Noviembre de 1990, encontré a Pedro Portillo en el centro de San Salvador. Después de tanto año de conocernos, él pudo percibir en mí, un estado depresivo, una mezcla de tristeza, baja autoestima y mucho enojo. Pasaba por momentos muy duros. De inmediato me dijo que me fuera con él a su casa.
Aquella casa que muchos conocimos y pasamos inolvidables momentos, en los Planes de Renderos, camino a la Puerta del Diablo, donde vivía rodeado de sus antigüedades, artesanías, pinturas y un largo etcétera de cosas curiosas, incluido un San Simón que fumaba y salía por las noches a dar su vuelta por el vecindario. Su pinta era coherente con el entorno, sus orejas con un catálogo de aretes, su cola de hippie de San Francisco California, ya canosa, sus camisas flojas de manta, de preferencia blancas, sus collares y sus sandalias cerradas.
Y me leyó el tarot. No era la primera vez, pero sí la que lo tomaba en serio. Me dijo cosas que me elevaron el espíritu, tan golpeado en aquel momento y me hizo un augurio que se cumplió cinco meses después, con lujo de detalles. Verdaderamente asombroso. Aunque siempre supe, por mis clases de Visiones Científicas, con Teto Samour, que las estrellas son cúmulos de galaxias, ante una predicción tan asertiva, tuve que rendirme y dejar de lado la ciencia y disfrutar de la magia.
Pero Pedro era más que eso. Sus obras pictóricas nos hablan de un mundo mágico ancestral; interpretan el Popol Vuj en imágenes maravillosas, tocaba las congas y otros instrumentos, elaboraba delicadas artesanías; pero lo más valioso de él era su don de gente. A todo el mundo hacía sentir que lo conocía de toda la vida, desde la primera vez que lo veía. Contaba historias geniales, como cuando fue a visitar a María Sabina, la sanadora mazateca del Estado de Oaxaca, México. Igual su vida en la California de los 70, cuando su padre lo retó a que, si era el Mesías, que caminara sobre las aguas de una fuente en el parque. No tenía bienes materiales, por decisión propia. Como un seguidor de Diógenes el Cínico, renunció a poseer más que su sabiduría. La fortuna lo puso en manos de una mujer que fue un ángel para sus últimos años, Roxana López de Portillo, quien lo cuidó amorosamente.
Así, llegó el día en que lo acompañamos a su partida a las dimensiones ignotas. No hubo tristezas. A Pedro se le celebra su vida y se acoge su muerte como otra de sus andanzas. Buen viaje Pedrito. Que San Simón te acompañe y los alebrijes de María Sabina te conduzcan hacia Xibalbá.