relució en todo su dantesco esplendor. 

Sin embargo, aun siendo testigos del infierno desatado en nuestro territorio y —más todavía— aun habiéndolo recorrido cámara en mano, son capaces ahora de reír a carcajadas al recordar situaciones que, a pesar de darse en un entorno amenazante o entre balas, vistas después de cuarenta años adquieren un tono caricaturesco que ciertamente no opaca el dramatismo del momento, pero que nos dice que, pese a las apariencias, la realidad última de la existencia no es el dolor, sino la vida que se ríe de la muerte. 

Aunque, claro está, también «lloran hacia adentro» y guardan silencio al revivir momentos que nunca debieron ser… pero fueron. 

El pueblo salvadoreño, acá en la figura de un jovencito, carga todavía la cruz de los costos de la guerra ochentera. Foto: Luis Romero.

Dos «mancuernas» y un sinfín de anécdotas: primera mancuerna
(Iván Montesinos y Luis Romero)

«Con Iván era casi religión salir juntos —afirma «la Muñeca» Romero—. En ese tiempo, cuando comencé con AP, yo no tenía carro, mientras que Iván andaba en el suyo y era quien cubría la noticia». 

«Estuvimos muchas veces bajo fuego, haciendo coberturas en zonas de guerra en el oriente del país, donde nos tocó estar boca abajo en alguna zanja, esperando a que terminara el enfrentamiento», relata Iván por su parte. 

Juntos fueron a la toma de Santa Rosa de Lima por la Brigada Rafael Arce Zablah, alcanzando a fotografiar a los insurgentes cuando éstos ponían cargas de dinamita al puente ubicado a la entrada de dicho pueblo, del lado de la Carretera Panamericana, así como el momento justo cuando lo volaron. También presenciaron cuando Tenancingo fue recuperada por el Batallón Atlacatl de manos de la guerrilla, ya que entraron al lugar acompañando a dicho batallón junto con otro grupo de prensa extranjera. «Siempre fue así, pues la prensa local nunca se movía a estas cosas», asevera Romero. 

Juntos también cubrieron la toma de Berlín, Usulután, en 1983. Fueron de los primeros periodistas en llegar: todavía había combates allí cuando arribaron. Vieron cuando la guerrilla capturó a algunos policías y guardias nacionales y cómo la Fuerza Aérea quemó la ciudad mediante cohetes lanzados desde helicópteros y aviones a los portales alrededor del parque central, intentando así sacar del lugar a los insurgentes. 

Igualmente, cubrieron entregas de prisioneros en San Agustín (también en Usulután) y en San Vicente, con monseñor Rivera y Damas y la Cruz Roja Internacional. 

En fin, ambos compartieron muchas aventuras, pero «la Muñeca» Romero recuerda una especialmente.

Al llegar al área del pozo vieron un grupo de gente que les gritó: «¡Arriba las manos!». Ellos comenzaron a agitar sus banderas blancas y a gritar que eran prensa extranjera.

Aunque Palazzo y Montesinos no salieron nunca a reportear juntos, a veces coincidían, como se aprecia en esta foto tomada en una zona de conflicto.

A mediados de 1981, se corrió el rumor de que, en un cantón por Tecoluca, el Ejército Nacional —entonces se dijo que el Batallón Atlacatl— había masacrado a un montón de campesinos, y arrojado los cadáveres a un pozo de agua muy profundo. Luis, Iván y varios corresponsales más, repartidos en diferentes vehículos, partieron hasta el lugar señalado. Uno de los corresponsales era de France Presse, y en el grupo iba también un chofer de dicha agencia llamado René, apodado Helicóptero por ser tartamudo.

Se metieron en una calle entre cañales, al parecer ya recortados, y dejaron los carros como tres cuadras antes del pozo donde supuestamente habían arrojado los cuerpos. Como era usual, sacaron las banderas blancas que siempre portaban en los vehículos, pues era muy común que se toparan con enfrentamientos entre la guerrilla y el ejército. A René le dieron también una bandera. Y, como siempre, iban muy unidos y no dejaban que nadie se fuera solo.

Al llegar al área del pozo vieron un grupo de gente que les gritó: «¡Arriba las manos!». Ellos comenzaron a agitar sus banderas blancas y a gritar que eran prensa extranjera, menos René, quien tartamudeaba del susto. «La Muñeca» entonces lo «puteó», urgiéndolo a que lo hiciera. De pronto los que estaban por el pozo gritaron «¡Abajo las manos!»: ellos se sintieron aliviados y siguieron avanzando. 

Sin embargo, al rato les volvieron a gritar: «¡Arriba las manos!» y después otra vez que abajo y otra vez que arriba… El grupo de corresponsales —incluido el afligido y tartamudo René— siguió agitando sus banderas y gritando angustiado: «¡Prensa extranjera! ¡No disparen!».

Pero resultó que quienes daban las «órdenes» eran otros colegas que llegaron antes —acompañados por gente que no era propiamente guerrillera, sino simpatizante de «los muchachos»—, los que «por fregar» les gritaban órdenes contradictorias, termina de relatar «la Muñeca» Romero, riéndose (y quien seguramente les habrá echado su «puteada»).

En cuanto a Palazzo, Iván y él no trabajaron juntos. Ellos se conocieron también a principios de los ochenta, cuando el apasionado fotógrafo italiano llegó al Camino Real «a sacar una credencial de prensa internacional», cuenta Montesinos. 

Más con Romero la historia es diferente.

Muchos corresponsales de medios pequeños o freelance entablaron amistad con la gente de AP porque allí se les permitió usar los equipos —como el télex— para enviar sus noticias.

Esta simpática foto de Palazzo posando con el coronel Monterrosa, tomada en 1982 por Luis, la «Muñeca» Romero, le sirvió al italiano de efectivo carnet para moverse con libertad en los cuarteles y entre los soldados. Foto: Luis Romero

Tal para cual… con una pequeña diferencia (o la segunda mancuerna:
Luis Romero y Giovanni Palazzo)

Cuando Gió llegó al Camino Real por primera vez, la AP ocupaba la habitación 201: «Llegaba allí mucho periodista extranjero a preguntar cómo estaba la situación en el país, y yo era muy dado a colaborar con ellos», relata Luis, quien luego añade que en dicha agencia se concentraron los periodistas que no provenían de grandes medios o que eran independientes, como Palazzo, «quien se presentó a sí mismo simplemente como fotógrafo».

Y es que, aunque en la UPI era donde se manejaba la asociación de corresponsales SPCA (mencionada en la primera parte), había allí un gringo llamado John —con un apellido que «la Muñeca» recuerda cómo se pronuncia, pero no cómo se escribe—, que era «muy temperamental: había puesto una cadena en la puerta de las oficinas de la agencia para que la gente no entrara, porque le molestaba la bulla o a saber». 

Otra razón por la que la mayoría de corresponsales de medios pequeños o reporteros freelance entabló más amistad con la gente de AP, fue porque allí se les permitió usar los equipos —como el télex— para enviar sus noticias. La agencia les cobraba después a sus respectivos periódicos por el uso. 

Fue en AP donde Gió y Luis trabaron amistad. El italiano observó el talante dadivoso del dicharachero salvadoreño, quien «no exigía el pago de viáticos a cambio de permitir ser acompañado, al contrario de otros periodistas que sí pedían este tipo de cosas», acota Romero, quien para ese entonces aún no tenía vehículo propio, sino que utilizaba uno que AP alquilaba a una empresa que rentaba vehículos.. 

Lo anterior, sumado a que «la Muñeca» trabajaba para una agencia fuerte y conocía el país, fue probablemente lo que llevó a italiano a preguntarle a Romero cierto día si lo podía acompañar en un viaje. Romero, siempre dispuesto a colaborar, le dijo que sí, pero accedió también porque «en ese tiempo no era aconsejable salir solo a tomar fotos» o a reportear. Después, él mismo invitó al simpático europeo a cubrir un evento. Como ambos eran «de arranque», se conectaron de inmediato. 

Pero había una diferencia: mientras Romero fotografiaba con criterio periodístico e iba «al grano» del asunto, Palazzo «apuntaba la cámara a todas partes», ya que no tenía sobre sí la presión de cumplir con determinados contenidos o plazos: trabajaba sólo para sí y para una causa. Como el mismo Giovanni dijera en su última visita a El Salvador refiriéndose a su oficio: «No soy otra cosa, hago lo que puedo hacer. Yo hablo con la fotografía: esa es la diferencia».

Cindy Karp (con maletín café) y el «Cucaracha» Harrison (de espaldas, al fondo) fotografían a la tropa en Santa Clara mientras la Muñeca toma notas, antes de la emboscada en la que Harrison casi pierde la vida. Foto: Giovanni Palazzo.

«¡Queremos combate!» (o el dilema de «la Muñeca»)

Al día siguiente del memorable primer encuentro de Palazzo con el coronel Domingo Monterrosa en San Vicente, en el que Romero les tomara a ambos la no menos memorable fotografía donde aparecen abrazados (encuentro del que Gió y Luis se marcharon clamando que «querían combate»), los dos fotógrafos sintieron —como tantas otras veces— la fría caricia de la muerte. Específicamente, Luis Romero enfrentaría un serio dilema.

El 19 de agosto de 1982, ambos profesionales de la cámara regresaron a San Vicente, esta vez cada uno en un vehículo distinto. El italiano andaba acompañado por el camarógrafo inglés Julian Harrison, alias «Cucaracha», y el salvadoreño por la fotógrafa estadounidense Cindy Karp. Llegaron, pues, a Santa Clara, desde donde partiría la tropa comandada por el coronel Monterrosa a enfrentarse con la guerrilla.

«La Muñeca» rechazó la invitación de ir en los camiones militares, pues así eran más vulnerables. Monterrosa entonces los llamó «culeros» y estuvieron un rato discutiendo.

Según relatan Gió y «la Muñeca», el espigado «Cucaracha» Harrison llegó diciendo que también «quería combate», en parte por su valentía —para cubrir una guerra es imprescindible serlo—; pero también por su costumbre de fumar una pipa de marihuana temprano cada mañana, acompañada con un buen poco de vino, explicaba semejante arrojo. 

De hecho, su afición a la mencionada hierba terminó siendo la causa de su apodo porque, como relata Iván Montesinos, cierta vez que él, Julián y otros corresponsales tuvieron que quedarse a dormir afuera, en un pueblo, el británico se puso a fumar un «purito», al igual que otros compañeros, sentado a una mesa antes de irse a dormir, hasta quedar bien «cruzado». En eso, una cucaracha apareció frente a Julian, quien comenzó a insultarla. Tal fue su fijación con el insecto, que decidieron apodarlo «Cucaracha».

Volviendo a nuestro episodio en Santa Clara, al momento de llegar al lugar, «la Muñeca» le dijo al coronel que querían acompañar a la tropa al operativo y reportearlo.

«¡No, cabrón! ¡Está muy peligroso! ¡Vamos a los cerros de San Pedro, y más que vos venís con estos gringos!», contestó Monterrosa, refiriéndose con «gringos» a Gió y a Julian, ya que «a todos los “cheles” les decían así», acota Romero.

El coronel sabía que, de salir herido un extranjero, él estaría en serios problemas. Así que les indicó que le tomaran las fotos allí mismo a la tropa en formación. Haciendo eso estaban cuando llegó el jefe castrense con otra indicación:

«¿Conque quieren combate? ¡Métanse en los camiones, que ahorita vamos a la Panamericana a quitar un retén de la guerrilla que está allí jodiendo a la gente que pasa!».

«La Muñeca» rechazó la invitación de ir en los camiones militares, pues así eran más vulnerables a cualquier ataque. Monterrosa entonces los llamó «culeros» y estuvieron un rato discutiendo, hasta que el coronel accedió a que se fueran siguiendo a la tropa en los automóviles. Gió y su estimulado acompañante siguieron muy de cerca al último camión, mientras que Romero se fue manteniendo una distancia de 50 metros como mínimo, haciendo caso omiso a los aspavientos de Cindy, quien lo presionaba para que se acercara él también.

Iván Montesinos
Luis “la Muñeca” Romero
Carlos Henríquez, “Santiago”

«¡No hay que ser pendejos!», exclamó Romero, quien explicó a Cindy que se mantenía alejado previniendo una emboscada.

Pasando la laguna de Apastepeque, había un cerro a cada lado del camino y uno enfrente. Cerca había unos trabajadores del DUA, arreglando un tramo de la calle. Y, justo cuando transitaba el cortejo militar en medio de ambos cerros, se produjo lo temido por Romero: desde ambas elevaciones comenzaron a dispararles.

Escuchaba claramente los silbidos de las balas casi rozándole. Impulsado por la adrenalina, vio cerca un tubo de cemento e intentó entrar en él, pero no cupo.

Entonces el temerario «Cucaracha» se bajó del auto y se paró a media calle a filmar con la cámara de cine, pero casi inmediatamente lo hiere una bala en el brazo, cerca de la axila, prácticamente arrancándoselo. Gió sale espantado a recoger a su amigo para trasladarlo en carro al hospital Santa Gertrudis: Harrison llegó casi muerto, cubierto de sangre. Lo atendieron unos cirujanos militares, a quienes se unió posteriormente un cirujano norteamericano de alto nivel que llegó al hospital en helicóptero. 

Mientras tanto, el enfrentamiento cesó. Romero y Cindy se quedaron expectantes junto a los trabajadores del DUA y unos cuantos soldados. Estaban ambos tomando fotos cada uno por su lado cuando, de repente, se vieron en medio de las balas ellos también… 

«¡Era una emboscada envolvente! Nos metimos entonces en un zacatal, pues no había árboles ni piedras detrás de los cuales esconderse», recuerda él. 

Luis «la Muñeca» Romero retrata a un manifestante durante una protesta en San Salvador. Foto: Luis Galdámez.

En la carrera, Cindy botó una cámara Nikon en el hueco de las aguas lluvias, lo cual le contó a Luis al juntarse de nuevo con éste, quien esperó a que se calmara la balacera para ir a buscarla y encontrarla por pura suerte. Pero poco le duró el alivio porque, de pronto, comienzan a dispararle a él: escuchaba claramente los silbidos de las balas casi rozándole. Impulsado por la adrenalina, vio cerca un tubo de cemento e intentó entrar en él, pero no cupo. 

Y fue allí donde «la Muñeca» se enfrentó a un terrible dilema: «Yo, en mi cabeza, ¡me preguntaba si me cubría de los huevos para abajo o de los huevos para arriba!», exclama, en su peculiar jerga dicharachera. Entonces decidió cubrirse las extremidades inferiores y permaneció acostado en el monte; pero, nomás levantaba la cabeza, volvían los silbidos de los disparos. Así pasó como media hora, hasta que se calmó la situación y unos soldados le dijeron que saliera, avisándole que al «chelón grande» —Julian— lo habían herido y llevado al hospital. 

Fueron entonces Cindy y Romero presurosos hacia allá, y ese mismo día donaron sangre él y Gió para su amigo. Tanta, que las respectivas bolsas donde se iba almacenando parecía que estallarían. Encima, ninguno de los dos había desayunado y ambos eran de complexión delgada. 

Salieron, pues, «todos mareados» de la donación; pero lo esencial, como dicen ambos ahora, era que le salvaron la vida a Harrison. «Y los cheles se portaron bien», comenta Luis, pues de parte de la Embajada Americana les enviaron un helicóptero que los llevó desde San Vicente a San Salvador.

Desde esa ocasión, cada vez que volvía Julian «Cucaracha» Harrison a El Salvador, se dirigía a Luis «la Muñeca» Romero como su «hermano en sangre».

Fue allí donde «la Muñeca» se enfrentó a un terrible dilema: «Yo, en mi cabeza, ¡me preguntaba si me cubría de los huevos para abajo o de los huevos para arriba!».

Corresponsales extranjeros laboran en el interior de una oficina de prensa instalada como muchas otras en una de las habitaciones del Hotel Camino Real, el «Cuartel de la prensa extranjera». Foto cortesía de Salvadorian Press Corps Association (SPCA).

Una Dama entre gorilas y el eterno escarabajo

«Me ubiqué en primera fila, como fotógrafo, cuando salió ella y la presentaron. Entonces se me quedó viendo, y yo agarraba la cámara y apretaba el puño al enfocarla, en señal de apoyo moral. Hubo, pues, un intercambio visual de mucho sentimiento…», relata Iván Montesinos visiblemente conmovido, refiriéndose a su último encuentro con la entonces veinteañera señorita Ana Margarita Gasteazoro Escolán, cuando la presentaron ante la prensa en la Guardia Nacional, luego de capturarla junto a otros miembros de la guerrilla.

Mejor dicho, luego de capturarla y torturarla mediante puñetazos, patadas y lascivos toqueteos.

Y es que, cuando a Iván le notificaron sobre las últimas capturas realizadas, no se la mencionaron a ella, pero él sospechó que su amiga sería una de las desafortunadas personas que «desfilarían» en esa ocasión dentro del ominoso recinto militar frente a unos «reporteros» nacionales que —según relata ella en su libro «Díganle a mi madre que estoy en el paraíso»— habían sido claramente adiestrados por las corruptas autoridades para que la interrogaran de manera más policial que periodística. 

Iván Montesinos durante el segundo encuentro del diálogo por la paz en Ayagualo. El 30 de noviembre de 1984, a pesar del cual el conflicto se prolongó por 8 años más. Foto: Luis Galdámez.

«Pero sus respuestas fueron claras y valientes», recuerda Iván con orgullo. 

Basándose, pues, en esa sospecha, él llevó consigo a la triste presentación una cadena de reluciente plata con un pendiente en forma de escarabajo egipcio, también de plata, que Ana Margarita le obsequiara años atrás, durante una de las tantas tardes que compartieron vino, música e ideales revolucionarios, antes de desaparecer en medio del fragor del conflicto convertida en «Mónica».

Y ella entendió el mensaje. 

Años después, Gasteazoro —criada y educada en un ambiente opuesto al destino que decidió seguir— relatará en su libro que vio en aquel plateado escarabajo una brillante señal de Iván diciéndole «aquí estoy», y que, en realidad, a él se dirigió todo el tiempo que duró el hábil y rudo interrogatorio al que fue sometida. 

Y así, con esa muestra de silenciosa solidaridad en medio de bulliciosos y prepotentes gorilas armados con pistolas o con equipo reporteril, Ana Margarita e Iván se despidieron para siempre, pues ella fue liberada luego de pasar dos años en prisión y terminó yéndose al exilio a Costa Rica, donde fue diagnosticada con cáncer, regresando a esta tierra que tanto amó —y que tan mal la trató por traicionar su destino de privilegiada señorita— sólo a encontrarse con la muerte en 1993.

Por su parte, Iván atesora la imagen del siempre bonito rostro de Ana Margarita —aún a pesar de aquellos matreros golpes—, así como el plateado obsequio de su amiga. 

Palazzo tiene en alta estima a «la Muñeca» Romero, no sólo por su calidad profesional, sino ante todo porque le atribuye haberle salvado la vida. Foto: Giuseppe Dezza.

Según la mitología egipcia, el escarabajo significa vida eterna y transformación constante. 

¿Qué habrá querido decirle ella con ese símbolo, además de que su amistad era para siempre, que hay que seguir adelante pese a todo y que la vida no termina con la muerte? ¿Acaso que no importaba si el destino los separaba en este universo, porque igual volverían a encontrarse en otro —con un El Salvador renovado, con un mundo renovado— donde la injusticia sería un mito y «guerra» una mala palabra?

Quizá. Lo que sí es claro es que el conflicto salvadoreño siguió, y que, pasados los años luego de los Acuerdos de Paz, Luis «la Muñeca» Romero resume lo sucedido en una frase lapidaria…

Continuará…

* Periodista, escritora, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).

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