Cultura

Ilustración: Luis Galdámez

Mi amiga Claribel

José Argüello Lacayo*

Noviembre 1, 2024

Originalmente publicada en Revista Carátula, edición 122, 1º de junio, 2024
https://www.caratula.net/mi-amiga-claribel/

Que Claribel Alegría hubiera tenido como mentor poético a Juan Ramón Jiménez en Washington la vinculaba a mis ojos directamente a Rubén Darío, pues Darío había sido a su vez mentor de Juan Ramón y éste pedía a Claribel leerle en voz alta poemas de Rubén, reviviendo en su voz el acento nicaragüense de Darío. Yo había admirado en mi adolescencia el intenso lirismo de Juan Ramón, a quien el Premio Nobel de Literatura sumergía ya en el ámbito de la leyenda.  Y he aquí que en la misma Managua en que yo habitaba, también estaba esta mujer que no solo era poeta y centroamericana, sino que además ostentaba el lindo nombre Claribel Alegría, y que había tratado en carne y hueso a Juan Ramón. Nos saludábamos amistosamente, pero no fue sino hasta que falleció su marido, Darwin J. Flakoll (para sus amigos Bud), que una serie de circunstancias propiciaron nuestro acercamiento. Nos convertimos en grandes amigos. Yo solía visitarla una o dos veces por semana al atardecer y en nuestros diálogos la diferencia de edad de 28 años se volvía tan tenue, que en cierta ocasión exclamé: «¡Claribel, el problema es que nosotros no vivimos la Segunda Guerra Mundial!». Al darme cuenta de lo dicho, estallé en una carcajada, y ella también se rió de buena gana conmigo. Hablábamos de todo y con frecuencia le daba a leer libros de mi biblioteca. Lo más sorprendente es que los leía todos, pues su curiosidad por aprender era ilimitada.

Claribel siempre cultivó la comunicación y la amistad con las generaciones posteriores a la suya, y era propio de su actitud ser generosa y acogedora con los escritores en ciernes que le llevaban sus manuscritos en espera de valoración. Con sinceridad y tacto destacaba los aspectos positivos de sus textos y solo después las deficiencias que pudiera haber encontrado en ellos, evitando ser hiriente o desalentadora. Juan Ramón, en cambio, había sido implacable con ella cuando le presentaba sus poemas juveniles. Los encontraba llenos de lugares comunes y ripios y ella regresaba entre lágrimas a su pequeña habitación de estudiante, pensando que no tenía talento. Pero perseveró en aquella dura escuela, en que cada semana debía presentar dos poemas al maestro, y éste con su emblemático lápiz procedía a la vivisección crítica y las correcciones. Con osadía juvenil, Claribel le declaró que prefería el verso libre a la rima, a lo que el esteta andaluz, asombrado, replicó que el verso blanco —así le llamaba— era el más difícil de todos, por lo que la hizo pasar antes por la rigurosa disciplina del romance, la décima, la silva y el soneto…Tan solo al cabo de tres años de suplicio, un día Juan Ramón la recibió radiante en compañía de su esposa Zenobia, diciéndole que estaba ya listo su primer libro de poemas (que se titularía Anillo de silencio y sería prologado en 1948 por José Vasconcelos en México). Y la felicitaron. ¡Por fin había obtenido la tan deseada presea de la aprobación poética del maestro!

Juan Ramón era maestro celoso y no quería que la bella Claribel se casara, porque, según él, debía dedicarse por entero a la poesía.

Fue memorable para Claribel acompañar a Juan Ramón al hospital psiquiátrico Saint Elizabeth de Washington para visitar al genial Ezra Pound, a quien influyentes amigos, como Eliot y Hemingway, habían preservado de la pena de muerte en Estados Unidos por su involucramiento con Mussolini durante la Segunda Guerra Mundial. El bardo estuvo recluido en un manicomio durante doce años (de 1946 a 1958), castigo casi tan duro como la misma pena de muerte. Allí siguió elaborando lúcidamente sus épicos Cantos, en que confluyen mitos y lenguas y literaturas, y el anchuroso caudal de la historia que va desde la guerra de Troya hasta la tragedia de la Segunda Guerra Mundial, en una especie de moderna Divina Comedia. Claribel escuchó deslumbrada la conversación entre ambos poetas y, al despedirse, Pound la invitó a seguirle visitando, pero por timidez ella nunca más volvió.

Juan Ramón era maestro celoso y no quería que la bella Claribel se casara, porque, según él, debía dedicarse por entero a la poesía. De manera que cuando encontró novio (y para más agravante, norteamericano, lo que para él era sinónimo de incultura) y, más aún, cuando decidió casarse, el viejo poeta tomó distancia y dictaminó que ella iba a perderse para la poesía. Sin embargo, quiso el destino que, en una recepción de escritores, Juan Ramón conociera a un apuesto y talentoso joven que de inmediato le cautivó por su cultura, por lo que insinuó a Claribel que uno así le convendría.«¡Pues ese joven es mi marido!», replicó Claribel riendo. Y volvieron a hacer las paces. 

Bud, nacido en Dakota del Sur en 1923, justipreciaba el talento poético de su esposa y procuró aligerarle el peso de las tareas domésticas, generándole condiciones para la creación literaria. Claribel llegó a ser madre de tres hijas mujeres (dos de ellas gemelas) y un varón, y uno se pregunta cómo logró combinar la escritura con sus responsabilidades familiares. La clave fue que desde la infancia ella les educó para la autonomía. A Erik, siendo muy niño en Buenos Aires, le indicó dónde encontrar la leche y el Corn Flakes para que él mismo se preparara su desayuno antes de ir al colegio, pues ella se levantaba más tarde.

Claribel me contaba que su dúo literario no estuvo exento de tensiones y dificultades.

Claribel Alegria con su esposo Darwin J. Flakoll. | Foto: archivo de la familia Flakoll-Alegría

Claribel y Bud se compenetraron maravillosamente. No solo por ser ambos intelectuales y escritores, esposos y amigos, sino ante todo como personas profundas, mutuamente comprometidas y en crecimiento continuo. A Bud yo apenas lo traté; todo mundo lo respetaba. Sus hijas sonríen cuando les cuento que a mí me intimidaba su aspecto de viejo lobo de mar, con su pipa, su cabello entrecano y su rostro surcado de arrugas. De hecho, había luchado en la marina norteamericana durante la Segunda Guerra Mundial, combatiendo contra Japón en el Pacífico y  contra Alemania en el Atlántico, donde casi pierde la vida. Era aficionado al jazz y tenía una mirada límpida y penetrante. Adoraba a Claribel, y cuando ya estaba él en su lecho de muerte, su última preocupación fue no dejarla desprotegida. Murió encomendándosela a su hijo Erik en 1995 a sus setenta y tres años. Claribel le sobrevivió veintitrés años. El duelo profundo por su muerte le inspiró el que a mi juicio es su mejor poemario, Saudade, en el que leemos poemas como éste:

Estás vivo en mi pecho
y sólo yo te siento.
Eres el alquimista
que transforma en poesía
nuestro llanto.

En su afán por mitigar su pérdida, Claribel decidió hacer un viaje a solas por Asia, en que visitó Bangkok, Yakarta, Singapur, Bali y luego el Pacífico Sur.

Juntos escribieron la novela Cenizas de Izalco (1966), que entreteje una historia de amor con el trauma histórico de la masacre de 30 mil indígenas perpetrada en 1932 por el dictador salvadoreño Maximiliano Hernández Martínez; juntos escribieron también la crónica política Nicaragua: la revolución sandinista (1982), que cubre desde la intervención de William Walker en 1855 hasta el triunfo de la revolución sandinista de 1979, y el reportaje Somoza: expediente cerrado (1993), donde se reconstruye la planificación y ejecución del atentado contra Somoza Debayle en Paraguay. Claribel me contaba que su dúo literario no estuvo exento de tensiones y dificultades. A veces divergían de criterio al configurar su texto, y debían reescribirlo. Y si ya es ardua la escritura a solas, en que uno se bate en desigual y quijotesca batalla contra las palabras, tanto más debe serlo en dúo, pues exige un equilibrio de funambulistas.

Allí se formaban tertulias de poetas, amigos y visitantes extranjeros, tanto en vida de Bud como cuando
Claribel quedó viuda.

A la hora del atardecer, con un trago de ron en sus manos, Bud y Claribel acogían en Managua a sus amistades en su casa del barrio Pancasán, cerca del Parque Japonés, a veces en la sala o casi siempre en torno a una mesita redonda de jardín, bajo un frondoso laurel de la India. Allí se formaban tertulias de poetas, amigos y visitantes extranjeros, tanto en vida de Bud como cuando Claribel quedó viuda. Sus visitantes provenían de muchas partes del mundo e incluían celebridades literarias y artísticas. En su juventud Bud había sido periodista y diplomático y vivió con su familia en México, Chile, Uruguay y Argentina. A raíz de la invasión a Playa Girón en Cuba, puso su renuncia ante el Departamento de Estado y manifestó su rechazo a la política imperial estadounidense. Claribel reflexionaría autocríticamente: «Mis poemas eran líricos. No me cansaba de mirarme al ombligo. A principios de 1959 triunfó la revolución cubana y todo fue distinto. Empecé a mirar a mi alrededor, a escribir sobre mis pueblos, sobre su miseria, sobre su esperanza». Luego se radicaron en París, donde vivieron de 1963 a 1966, en pleno estallido del boom literario latinoamericano. Mas el dúo Claribud —como felizmente les bautizó la poeta nicaragüense Michèlle Najlis— se había adelantado al boom un lustro cuando ellos publicaron su antología New Voices of Hispanic America (Beacon Press, Boston, 1962), en la que dieron a conocer para el público norteamericano las voces poéticas y narrativas emergentes del subcontinente. Allí —antes de alcanzar su posterior y merecida celebridad literaria— figuraban ya, entre otros, Ernesto Cardenal, Juan Rulfo, Augusto Roa Bastos, Juan José Arreola, Cintio Vitier, Rosario Castellanos, Mario Benedetti, Julio Cortázar, Ida Vitale, José Donoso, Octavio Paz y Nicanor Parra. También habían incluido a un joven y desconocido escritor colombiano a quien el editor dispuso suprimir del libro, por considerar su cuento demasiado largo, y que se llamaba Gabriel García Márquez. Con varios de esos grandes escritores establecieron Bud y Claribel un vínculo de amistad tanto más genuino y desinteresado, cuanto que aún no eran famosos. Claribel me contaba que en México conocieron a Juan Rulfo cuando él todavía trabajaba para la GoodYear y dudaba de la calidad de sus cuentos. Ellos reafirmaron su valía y le brindaron su reconocimiento. «“No, Juan —le decía Claribel— ¡esto es una maravilla!». A Cortázar lo conocieron tempranamente en Buenos Aires en 1961 y ya habían leído en México su libro primigenio Bestiario (1951); su amistad perduró hasta su muerte. Se veían frecuentemente en París y Julio les visitaba cuando se fueron a vivir a Mallorca, y asimismo en Managua. «Lo que Darío hizo en la poesía, Julio lo hizo en la novela», observaba Claribel; «él se fijaba en cosas insólitas, en cosas en que otros no se fijan, de allí le venía esa cosa maravillosa». En Mallorca vivieron durante varios años en Deyá, pueblo de pescadores y artistas situado entre el mar y la montaña, y pudieron allí estrechar amistad con Robert Graves, autor de la monumental novela histórica Yo, Claudio (1934), de La diosa blanca (1948) y de una sugestiva obra sobre los mitos griegos, que influiría en Claribel, quien al final de su vida retomó varios de esos mitos para darles voz. Quizás su más afortunado poema mitológico sea Carta a un desterrado, en el que personifica a Penélope escribiéndole desde Ítaca una carta de despedida a Odiseo. Tras contarle que había pasado tres años tejiendo y destejiendo su sudario para esquivar así los requiebros de sus pretendientes, ahora le declara:

Nuestra casa está en ruinas
y necesito un hombre
que la sepa regir.
Telémaco es un niño todavía
y tu padre un anciano.
Preferible, Odiseo,
que no vuelvas
de mi amor hacia ti
no queda ni un rescoldo.

El humor se introduce en el poema cuando más adelante le declara que ya supo de sus aventuras con Calipso y Circe, por lo que le aconseja:

Aprovecha, Odiseo,
si eliges a Calipso
recobrarás la juventud
si es Circe la elegida
serás entre sus cerdos
el supremo.

Su libro Luisa en el país de la realidad (1987), es, según el crítico nicaragüense Nicasio Urbina, la bisagra que une las dos alas de su obra: narrativa y poesía. Pues además de poeta, Claribel —como hemos ya señalado— fue también narradora. El Consejo Nacional para la Cultura y el Arte de El Salvador recopiló en 2008 en un solo volumen sus tres novelas cortas: El Detén (Lumen, Barcelona, 1977), perturbador relato de una adolescente, y que Ítalo Calvino seleccionó para traducir al italiano; Álbum familiar (1984) en torno a la toma del Palacio Nacional por un comando del FSLN, y Pueblo de Dios y de Mandinga (1985), fantasmagórico retrato de un Deyá en que se confunden alucinación y realidad. 

En la plenitud de su vida empleó tres años traduciendo cien poemas de Robert Graves que ella misma seleccionó…

La traducción ocupó también un papel importante en su vida; a diario ella se sentaba a la computadora a traducir algún poema que le hubiese cautivado o a escribir sus confidenciales Cartas a Bud, secreto de amor entre ella y su amado muerto. Los poemas los escribía a mano, pero las traducciones las hacía en pantalla. En la plenitud de su vida empleó tres años traduciendo cien poemas de Robert Graves que ella misma seleccionó y que logró presentar al poeta británico como ofrenda de amistad cuando éste estaba ya para morir, lo que le emocionó hasta las lágrimas. Con su hijo Erik Flakoll Alegría, sabedor del chino clásico —que aprendió en la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la Universidad de Londres—, Claribel se embarcó a sus 91 años en una traducción del Tao Te Ching de Lao Tzu, obra clásica oriental que rara vez había sido antes traducida al castellano desde América Latina.

Durante mis diálogos con Claribel, a medida que iba descubriendo sus extraordinarios vínculos con poetas y escritores, le propuse grabar una serie de programas radiales dirigidos a los jóvenes, en que recogiéramos las memorias de sus amistades literarias. Así surgió nuestro programa Grandes escritores vistos por Claribel Alegría, que grabamos en Radio Universidad en el año 2000. Fueron diez programas de media hora en que yo al principio la entrevistaba durante veinte minutos y luego dábamos lectura a algún fragmento del escritor reseñado. Claribel se limitó a hablar de aquellos ya fallecidos, pues hubiera podido también narrar vivencias suyas con Vargas Llosa, García Márquez y Carlos Fuentes, quienes seguían vivos. En privado alguna vez me habló de ellos. De sus coterráneos eligió al poeta revolucionario Roque Dalton y al maestro de la narrativa salvadoreña Salarrué; a Roque no llegó a conocerlo en persona, pero mantuvo comunicación con él por carta, y cuando murió trágica y prematuramente, estando ella en Deyá, abrió al azar uno de sus libros y se topó con aquel verso inolvidable: Cuando sepas que he muerto no pronuncies mi nombre / porque se detendría la muerte y el reposo. Salarrué, por su parte, fue una presencia constante a lo largo de toda su vida, y, cuando Claribel celebró su boda con Bud en Washington el 29 de diciembre de 1949, fue a él a quien Claribel eligió para que, en sustitución de su padre, la entregara durante la ceremonia a su prometido, pero una tormenta de nieve impidió que Salarrué llegara a tiempo desde Nueva York. Cuando finalmente apareció, se dieron un gran abrazo y Claribel le dijo: «No importa. Usted fue el que me entregó; usted fue mi papá».

Se marcharon entonces a Santa Ana, donde transcurrieron la infancia, adolescencia y juventud de la escritora.

De sus padres recibió Claribel una doble influencia: nacida en Estelí el 12 de mayo de 1924, hija de padre nicaragüense y madre salvadoreña, al cumplir apenas nueve meses, su padre médico, el doctor Daniel Alegría Rodríguez, que abominaba de la intervención norteamericana en Nicaragua, sintiéndose amenazado, se llevó consigo a su familia a El Salvador. «Los marines le amenazaron con matarlo, pero él quería continuar en Nicaragua, hasta que un día pasó algo terrible. Mi madre me tenía a mí en brazos y los marines yanquis, para asustarla, empezaron a disparar sobre la cabeza de ella, dando al muro. Mi madre fue la que le dijo a mi padre que ya no podía más. Era un acoso terrible». Se marcharon entonces a Santa Ana, donde transcurrieron la infancia, adolescencia y juventud de la escritora. Una sola vez volvió a Nicaragua, cuando tenía cinco años, para conocer a su abuela, y fue entonces que su padre curó heridos de la guerrilla de Sandino. En la hacienda familiar «Las Nubes» se enterraban armas. En El Salvador el doctor Alegría continuó ejerciendo su profesión médica y tras el asesinato de Sandino mantuvo una campaña de oposición a Somoza García, quien quiso sonsacarlo ofreciéndole la embajada que él eligiera. De su madre Ana María Vides decía Claribel efusivamente: «Mi madre era una mujer maravillosa, muy culta; ella fue amiga de Claudia Lars. Las dos se graduaron juntas del Colegio de La Asunción de Santa Ana. Tengo un retrato precioso de mi mamá y de Claudia Lars, las dos muy lindas. Mi abuelo se había educado en Francia y tenía una biblioteca maravillosa, toda en francés, así conocí desde muy temprano a los clásicos franceses. Mi mamá conocía todos los poetas del siglo de oro español. Yo tuve mucha suerte porque me crié oyendo a mi mamá recitando a San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús; y escuchando a mi papá, que me recitaba a Rubén Darío, y me llevaba obras de Gabriela Mistral y Rómulo Gallegos. Mi mamá me leía la Biblia, en una edición muy hermosa, ilustrada por Gustavo Doré. Tuve una infancia y una niñez muy linda»1.  

Durante una visita a sus padres en 1949 conoció Claribel al jesuita y poeta español Ángel Martínez Baigorri, quien la familiarizó con los nuevos poetas nicaragüenses posteriores a Rubén Darío. Ángel Martínez había ejercido durante once años de profesor de literatura en el Colegio Centroamérica de Granada (1936-1947) y allí se había convertido en su formador y amigo. Claribel reencontraría personalmente a esos poetas tras su retorno definitivo a Nicaragua, a comienzos de los años ochenta.

En nuestros programas radiales quedó grabada para la posteridad la voz de Claribel, con aquella espontaneidad y vitalidad que le caracterizaba. En 2004 le propuse grabar sus poemas sobre la muerte, programa que titulamos Último umbral. En uno de ellos, escrito posteriormente, dice así:

La muerte

¿Por qué temerme tanto
si mi único afán
es liberarlos? 

Su buena estrella quiso que desde niña Claribel encontrara grandes maestros que la estimularan con su simpatía.

En 2007 Claribel decidió escribir un libro a partir de nuestras entrevistas sobre escritores y poetas, y así surgió Mágica tribu. En su prólogo señala que antes que autores famosos, son para ella amigos a los que amó. De un modo muy suyo confiesa: «Tengo, por suerte, muchos amigos: escritores y no escritores, muertos y también vivos, a quienes admiro y amo. La amistad para mí, como el amor (la amistad también es amor), es uno de los grandes regalos de la vida». Y en verdad su vida estuvo henchida de amor: primero del de sus padres y abuelos y luego del de su marido y sus hijos y amistades a lo largo de toda su vida. De allí que fuera una persona tan positiva y jovial, tan receptiva y predispuesta al asombro. Su expresión más frecuente era «¡Qué maravilla!». Fue el amor el que la hizo sensible a las injusticias que padecen nuestros pueblos de América Latina y en particular a lo que padecen las mujeres, y fue por ese amor que ella combatió con su poesía y sus obras testimoniales. «Porque aprendí a quererme, pude sangrar con tus heridas», expresa en un verso dedicado a Juan Gelman, quien sufrió en Argentina la desaparición de su hijo y su esposa embarazada. Ese mismo amor la condujo también a trascender lo humano y a dar voz en su poesía a criaturas hermanas como la tortuga, el cangrejo ermitaño, la mosca, la rana, la crisálida, el murciélago o la libélula (Voces, 2014).

La rana

El cuello se me agolpa
casi estallan sus venas
mas el canto no brota
y sólo es un croar.

Su buena estrella quiso que desde niña Claribel encontrara grandes maestros que la estimularan con su simpatía. A sus siete años pasó por Santa Ana el filósofo mexicano José Vasconcelos y almorzó en casa de sus padres. Mirándola a los ojos le predijo que sería poeta. En vez del hermoso nombre Clara Isabel con que la habían bautizado sus padres, que él consideraba más propio para una abadesa, Vasconcelos le propuso adoptar el nombre Claribel, y así lo hizo la niña desde entonces. En aquellos años pasó también por El Salvador Gabriela Mistral y pudo conocerla en casa de Alberto Guerra Trigueros. «La escuché con fascinación —recordaba Claribel—. Me fascinaron también su figura alta, sus ojos verdes, sus grandes zapatos como lanchas, el timbre de su voz. Fue muy amable y paciente conmigo»2. A sus nueve años le aconteció otro encuentro significativo con el poeta y sacerdote nicaragüense Azarías H. Pallais (1884-1954), quien pasó unos días de vacaciones en casa de sus padres. El poeta provocó revuelo en el ambiente provinciano de Santa Ana al romper los anquilosados moldes clericales con su talante libre y poco convencional. Asistía con toda naturalidad al cine junto a los padres de Claribel y predicaba a favor de los pobres, los borrachines y las prostitutas. Su alta figura y su potente y sonora voz le impactaron hondamente. «Jamás había visto a un sacerdote que fumara o fuera al cine —recordaría Claribel—. El obispo de Santa Ana lo atacaba cada domingo en sus homilías y el Padre seguía como si nada. Había en la casa una Biblia antigua muy bella y él me mostraba las láminas y me contaba los Evangelios y las historias de Rut y José con su túnica brillante, de quien yo me enamoré de inmediato, y también me contó la historia de Job en el estercolero. Yo lo oía fascinada y hubiera querido que jamás terminaran aquellas sesiones». Al regresar a Nicaragua, Pallais le envió desde León una caja de trozos de madera coloridos y de formas caprichosas que encantaron a Claribel, quien le escribió dándole las gracias. El poeta respondió a la niña con una preciosa cartita que aún se conserva.

Cargada de años y de experiencia, Claribel depuró su poesía, tornándola cada vez más esencial, más sucinta,
más honda e indagadora.

Quizá por recordar esos felices episodios de su infancia, quiso Claribel en su ancianidad llevar también un poco de alegría a los niños que sufrían leucemia en el Hospital Infantil La Mascota, donde junto con Ernesto Cardenal, Daisy Zamora, William Agudelo y otros poetas organizó para ellos un taller semanal de poesía que se mantuvo durante más de siete años. Les leía poemitas japoneses sobre animales, o poemas nicaragüenses, o poesías de Juan Ramón o William Carlos Williams, o de Juan José Tablada, y los niños mismos escribían entonces sus poemas. Surgieron así dos libros: Me gustan los poemas y me gusta la vida (Anamá 2009) y Sin arcoíris fuera triste. Poemas de niños con cáncer (Anamá 2017), recopilados por Ernesto Cardenal. Sobre ese encuentro de los poetas con los niños enfermos de cáncer se rodó en 2015 un precioso documental del escritor granadino andaluz Daniel Rodríguez Moya, en colaboración con Ulises Juárez Polanco, que no solo se estrenó en Nicaragua, sino que también se proyectó en Estados Unidos, Colombia, México, Emiratos Árabes y España.

Cargada de años y de experiencia, Claribel depuró su poesía, tornándola cada vez más esencial, más sucinta, más honda e indagadora. «El poema tiene que ser así: esencia», le enseñó en su juventud Juan Ramón. Sus últimos poemarios se sucedieron ininterrumpidamente: Saudade en 1999, Soltando amarras en 2002, Mitos y delitos en 2008, Voces en 2014 y Amor sin fin en 2016. De esta última obra ha afirmado Gioconda Belli que es el poema más profundo y misterioso de Claribel Alegría: «En precisos versos cortos, como piedras para saltar sobre el río donde Carón maneja su barca, Claribel convoca y se confronta con su amor siempre vivo. Su imaginación, a ratos alucinante, evoca un Dante femenino y tropical». 

Claribel obtuvo reconocimientos literarios internacionales de primer orden, entre ellos el Premio Internacional Neustadt de Literatura (2006), otorgado bianualmente en Estados Unidos por la Universidad de Oklahoma desde 1970, y al cual fue postulada por la poeta nicaragüense Daisy Zamora, quien también se encargó de defender su candidatura frente a la de contrincantes tan sobresalientes como Orhan Pamuk, Philip Roth y Alice Munro. Obtuvo también el Premio Reina Sofía de Poesía Iberoamericana en 2017. En audiencia privada con la Reina, Claribel se hizo acompañar por sus hijos y nietos, y cautivó a doña Sofía con su espontaneidad y sencillez. «Si vivieras en España, Claribel, seríamos buenas amigas», le expresó la soberana. (Por algo los jóvenes poetas nicaragüenses cariñosamente titulaban a Claribel «Su Majestad»).

Claribel falleció a sus 93 años el 25 de enero de 2018 en Managua. En su mesa de noche, como libro de cabecera, se encontraba un pequeño volumen3 de aforismos del místico jasídico Najman de Breslev (1772-1810), que yo le había obsequiado. 

La recordaré siempre como persona afectuosa, inteligente y apasionada. Alegre y luminosa, como su nombre. La muerte no la sorprendió: la aguardaba con impaciencia. 

Managua, 20 de mayo de 2024. 

1 Entrevista con Miguel Huezo Mixco, originalmente publicada en la Revista Cultura 77 de El Salvador, correspondiente a septiembre-diciembre 1996.

2 Entrevista con Luis Alberto Ambroggio, La Ranle, Número doble 1 y 2 del Volumen 1, sección Ida y vuelta.

3 The Empty Chair. Finding Hope and Joy. Timeless Wisdom from a Hasidic Master. Rebbe Nachman of Breslov. Adapted by Moshe Mykoff and the Breslov Research Institute, Jewish Lights Publishing Woodstock Vermont 1994. 

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