Crónica

Augusto Vázquez: memoria de un mexicano de Morazán

Texto: Luis Alvarenga
Fotografías: Augusto Vázquez. Archivo del Museo de la Palabra y la Imagen

Noviembre 15, 2024

Conocí al fotógrafo mexicano Augusto Vázquez hacia 1993, tal vez un poco antes. Su forma de hablar delataba que había pasado mucho tiempo entre salvadoreños, que se había salvadoreñizado, o, mejor dicho, se había morazanizado un tanto. No en balde había vivido aquí más de diez años, se había casado con una salvadoreña y el hijo de ambos nació aquí. Hablaba sin prisas, pero tampoco de manera cansina. En su acento mexicano se colaba, victorioso, el sonido aspirado de la «s» del idioma que hablamos en El Salvador, pero era esa «s» aspirada del oriente del país, que se le notaba más cuando decía «Morazán» de esa manera inconfundible. 

Uno ve a las personas e ignora la historia que hay detrás. No había en él algo que, a primera vista, delatara que se trataba de un artista.

Creo que él no veía así su trabajo fotográfico, o no le daba importancia a cómo etiquetarlo. Si uno veía por primera vez a Augusto, ignorando de quién se trataba, no podría creer que este hombre menudo tenía una gran historia en su vida y que parte de dicha historia había sido captada por su lente.

No podría uno saber que ese hombre era el autor de una de las más icónicas imágenes de Monseñor Romero, una en la que, en un momento de la misa, el futuro santo de El Salvador levantaba el índice como señalando el cielo.

En realidad, hay al menos tres fotografías emblemáticas en el haber de Augusto. Una es la mencionada imagen de Monseñor Romero.

La foto, con sus contrastes, sus blancos y negros, se convirtió en una imagen popular, que se reprodujo en camisetas, pancartas y hasta en una calcomanía enorme que estaba colocada en un bus de la ruta 26 de San Salvador. 

Romero

La segunda ha sido comparada con La Piedad de Miguel Ángel. Capta la desolación de un joven, casi un niño, un joven guerrillero que sostiene a su compañero moribundo, mientras mira al vacío. Como pocas imágenes, esta captó el dolor de la guerra. 

La tercera es un entrenamiento de tres guerrilleros de las fuerzas especiales. Sus cuerpos están camuflados y los tres sostienen fusiles AK, mientras la lente los capta ejecutando un desplazamiento que suponemos sigiloso.

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Están en fila. Augusto los capta mientras parecen ejecutar un movimiento de ballet, una coreografía en la que las piernas izquierdas de los bailarines están ligeramente combadas, mientras que las piernas derechas describen casi un círculo, apoyándose en sus rodillas. Como en una evolución dancística, los guerrilleros apoyan el brazo que no sostiene el arma en el hombro del que va delante. 

Los rostros pintados parecen máscaras de nuestras culturas ancestrales. El que encabeza la fila tiene la mirada atenta y concentrada del ajedrecista o del cazador. Estas dos fotos aparecen en innumerables afiches o acompañando notas periodísticas sobre el conflicto salvadoreño.

¿Quién diría que el hecho de tomar fotos caseras con una camarita Brownie podría llevar a alguien a descubrir nuevos mundos? Quizás es cierto lo que dicen: uno no encuentra el arte; es el arte el que va al encuentro de uno.  

Había un destino en la vida de un joven mexicano llamado Augusto Vázquez, quien resultó tomando bonitas fotos, las instantáneas familiares.

Augusto alternaba la fotografía con otros trabajos, pero sin perder de vista que el arte de la lente era lo principal.

De la cámara Agfa que le regalaron después, surgió una vocación que lo llevó a El Salvador, donde se integró a las estructuras comunicacionales del ERP. Augusto documentó diversos momentos de la guerra. Muchas de sus fotos, que circulan a menudo en las redes y en publicaciones de forma anónima, son parte de la memoria de esa época. 

Algo que siempre admiré en Augusto fue que el final de la guerra demostró que la suya era una auténtica vocación. Emprendió un esfuerzo serio para seguir dedicándose profesionalmente a la fotografía. No podía seguir haciendo fotos del conflicto por razones obvias. Pero sí, por ejemplo, captar la belleza de los paisajes de Morazán y las condiciones de su gente. Como recuerdo de ello, quedan los calendarios que hizo con imágenes de ese departamento, que formó parte importante de su vida. También montó una exposición en el La Luna Casa y Arte con fotografías tomadas en México, previas a la guerra. 

Con una gran generosidad me permitió explorar los «contactos» de los rollos fotográficos de aquel tiempo. Una imagen me cautivó en particular. Era un ave marina, cuyo perfil contrastaba con el sol que se retiraba en las aguas de las playas de San Diego, California. Esa imagen, de gran belleza, fue la contribución de Augusto a la publicación del poemario póstumo de Arquímides Cruz, Su estrella elegida, que vio la luz con Ediciones Amada Libertad.

No fue fácil para Vázquez seguir su vocación. Alternaba la fotografía con otros trabajos, pero sin perder de vista que el arte de la lente era lo principal. Creó una galería en la zona del MUNA, en la que se montaban exposiciones de su obra y de otros fotógrafos, así como proyecciones de películas.También daba clases de fotografía. Había momentos en que lograba buenos proyectos fotográficos, que le permitían sobrevivir, mantener a su familia y dedicarse a su trabajo, pero también había momentos arduos. 

La situación se volvió más difícil para él en el sentido material y optó por volver a México, ya en el contexto de la pandemia. Afortunadamente, encontró un ambiente en el que había interés en conocer la participación de nacionales mexicanos en los conflictos bélicos centroamericanos de la década de 1980. Montó varias exposiciones con su trabajo, tanto de la época de la guerra como obras más recientes, ya situadas nuevamente en su país natal.

Volvimos a entrar en contacto el año pasado. Recientemente había publicado en México un libro titulado Huellas de la conciencia y un cineasta mexicano había terminado un documental sobre su obra. Estaba entusiasmado, pues había conversado con el Agregado Cultural de la Embajada de México sobre la posibilidad de montar una exposición retrospectiva de su obra en enero de este año, en el contexto de las conmemoraciones de 1992. Acordamos que yo trabajaría en una presentación. 

En diciembre de 2023, me comentó que se habían dado unos problemas logísticos y que no iba a poder darse la presentación. Ignoraba la circunstancia de su enfermedad. La noticia de su fallecimiento nos sorprendió a muchos. Queda en nosotros el recuerdo del amigo y el perenne legado de su obra. De la obra de este mexicano de Morazán, que siempre andaba en su Combi anaranjada. Hasta pronto, amigo. 

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