Memoria
Foto: Roberto Escobar
Edgardo Ayala*
Julio 26, 2024
Al pie del volcán Chinchontepec, el pueblo de Tecoluca, en el departamento de San Vicente, luce tranquilo en las primeras horas de la mañana en un día de mediados de julio, un mes simbólico que está impregnado de sangre en la memoria colectiva de las personas que viven en esta región del país.
El 25 de julio de 1981, alrededor de 45 personas fueron masacradas por el ejército en San Francisco Angulo, uno de los caseríos aledaños al pueblo. Pero la sangre siguió corriendo: en Lomas de Angulo, el 30 de octubre de ese año y en Llano de la Raya, el 19 de junio de 1982, entre otra veintena de asentamientos campesinos que fueron blanco de operativos militares.
Al final, se calcula que entre 800 y 1000 personas fueron asesinadas a sangre fría en esta región de San Vicente, entre 1981 y 1982. Las víctimas fueron sobre todo niños y personas de la tercera edad, ya que buena parte de los jóvenes, hombres y mujeres, se habían organizado en una guerrilla y abandonado la zona.
Un monumento en el parquecito de Tecoluca atestigua aquellos dolorosos acontecimientos: revela los nombres de un centenar de niños asesinados en esos operativos. A ellos y a sus parientes adultos los mataron por considerarlos parte de la estructura de apoyo de los insurgentes, como había sucedido ya en mayo de 1980, en las orillas del río Sumpul, en Chalatenango.
Sin embargo, este reportaje no es propiamente sobre las masacres de civiles en los alrededores de Tecoluca, eso está ya bastante documentado.
Esta es la historia de los eventos previos que llevaron a los campesinos a organizarse y levantarse en armas contra un sistema de producción agrícola que los oprimía, a levantarse contra finqueros de gran influencia. Y esa lucha tuvo una brutal reacción militar que terminó en las masacres de la zona.
Fue un levantamiento que, por lo demás, sucedía ya en otras regiones del país a finales de los años 70, empujado por otras familias campesinas, y en las ciudades los obreros y estudiantes hacían lo propio. Eran los albores de la guerra civil en El Salvador, que estalló oficialmente en 1980.
Esos hechos históricos, innegables y dolorosos, revisten ahora una importancia medular, pues prolifera en el país, en estos días de posverdad y fanatismo político, una corriente negacionista que parece voltear hacia un lado de la Historia y no ver lo que verdaderamente ocurrió en esos años aciagos.
«Ser colono era jodido. Era gente que no tenía un pedacito de tierra donde vivir y trabajar, y terminaba en un sistema como de esclavitud…». Esteban Orantes.
Tras la exhumación en la zona de la masacre, en 2006, los familiares pudieron sepultar los restos de sus parientes asesinados. Sin embargo, muchos aún no se han encontrado. Foto: Roberto Escobar
Sentado en una banca de metal, en el parquecito de Tecoluca, está Esteban Orantes, de 67 años, oriundo del caserío Ismendia, del cantón Llano Grande, pegado a San Francisco Angulo. Él vivió en carne propia los acontecimientos previos que desembocaron en la masacre. Ha llegado al parque, a contarnos su historia:
«Mi familia y yo fuimos colonos en una propiedad de Indalecio Miranda, un hacendado de la zona. Trabajamos ahí un tiempo porque nos daban donde vivir pero a cambio nosotros no podíamos salir a otros lugares, a trabajar. Uno tenía que trabajar solo en la finca del patrón, y si por alguna razón uno no iba a trabajar, eso era mal visto, porque decían que para eso nos daban donde vivir. Ser colono era jodido. Era gente que no tenía un pedacito de tierra donde vivir y trabajar, y terminaba en un sistema como de esclavitud, en la propiedad de un finquero. Hoy la gente dice que antes todo era mejor, pero eso no es así».
Para ese entonces, alrededor de 1975, Esteban rondaba los 12 años de edad. Su papá, José Santiago Orantes, jalaba caña en carreta de bueyes en la época de la molienda en la hacienda. Era una familia grande la de don Santiago, de 7 hijos: Esteban era el mayor, le seguían Santos, Pedro y Vicente, y sus hermanas Jesús, Amparo y Cecilia.
Esteban Orantes recuerda las injusticias vividas en las fincas de café y algodón en la región de Tecoluca, San Vicente. Foto: Luis Galdámez
«El salario era raquítico. A la bichada nos ocupaban para sembrar caña, y nos pagaban una nada, 50 centavos de colón el día, en la semana salían tres colones, lo pagaban así porque éramos bichos», recuerda Esteban, de piel morena y mirada de guerrero.
Don Santiago, el padre, se esforzó por ahorrar unos colones y así poder comprar una pequeña parcela donde vivir en lo propio, y romper el vínculo de colonos. De ese modo, Esteban y sus hermanos pudieron salir a trabajar a otras fincas, que tampoco ofrecían mayor cosa.
«Andando en esas fincas, pude ver las injusticias. Una era el salario, lo otro la comida, a uno de campesino le daban dos tortillas con un poco de frijoles cocidos y el puño de sal, eso era todo. Trabajábamos de 7 AM hasta las 4 PM, bien penqueado, con la cuma, por un salario miserable», recuerda Esteban.
A unos tres kilómetros de Tecoluca, hacia el suroeste, Félix Laínez ayuda en los preparativos de la misa de cabo de año de su madre, Toribia de Jesús Laínez, en San Francisco Angulo, aunque es originario de las Lomas de Angulo, también en la misma zona.
En realidad él se llama Félix Ayala Laínez, pero se quitó el Ayala porque ese apellido estaba maldito en la zona, los militares lo tenían en todas las listas negras del área, por «subversivos».
Previendo posibles reclamos, algunos finqueros decidieron poner a dos miembros de la ahora extinta Guardia Nacional, armados con sus G3, ahí al lado de la pesa.
Félix Laínez, con los retratos de su padre, Enrique Alberto Ayala, y de su hermano, Juan Laínez, en San Francisco Angulo. Foto: Luis Galdámez
Félix también fue parte de aquella sublevación campesina. Comenzó a cuestionarse por qué ellos estaban destinados a trabajar como esclavos para enriquecer a familias ricas.
«Ahí donde vivíamos era de gente de dinero, era de Jesús Orantes Vela, propietario de una hacienda de 400 hectáreas. Yo tenía como 8 años. Había un área para el cultivo del algodón y otra para el ganado. Si el peón, mujer u hombre, fallaba un día de trabajo, perdía el séptimo, así le decían a un aporte extra semanal de 25 centavos. Y la gente, aunque anduviera con fiebre o muriéndose de alguna enfermedad, tenía que ir a trabajar por no perder esos 0.25 centavos, en lo que le tocara, con la cuma, abonando o sembrando el algodón, que era lo que más se cultivaba», narra Félix, sentado en la entrada de su casa. A sus pies, su perro fiel, Max, de pelaje negro profundo.
Félix fija su mirada en algún punto de sus recuerdos, y agrega:
«Para la corta de algodón o café, los patrones lo estafaban a uno en el peso del costal que uno llevaba, topado de café o algodón. Eran unos sacos de yute, que nos gustaba topar para ganar más. Y cuando uno calculaba que llevaba 250 libras, cuando llegábamos a la pesa a pesarlo, el patrón o el pesador solo decía: 150, o 125. Habían manipulado la pesa para que los sacos de nosotros pesaran menos».
Previendo posibles reclamos, algunos finqueros decidieron poner a dos miembros de la ahora extinta Guardia Nacional, armados con sus G3, ahí al lado de la pesa, recuerda Félix.
El padre de Félix también logró ahorrar un dinerito para poder comprar un pequeño terreno e independizarse del finquero. Así el pequeño Félix logró encontrar trabajo como «bueyero», es decir, andar arando con los bueyes y otras tareas, un trabajo que era mejor pagado que chapodar con la cuma. Anduvo trabajando por varias haciendas: El Flor, la Bomba, la Chenga Sola.
«Mi papá era un hombre justo. Un día le dijo a un capataz de la hacienda de Chuz Orantes, que se llamaba Julián Roque, de aquí por Molineros: Mirá, Julián, te quiero decir algo, no fregués a la gente, a los campesinos, te van a machetear. Y Julián le puso queja al patrón, a Chuz, y este le dijo a mi papá: Así que a usted no le gusta que se obliguen a los trabajadores a hacer las cosas. Y mi papá le dijo: Todos tenemos derecho, hay que darle a la gente el respeto que merece».
Mural en San Francisco Angulo que cuenta sobre las masacres que el ejército llevó a cabo contra civiles. Foto: Roberto Escobar
Los Angulo eran una familia con tanta tierra en San Vicente que se podría decir que eran los dueños del departamento, así se oye decir en esta zona del país. En los caseríos de Tecoluca se vincula al exdiputado de Arena (Alianza Republicana Nacionalista), Roberto Angulo Samayoa, con este clan de finqueros acaudalados y con conexiones políticas en San Salvador.
Se sabe que Angulo Samayoa fue amigo personal del fundador de Arena, Roberto D’aubuisson, quien lo catapultó al poder político en 1983, al convertirlo en el hombre fuerte del partido en San Vicente. Pero en el 2003 Angulo Samayoa dejó ese instituto político para pasarse al Partido de Conciliación Nacional (PCN).
D’aubuisson fue el fundador de los Escuadrones de la Muerte en El Salvador, paramilitares que operaron macabramente en los años 70 y 80. No sería descabellado pensar que él tuvo que ver en la violenta represión militar y en las masacres de campesinos que se alzaron contra los finqueros en esa región de San Vicente.
Tanto Félix como Esteban y Rigoberto recuerdan que el principio, además de las charlas políticas, se integraron en pequeñas milicias guerrilleras.
Aunque no hay un registro oficial, un documento que lo certifique, se cree que los nombres de caseríos como San Francisco Angulo y las Lomas de Angulo deben su origen precisamente a esa influyente familia en San Vicente.
«Los Angulo eran yuca. Ellos hacían lo que querían con la población. Tenían la hacienda Tehuacán, esa era su sede cuando venían a la zona, era hermosa, bien cuidada, tenían una piscina para disfrutar. Ahí llegaban como a su casa de campo a pagar a todos los empleados y trabajadores de las fincas, como La Paz», explica Rigoberto Alvarado, de 62 años, quien también ha llegado al parquecito de Tecoluca.
Rigoberto es originario de La Cayetana, otro caserío de la zona donde hubo otra masacre, en noviembre de 1974.
Rigoberto Alvarado fue uno de los adolescentes que, a finales de los 70, se levantó en armas contra los patronos en las haciendas de la zona de Tecoluca. Foto: Luis Galdámez
Rigoberto, su madre y cinco hermanos eran colonos en la finca La Paz, parte de la hacienda Tehuacán, de los Angulo. Su madre fue,y sigue siendo, una mujer valiente y con carácter, Felícita de los Ángeles Alvarado, quien los crió sola, a pura cuma.
Como a otros colonos, los Angulo les permitían cultivar algo de milpa en el «desmonte», como le decían a las tierras de menor calidad ubicadas en las orillas de la propiedad. En total, unas 80 familias vivían y trabajan ahí, como colonos. Pero otras haciendas albergaban hasta 200 familias.
«Yo era el ayudante de mi mamá, por ser el mayor de sus hijos», narra Rigoberto. «Ella ganaba 31 colones a la quincena».
Otra familia de peso en la zona eran los Molina.
«La hacienda de ahí abajo era de uno de los Molina, de Adán Molina, me parece que era pariente del coronel Arturo Armando Molina, expresidente del país. Esos Molina eran malvados», señala por su parte Félix.
Una pariente de Félix pasa a un lado cargando un tarro plástico grande, probablemente con maíz cocido y recién molido para los tamales de la misa de cabo de año de su madre.
«Ese señor, Adán Molina, había construido una casa de dos plantas, muy bonita, y cuando algún chucho seco se pasaba el cerco y entraba a la propiedad, buscando algo qué comer, desde arriba les tiraba a matar con un fusil que tenía mira telescópica. Ese fusil se lo quitamos cuando nos organizamos ya en guerrilla y anduvo en manos de los compas, le decíamos el matachuchos al fusil».
«…luego llegó gente de la Unión de Trabajadores del Campo, la UTC, que organizaba a los campesinos para ver lo de la tierra, los salarios en las fincas». Esteban Orantes.
Llegó un momento en que los campesinos dijeron que eso no podía seguir así. Era 1979.
«Empezamos a ver las cosas diferentes. En la comunidad hubo personas que nos empezaron a hablar de las injusticias que se estaban dando, y que nosotros mismos habíamos vivido, y empezamos a tener reuniones para hablar sobre las luchas reivindicativas, de la situación de los campesinos que iban a los campamentos de las cortas de café, de las algodoneras», rememora Esteban.
Una veintena de estudiantes de la escuela han llegado al parque, a jugar, y el bullicio interrumpe y apaga la voz de Esteban. Pero sigue:
«Eran personas de la comunidad que ya habían agarrado el tema. El macizo ahí era un tal Leonidas Méndez. La gran mayoría de los jóvenes, mis amigos y yo, nos metimos casi todos. Los domingos nos reuníamos para hablar sobre la Palabra, y luego llegó gente de la Unión de Trabajadores del Campo, la UTC, que organizaba a los campesinos para ver lo de la tierra, los salarios en las fincas».
Félix lo recuerda así:
«Por el 78 o 79, yo con 12 años, veía todo eso y repudiaba el trato inhumano a la gente, entonces comenzaron las pláticas para organizarnos. Yo tenía un hermano, que era malhablado, no le gustaba que lo dominaran, se llamaba Juan Laínez, era dos años mayor que yo, tenía como 14. Y un día me dijo: Vení, fíjate que a estos viejos tales por cuales les vamos a hacer la guerra».
Félix Laínez (derecha), en 2006, durante la entrega de osamentas de personas asesinadas en varias masacres ejecutadas en la región de Tecoluca. Foto: Roberto Escobar
A Félix eso le sonó imposible, en un primer momento.
«¿Y eso? le dije. Nos estamos reuniendo, me dijo, y a estos viejos los vamos a topar hasta que nos paguen seis colones y fichas el día, y yo: ¿Y vos creés que estos viejos se van a quedar de brazos cruzados? Y él: pero esto va a reventar. Y andá traete los caballos, que vamos a ir a una reunión. Y ahí comenzó la cosa».
Las reuniones eran clandestinas, por supuesto. Félix continúa:
«En la reuniones estaba Andrés López, un señor bajito y gordito, y dijo en la primera reunión: Miren, cipotes, ustedes son el futuro de esto que se está gestando. Esto no es solo aquí, esto ya se amplió a nivel nacional. Y los ricos tienen que parar esos abusos y darnos lo que nos corresponde. Imagínense, dijo, la arroba de algodón la están pagando a 0.15 centavos, y en la cooperativa de ahí por Zacate la están pagando a 3.25 de colón, nos explotan a nosotros, mientras ellos hacen más pisto. Y nos dejó de tarea que en la próxima reunión lleváramos a alguien más, de confianza».
Tanto Félix como Esteban y Rigoberto recuerdan que el principio, además de las charlas políticas, se integraron en pequeñas milicias guerrilleras, y entrenaban físicamente en lugares apartados. Recolectaron pistolas calibre 22 y algún fusil de cacería. Eran las primeras guerrillas rurales en la zona, bajo el mando de las Fuerzas Populares de Liberación, las FPL. Así enfrentarían a los finqueros y a sus aliados de la Guardia Nacional y del ejército.
Para entonces, los campesinos ya se habían armado con fusiles de guerra y se habían ido a los campamentos rebeldes.
Habla Esteban, que ahora es trabajador de la alcaldía de Tecoluca, bajo control del partido de gobierno, al igual que Rigoberto. Pero estos hombres han estado donde asustan, y no les da temor hablar:
«Yo estuve en la toma de la hacienda Obrajuelo, para que las tierras las trabajáramos los campesinos. No había gente armada en la finca, solo el cuidandero, porque el dueño de la hacienda, como la cosa ya estaba jodida, ya se había ido. La logramos sostener como por dos meses, pero el enemigo montó un operativo y nos sacaron. Nosotros aún con pistolitas 22, y ellos tenían mayor poder de fuego, con G3. También estuve en la toma de la hacienda Las Moras, pegada al Lempa. Esa la mantuvimos como 6 meses, de ahí nos sacaron con otro operativo».
Para entonces, ya habían comenzado las capturas, las desapariciones y los muertos, pero lo peor estaría por venir.
Los Angulo vendieron todo, ganado, maquinaria, etc., y dejaron la hacienda abandonada. Los campesinos les habían mandado decir que ya no los quería ver más ahí.
Un buen día, Adán Molina fue interceptado por una escuadra de esos campesinos-guerrilleros y le decomisaron una pistola 38 y el fusil con el que mataba los perros, en San Francisco Angulo.
«Y al irse esas familias con poder, los militares declararon el área prácticamente como zona de guerra, como quien dice, nos vamos nosotros los dueños, y hagan lo que quieran con esta gente, y el ejército vino solo a matar», rememora Rigoberto.
Para entonces, los campesinos ya se habían armado con fusiles de guerra y se habían ido a los campamentos rebeldes.
Mural en San Francisco Angulo que cuenta sobre las masacres que el ejército llevó a cabo contra civiles. Foto: Luis Galdámez
El 19 de julio sucedió la masacre en Llano de la Raya, donde más civiles murieron: entre 600 y 800, según habitantes y organizaciones de derechos humanos. A Esteban, cuyo seudónimo era Rafael, se les estruja el corazón al recordar a su familia asesinada ahí.
«Yo había andado por los Cerros de San Pedro y por otros lugares. Cuando pasó la masacre del Llano de la Raya, mataron a toda mi familia, papá, mamá, todos mis hermanos, diez en total. Algunos nombres de mis sobrinos están en ese monumento de ahí en este parque. Me sentí devastado, cuando un compa me dijo: tu familia cayó ahí, y yo lejos sin poder venir a verlos. Me dijeron: los cadáveres han quedado a la intemperie, no puede llegar uno porque hay soldados. No pude ni llegar a enterrarlos».
Rigoberto también vio de cerca lo que ocurrió en San Francisco Angulo. Ya andaba «enmontado», pero había llegado de pasada, a ver a su hijita, de 7 meses, cuidada por sus suegros. Al entrar el ejército, él y un par de guerrilleros que andaban también por ahí salieron de las casas y se parapetaron en la parte de abajo del caserío, y los militares se quedaron arriba.
«Cuando subimos, ya oscureciendo, empezamos a hallar en las casas los cadáveres. Ahí vi a una señora y a su hija, que yo las conocía, eran de la finca La Paz, de la hacienda Tehuacán, eran amigas de mi mamá. La señora se llamaba María Rodríguez y había dejado una pelota de masa de maíz en la piedra de moler, y la hija estaba a su lado, tiradas. Otra señora que estaba cosiendo en la máquina, así quedó, sentada, apoyada en la máquina de coser. También vi a otra señora muerta, el bebé estaba vivo prendido en su teta».
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