Crónica
Este es un relato en primera persona en el que el autor realiza una crónica fotográfica de su familia y los últimos días de vida de sus padres cuando enfrentan el Covid-19. A través de la lente, capta el dolor y la angustia que acarrea la pandemia que toca a la puerta de su casa lo que es noticia mundial.
Texto y fotografía: Victor Ruíz*
Julio 15, 2022
Cada imagen muestra la expectación y el temor a estar infectado de un virus desconocido contra el que todavía no existía una vacuna y mucho menos una cura. En la siguiente crónica plasmo la vida cotidiana junto a mi familia: mi mamá Marina, mi papá Domingo y mi hermana Patricia, mientras digerimos la desesperación por el contagio del Covid-19.
Nunca esperé contar esta historia, mi propia historia, porque mi pauta diaria siempre fue la cobertura de un desastre natural, la violencia política o callejera; pero hoy he sufrido los angustiosos momentos de la pandemia, la muerte de mis padres y la alegría de ver sobrevivir a mi hermana. Dejo este testimonio visual-texto porque la pandemia marcó por siempre la vida del planeta.
Volvía a Barcelona junto a mi familia después de haber estado en la vieja Italia. Mientras estuvimos visitando riquezas culturales acumuladas por siglos en el nombre de Dios en los museos del Vaticano, recuerdo que ya se avistaban turistas con mascarillas entre la muchedumbre que caminaba por los salones de la Capilla Sixtina.
Ahora que traigo a la memoria los enormes frescos de La creación de Adán y El juicio final esas obras nos anticipaban los episodios bíblicos del Apocalipsis. Quien iba a pensarlo. Mientras no muy lejos, al norte de Italia, se encendían las alarmas internacionales por la entrada de un virus proveniente desde Asia y, aun así, nadie tomaba en cuenta la gravedad de lo que pronto vendría encima.
Regreso a Cataluña, en el aeropuerto no dejó de sorprendernos que nos separaron con distancia de dos metros e hicieron pasar uno por uno por escáner termo-calóricos, con preguntas inusuales que antes no hacían. La causa de todo este movimiento solo podía ser que el virus ya había atravesado la frontera. Después de tres meses de visita en España, volví a Chile con el miedo de lo que venía.
La declaración de la pandemia por parte de China cerró fronteras del viejo continente al día siguiente de mi partida. En Chile los noticieros transmitían sesgados los acontecimientos como si solo pasara en la lejanía y daban la sensación de que nunca nos tocaría. Pero la crisis sanitaria ya había cruzado el charco.
En casa, con cautela, concientizaba del tema en la sobre mesa con mis padres y hermana, advirtiendo que los gobiernos en Latinoamérica no estaban haciendo nada al respecto y que las noticias aún no ponían en pauta al bicho que ya teníamos entre nosotros. Otros más ilusos me tildaban de alarmista por imponer un protocolo de lavado de manos, desinfección de zapatos y cuerpos antes de entrar en casa. Hablé con mi hermana para que me apoyara en las medidas que estaba tomando para que mis padres tomaran conciencia; pero ellos siguieron su vida con la fe en Dios que les caracterizaba, dejando todo a su voluntad, como si la muerte nunca fuera a tocar nuestra puerta.
Los días, semanas, meses fueron pasando pronto y la gravedad de la pandemia ya hacía estragos en Asia y la vieja Europa. Pero los gobiernos de las américas hacían caso omiso de lo que pasaba, y nunca tomaron las precauciones necesarias para prevenir que este bicho no cruzara las fronteras. El número de casos comenzó a subir y a engrosar las estadísticas en EE. UU., Brasil y nuestro vecino Perú. Mis padres seguían viviendo a su ritmo mirando las noticias como si se tratara de una mala película de ciencia ficción hollywoodense. Mis ansias de mostrar lo contrario y visibilizar lo que nadie advirtió me llevaron a tomar la decisión de irme a vivir a una habitación ubicada en el centro de Santiago. No sin antes advertir a mi familia lo alarmante que era esto y mucho más porque no cerraban las fronteras en nuestro país. Aconsejé a mi hermana, que tomaran en serio los protocolos impuestos y que la puerta se mantuviera cerrada incluso para familiares, pues, días antes, un amigo cercano de mis padres vino a utilizar el baño de casa sin seguir el protocolo. Aún no llegaban a entender.
Tomé una mochila pequeña con ropa de recambio, un colchón de lana que tiré al suelo, mantas, una cafetera, y mi equipo fotográfico, mientras mi madre me rogaba que no me arriesgara. Con ese consejo, pensé un segundo que ella por fin tomaba en serio la pandemia.
Aun no entendía bien cómo convertir en imagen los datos y bajas humanas que escondía el Ministerio de Salud. Nunca antes había cubierto una pandemia. Mascarillas, lentes, guantes y un traje de plástico blanco me acompañaban.
Pero no había pasado ni un mes, cuando recibí una llamada. Era Patricia. Con voz afligida me decía que mamá estaba con una fuerte tos seca y mucho decaimiento. Me dijo también que llamó al hospital público para internarla. La rechazaron como a cientos de otros pacientes porque ya estaban atestados de gente y sin camas que ofrecer.
Una amiga farmacéutica le comentó que era mejor tenerla en casa y que llamara a la Secretaría Regional Ministerial (SEREMI) que aconsejaron quedarse en casa y llevarla a un servicio de salud local si los síntomas persistían.
Luego, la situación empeoró y decidí regresar a casa. Mi hermana, asustada, me dijo que no corriera el riesgo, que pensara en mi familia, en mi hijo que dejé en España. Con la misma decisión le alerté que si mi madre se había contaminado, el virus también lo tendría mi padre y ella porque estuvo llevándole alimentación a su habitación. Entonces teníamos que actuar rápido. Le pedí que separara a mis padres de habitación y que todos se encerraran en cuarentena, sin bajar al primer piso. Yo me haría cargo de todas las provisiones para que nadie tuviera que salir de la casa. Clausuré la cocina en donde estaría todo el día para preparar los alimentos diarios. A diario desinfectaba baño, comedor y living de cuando ellos subían a su habitación. A la semana mi madre se quejaba de dolores en su pecho endurecido. No podía respirar. La internamos en una clínica privada. El tiempo nos jugó en contra porque estaba muy delicada. ¿Qué más podíamos hacer, si ni siquiera los países en donde las muertes ya eran miles tenían la solución en sus manos?
Vi bajar del segundo piso diferente a mi madre. Una mujer fuerte y aguerrida. Una mujer que dedicó su vida a proteger y criar a sus cuatro hijos. Su tiempo libre era para preocuparse de su esposo, familiares y vecinos, siempre dispuesta a dar. Una mujer que a sus siete años tuvo que ayudar a su padre a cargar carretones con ladrillos, cuidar a sus hermanos pequeños, dejando atrás sus escasos estudios y su infancia porque debió trabajar de sol a sol para ayudar a su madre. Una mujer abnegada, amante y temedora de Dios, Una mujer pequeña de estatura, con un gran corazón lleno de amor por su prójimo, una mujer que no negaba un plato de comida y un consejo a todo aquel que llegaba a golpear su puerta.
Una mujer que a pesar de criar cuatro hijos, atender a su marido, mantener sus pequeña casa de madera como espejo, remendar nuestra ropa, lavar a mano, cocinar a diario y puntual el almuerzo, atender sus reuniones de fe, de salir a escondidas de mi padre a trabajar en casas ajenas lavando y planchando ropa para poder juntar algunos pesos demás, que nunca dejó que se acumulara la basura en su vereda y tampoco en la de los vecinos, un madre no solo para nosotros; también de sus sobrinos, de energía inagotable y, aun así, tenía tiempo para jugar conmigo a luchas libres y carritos en el jardín mientras mis hermanos asistían a la escuela. Una mujer de rostro duro, pero de sonrisa fácil y habla amorosa. La vi bajar de las escaleras debilitada, con su cuerpo encorvado, pómulos hendidos y con un miedo en su rostro que nunca olvidaré. Me dirigió su mirada de amor por última vez. No pude más que abrazarla y besarla, sentía que se me iba. Incluso, olvidé ponerme la mascarilla en todo el trayecto a la clínica. Volvimos a casa para intentar animar a mi padre, pero los síntomas de apoco se apoderaban de su ánimo. Logramos mantenerlo un tiempo más con nosotros, luego tuvimos que avisar a un hermano, Ricardo, para que lo llevara a hospitalizar. Éramos conscientes que también teníamos el bicho, hicimos cuarentena absoluta en casa. Mi hermana ahora era mi preocupación y yo la de ella.
Patricia tuvo más contacto con mis padres y ya notaba los síntomas. Fue entonces que le pedí que no esperara y fuera a hospitalizarse, prometiendo que yo haría lo mismo en el momento que me faltara el aire.
Uno a uno fue entrando al hospital, intentado que el primero no se enterara que el otro estaba en la habitación contigua de la Unidad de Cuidados Intensivos. Mis hermanos mayores se comunicaban con el doctor de cabecera a diario, para saber el estado de todos. Quedé solo en casa, con dolor de cuerpo, no era más que la de una gripe fuerte, la pérdida del olfato y el gusto. Mantuve a raya los síntomas con ejercicios matutinos, mucho jugo de jengibre y naranja, ensaladas y a diario una dosis de cannabis, la cual me ayudaba a no estar tenso, a mantener el apetito y desinflamar los pulmones. Nunca hice cama, hasta que la fiebre me afectó. Los días fueron pasando y mi ánimo fue subiendo mucho más cuando mi hermana también recuperó sus fuerzas; le había ganado al virus, pero mis padres seguían graves.
Luego de tres semanas dieron de alta a Patricia y desinfecté la casa antes de su arribo. Volví a mi pequeña habitación, con cama en el suelo, de una sola ventana sin vista, un pequeño mueble que me servía de desayunador, un horno eléctrico donde recalentaba la comida y mi cafetera. Estaba solo, dependía de un “delivery”, me mantenía solo con una comida al día, sin trabajo y encerrado. Después el edifico entero estuvo en cuarentena, y la comida del día nunca llegó.
Entonces decidí internarme en una residencia hospitalaria que ofrecía el Ministerio de Salud. En la entrada me recibió un conserje que pregunta a distancia los datos personales y deseaba que “tenga una buena estadía por lo que dure su Covid o hasta que se agrave”. Fui trasladado a un hotel. En el trayecto a bordo de un furgón escolar adaptado con un plástico que dividía los asientos entre el conductor y los contaminados, una enfermera toma los datos de todos y tiene la misión de llevarnos a las residencias asignadas. Un traslado con niños que tosían constantemente, una mujer que habló todo el camino con Juan, que explicaba que todos se aprovechan de su buena voluntad y decía que ya nada importaba ahora que tiene Covid, pero, afligida, pedía volver a su casa porque no quería morir sola.
Una pareja colombiana con un niño escuchaba con preocupación los comentarios desafortunados. Un obrero entusiasmado porque el bicho le daba la oportunidad de hospedarse en un hotel de 5 estrellas como el ex Hyatt. Todos metidos dentro, hombro con hombro, aguantando a los que tosían a mi espalda, a los que se quejaban de dolor a mi derecha, a los sudorosos y los muy callados que solo abrían los ojos de miedo. Nos iban repartiendo por diferentes hoteles del gran Santiago. Mi residencia, Hotel San Francisco, quedaba a cinco cuadras de mi habitación en el centro, pero tuve que aguantar un viaje eterno acompañando a los demás y esperando la inscripción de cada pasajero que dejábamos. Pasando por calles con ferias libres atestadas de personas en las que parecía no pasar nada, mientras nosotros como pájaros enjaulados débiles y enfermos mirábamos con angustia el futuro que se nos venía. Llegué a una habitación de lujo con baño privado, con vistas a la Alameda, que ni en mis mejores momentos habría podido costear. Me dio vergüenza ser privilegiado con una residencia de lujo, cuando otros están pasando su malestar encerrado en sus casas, con el único cuidado de su familia, sin protocolo alguno. Mientras el gobierno, no entendiendo nada o entendiendo todo, solo busca el des confinamiento de las personas para que las grandes empresas y socios del estado no pierdan sus intereses. Me acompañó un enfermero venezolano hasta mi habitación, que me advierte del protocolo a seguir y se ofrece llevar mi maleta con una gentileza, tal cual haría un botones para recibir su propina del día.
Me puse a ordenar mis frutas, yogurt en el frigo bar, mi café de grano y galletas que compré, me habían advertido que daban tres comidas diarias, pero que las raciones no eran abundantes. No demoró la llegada de una enfermera a tomar mis signos vitales. Detrás venía la cena, que parecía sacada de los restos que quedaron de un vuelo doméstico de LAN Chile. Me fui a la cama sin sueño, intranquilo, aquejado solo por mis pensamientos preocupado por mi familia. Mis padres peleaban por sus vidas en el mismo hospital, uno al lado de otro, intentando sacar al bicho de sus pulmones. El sueño no demoró en llegar, tampoco una llamada que me sobresaltó a las tres de la mañana; era mi hermano mayor, Domingo, con voz quebrada, que me anuncia que nuestra madre nos había dejado. Mi estadía de lujo acabó ese mismo instante. Para asistir al funeral tuve que firmar un papel de responsabilidad. No podía estar ahí, tenía que despedir a mi madre, a la que tanto desvelo le di, la que siempre me esperó despierta de noche y se dormía solo cuando sentía mis pasos al hacer crujir la madera del piso. El entierro fue rápido y con poca familia. No pude acercarme porque el bicho estaba conmigo. Esperé a que todos dieran su último adiós y me acerqué para dedicarle la canción que ella misma me pidió cuando se marchara. Tome mi celular y canté “Flores para mi madre” de Luis Alberto Martínez. Lloré desconsoladamente.
Mi padre seguía en su lucha en un coma inducido, entubado y puesto en posición boca abajo para darle más amplitud a sus pulmones. Él era hijo único cuya madre murió cuando él tenía siete años. Un hermano mayor falleció antes que él naciera. Su padre lo entregó a una tía para que lo criara. Desde muy pequeño le tocó decidir entre lo bueno y lo malo, un hombre de pocas palabras, bueno para las matemáticas, un obrero de la metalurgia, de medida milimétrica, de detalles y acabados finos, de apariencia tranquila, amante del fútbol, jugador eterno en el medio campo en su club de siempre, el veloz, el fanático del eterno campeón Colo-Colo, nunca cambió sus amores, siempre de una sola camiseta, mujer y televisión, mucha TV. Un hombre alegre, de fiestas y asados bailables, de familiares y amigos, donde mostraba, después de dos borgoñas (combinado de vino tinto y frutillas), sus dotes de bailarín. De gustos musicales como The Ramblers, The Beatles, Ray Conniff, Joe Cooker, los maestros Sandro, Leo Dan, Leonardo Fabio, la incomparable Cecilia, Lucho Gatica, todos en discos en vinilo. Una colección de casetes grabados y otros originales de Pérez Prado, Luisín Landáez, el gran Lucho Barrios, Mozart. Este hombre, Domingo, un DJ de los años setenta, que llegaba a las fiestas con tocadiscos y parlantes incluidos, de apariencia dura, de un extraño cariño, pero sensible, un orgulloso de sus hijos, nos dejó un mes y medio más tarde para acompañar a Marina, su amada de toda la vida.
* Edición: Eric L. Lemus
El director del Museo de la Palabra y la Imagen (MUPI) viajó a Colombia a cubrir las elecciones presidenciales cuyo desenlace terminará en una segunda vuelta.
La Crónica cerró operaciones en julio de 1980 cuando su jefe de redacción, Jaime Suárez Quemáin y el reportero grafico César Najarro, fueron brutalmente asesinados.
Rosarlin Hernández
Foto
Cuatro artistas, cuatro lentes, cuatro enfoques en la conmemoración del Día Mundial del Medio Ambiente. ¿Los patrones insostenibles de consumo llevan el plantea hacia un cataclismo calculado? El Salvador tampoco escapa a la triple crisis planetaria que acarrea el cambio climático, la pérdida de naturaleza y biodiversidad.
La inquietud de experimentar, modificar y manipular una imagen partiendo de la realidad me lleva a “fusiones” donde exploro a través de la sobre posición de imágenes
El martirio de Monseñor Oscar Arnulfo Romero –ascendido a primer santo católico salvadoreño en octubre de 2018- ha inspirado a muchos artistas para crear obras en su memoria y obra.
©Derechos Reservados