Crónica
Ilustración: Spectre
Memo Bautista
Septiembre 23, 2022
A los 66 años Tito Colombiano, tatuador que aprendió el oficio en Lecumberri, se ha descubierto como poeta. “Le hice un verso muy bonito al tatuaje, porque luego escribo”, me comenta. “A ver, ¿cómo va?”, pregunto. Tito se quita los lentes oscuros que ocultan su mirada valentona. De pie apoya la pierna derecha al frente y saca el pecho. Los brazos están sueltos a los costados. Levanta la barbilla. Ladea un poco el cuerpo. Cualquiera pensaría que se prepara para una pelea.
Levanta una mano entrecerrada casi a la altura de su rostro. La rosa negra que él mismo se tatuó en el dorso —el diseño emblemático que tomó de una envoltura de mazapán que encontró durante su encierro en el Palacio Negro— da hacia un público imaginario.
“El tatuaje será mi muerte
también mi felicidad.
Y así de conformidad
yo espero cualquiera suerte,
aunque mi cuerpo ya inerte
lo lleven al camposanto.
Y ahí yo no quiero llanto.
¡Que recen por mi aventura!
Bajando a la sepultura
que entonen alegre canto.
El tatuaje”.
Sus versos tienen la musicalidad de su acento cantadito. Su habla ha perdido la entonación de su tierra, Colombia. Luego de casi 50 años en México es igual a la de los habitantes arraigados en los barrios populares de la capital mexicana. Ese que alarga la última letra de cada frase. Ahora las comisuras de sus labios delgados que dibujan una mueca severa se mueven hacia arriba. Qué amabilidad adquiere su rostro.
—Está bello —dice satisfecho.
—¿Lo tienes escrito?
—Yo lo escribí pero ya se quedó aquí —se toca con el dedo la sien.
Vuelve a declamar otro poema dedicado a su máquina tatuadora, la que él mismo construyó.
Desde 2014, cuando la reportera Mercedes Matz entrevistó por primera vez a Roberto Candia Salazar, el nombre real de Tito, su vida dio un giro. Dejó de ser un exconvicto que sobrevivió 28 años en el sistema penal mexicano y se convirtió en un referente de la cultura del tatuaje mexicano. Tiene la admiración del gremio, lo respetan como maestro de la vieja escuela —la old school, como él la nombra— e incluso lo llaman Don Tito, el mote que se ganó en la cárcel. Da entrevistas y tiene sesiones fotográficas con revistas y periódicos. Es invitado a programas de radio, es protagonista del documental El Canadiense, de Fabián León Felipe, que ha ganado premios internacionales. También es solicitado para ser parte de otros proyectos cinematográficos. Los auditorios en centros culturales, universidades y expos donde se presenta para hablar del tatuaje y su experiencia en la cárcel tienen lleno. Uno debe agendar con tiempo una cita para platicar con él.
“Yo no imaginé que un día iba a vivir todo esto, ni que el tatuaje se iba a considerar cultura. Y veme. Aquí estoy. Pero siempre humilde”, me dice.
Estamos en la explanada de la alcaldía Iztapalapa. Compartimos una banca de cemento. Tito no tiene reparo en hablar de sus años en la cárcel de Lecumberri y el Reclusorio de Norte. Tampoco de los delitos que lo dejaron en la congeladora, como llama al penal. Tenía 17 años cuando vivió su primer arresto, el que lo llevó a Lecumberri por más de tres años, desde 1972. Era el líder de un equipo que vendía drogas en colonias del norte de la ciudad como Martín Carrera, La Villa, Gabriel Hernández y la CTM Atzacoalco. Entregaba un paquete con marihuana cuando lo detuvieron, aunque fue procesado por robo y lesiones.
El hombre está absorto en su relato. Habla de la pelea con los policías que lo detuvieron, del navajazo que le propinó a uno en la cabeza, de la golpiza que le dieron. De pronto una voz lo interrumpe, voltea a ver a Sandra, su compañera de vida de unos 50 años. La mujer no deja de observarlo con una mirada de reprobación.
—Así fueron las cosas —se justifica Tito con un tono de voz suave— es historia viva, Mami.
—Sí. Pero tú habías quedado que ya no ibas a hablar de eso.
—Sí, que ya no. Pero ya se lo platiqué.
La gente que está sentada en la banca de enfrente escucha disimuladamente. Fingen mirar hacia otro lado. Estamos hablando de los tatuajes, les comenta el Colombiano. Muestran algo de incomodidad. Después de unos minutos se van. Huyen. Tito no se da cuenta. Él está concentrado narrando su vida. ¿A quién no le gusta hablar de sí mismo?
***
Tito me habla de su arribo a México cuando tenía 12 años. Sus padres falsos lo cuidaban. Él era una mula. En su estómago traía cápsulas con cocaína hechas con los dedos de un guante de látex. Lo entrenaron haciéndolo pasar uvas enteras para que reprimiera el reflejo del vómito. Después de un mes estuvo listo. Llegó a Nayarit y con un vomitivo lo hicieron expulsar el cargamento.
—Yo era parte de un equipo de allá, de Cartagena.
—¿Te acuerdas de cuál?
—No me acuerdo bien. Es que entre menos sepas, mejor.
Tras la entrega Tito se fugó. Si regresaba a Colombia lo volverían a cargar y en el trayecto sería detenido por la policía, o moriría si los jugos de su estómago perforaban los envoltorios con el polvo blanco. Como pudo llegó a Mexicali. Ahí los locales de tatuaje llamaron su atención, aunque nadie le hacía uno porque era menor de edad. Aprendió un oficio que se le parece: pintar autos tunning. Dibujar montañas, llamaradas y otras figuras se le daba bien. Cruzaba la frontera, a Calexico, para comprar pintura y materiales que le encargaban. Un día cruzó y no se detuvo. Llegó hasta Las Dakotas. Ahí se enamoró.
El cuerpo de Tito está tatuado. Señala la serpiente emplumada que trae en el brazo y que se une, sin que lo haya planeado, con otra serpiente que sobresale de su costado. También destaca la rosa negra de su mano derecha y la máquina que él diseñó dibujada en su espalda. De la treintena de tatuajes que carga prefiere el primero: una india que inicia en el pecho y termina en el abdomen.
Cuando llegó a Las Dakotas conoció a Rosario, una mujer de cuna sioux. El chico de 13 años quedó impactado con los rasgos de la muchacha: los ojos casi rasgados, la nariz recta, los labios delgados, el mentón ovalado, el cabello largo, la mirada profunda. Empezaron a salir y luego se fueron a vivir juntos a un tipi dentro de una reserva. Meses después nació su hijo, el primero de los 16 que el hombre asegura tener. Tito aún guarda en la mente la imagen de Rosario cargando a la cría en la espalda a la usanza de los sioux, con pieles, plumajes, atrapasueños y otros amuletos hechos por la abuela para que lo protegieran. Un día los muchachos fueron a Nueva York. Eran los años 60 y los Rolling Stones tocarían en Central Park. Entre la multitud Tito y Rosario se perdieron. Migración vio al chico solo y lo detuvo. Cuando lo escucharon hablar espanglish lo deportaron a Tijuana. Ahí conoció a gente que le habló de Tepito y la Ciudad de México. Entonces se movió hacia la capital del país y se instaló en la colonia Martín Carrera. No volvió a ver a Rosario.
Por eso cuando cayó en Lecumberri y conoció a Miguel, el hombre que le enseñó el arte del tatuaje en la cárcel, lo primero que le pidió fue que le hiciera una india. ¿Pequeña?, preguntó el sujeto. Yo quiero una grande. ¿Y vas a aguantar? Sí, sí aguanto.
Miguel comenzó a hacer la tinta. Quemó peines de plástico y atrapó el humo con una madera. Raspó el hollín con una navaja de rasurar, lo mezcló con agua, champú y pasta de dientes. Sacó sus agujas, las mojó en esa tinta y comenzó a pigmentar la piel de Tito, punto por punto, hasta crear la imagen de una mujer con un par de plumas sobre el cabello, aretes largos, pulsera, collar y una blusa parecida a la vestimenta de las indígenas del viejo Oeste. Aunque también recuerda a las mujeres aztecas de los calendarios ilustrados por Jesús Helguera en los años 40 y 50. Luego de mucho tiempo, consiguió su primer tatuaje y encontró un oficio: el de tatuador.
—¿Ahí también hiciste tu primera máquina?, le pregunté.
—No. Fue en el Reclusorio Norte.
***
A su salida de Lecumberri, Tito regresó a Martín Carrera. Volvió a formar una banda y de nuevo se posicionó en el negocio de la venta de drogas y armas. A finales de los 80, un grupo de colombianos le planteó un negocio: asaltar una camioneta de valores. El día del atraco siguieron el plan que trazaron, solo que no contaron con que policías vestidos de civil protegían la empresa de donde salía el transporte blindado. Los dos bandos comenzaron a soltar balas. Dos custodios murieron, un colombiano también. Otros dos resultaron heridos. A Tito le metieron cinco balazos. Los siguientes 25 años los pasó en el Reclusorio Norte.
Era 1989 cuando decidió dedicarse de lleno al oficio que siempre le llamó: el de tatuador. La entrada de sus cómplices al reclusorio lo ayudó a tener cierta posición, así que comenzó a negociar con el director del penal para que lo dejara trabajar.
—¿Quién era el director?
—No recuerdo.
Tito ríe. Evade dar el nombre del general Salvador López Portillo Leal quien era director del Reclusorio Norte por aquel entonces. Tampoco aclara si aceptó dinero o no.
Tito dio a un custodio dinero para que le trajera una grabadora pequeña. Le quitó el motor y el resto lo echó a la basura. De una jeringa de vidrió que se llevó de la enfermería obtuvo la pequeña salida de metal donde se inserta el punzón para la medicina. Luego consiguió un lapicero y como aguja utilizó el metal que recubría la cuerda de una guitarra que le vendió otro interno por cinco pesos. La lijó en el piso y la dejó fina. Amarró el motor con hilo de cáñamo. Se conectó a un cable que pasaba por la celda. Hizo tierra con otro cable, sal de grano y un vaso con agua y encendió el aparato. Su máquina canadiense —canera, carcelaria— funcionó.
“Es el principio de las máquinas rotativas, esas alemanas que ahora cuestan como 30 mil pesos. Yo sigo trabajando con mis máquinas. Puedo hacer una con un encendedor”, me dice con orgullo mientras me muestra la que tiene tatuada en la espalda.
***
Camino con Tito por la colonia Vallejo.
Nos dirigimos a un gimnasio callejero donde los atletas urbanos del barrio entrenan en estructuras de barras y tubos. Valle de los mamados le llaman a estos lugares. El nombre se ha trasladado de la cárcel a la calle. Tito se acerca a los cuatro atletas que se ejercitan. Dan la mano y el puño como saludo.
Se quita la playera de tirantes ajustada que usa. Para ejercitarse le es suficiente el torso desnudo, un pantalón de mezclilla y tenis. Aunque rebasa los 60 años, Tito tiene un cuerpo fuerte y marcado. Se acostumbró al ejercicio en la cárcel. También le ayuda no beber alcohol ni consumir drogas. Fue suficiente la droga que tragó cuando fue “mula”. Tito mueve los brazos de arriba abajo y hacia los costados para calentar. Luego frota sus manos en los tubos para quitarles el sudor y comienza a subir solo con sus brazos una escalera inclinada de unos seis metros de alto. Llega a la cima y desciende de la misma forma. Su cuerpo se mantiene vertical todo el tiempo. La fuerza esta en el abdomen.
“¡Vas!”, me dice mientras estira los brazos para relajarlos. Me dirijo a una escalera más chica, menos de la mitad de la que usó Tito. Comienzo a subir. Mis brazos no tienen fuerza. Apenas mis pies abandonan el piso un metro. Me bajo apenado. “Poco a poco”, me dice el tatuador.
Tito me cuenta que salió de la cárcel en 2011. Era de madrugada. En el reclusorio pudo ahorrar dinero, más o menos 35 mil pesos, gracias al trabajo de tatuador. Se iba a ir a un hotel cuando vio que sobre la calle lo esperaba uno de sus hijos. Se fue con él a una casa por el rumbo de La Raza donde lo esperaba una de sus parejas sentimentales. Cuando llegó a la vivienda se encerró. Solo se asomaba por la ventana, veía la calle pero no salía. Tenía miedo. Por 25 años tuvo que obedecer la orden de “¡lista!”, tomar precauciones con el azote de la reja de la celda, escuchar el grito de algún preso al que golpeaban en medio de la noche. Todos esos ruidos lo acompañaban y se despertaba con la misma sensación de alerta que en los días de encierro. Se sentía desubicado, paranoico. Como el dinero que traía no le iba a durar siempre, comenzó a tatuar dentro de su casa. Solo ahí se sentía seguro.
Un día salió a la puerta principal. Luego de unas semanas caminó unos metros. Cada vez iba aumentando la distancia. Hasta que cinco meses después llegó al tianguis de La Raza y comenzó a vender y a tatuar. Sin embargo, en ocasiones dejaba el puesto. Le regresaba la ansiedad al cuerpo. “Ahorita regreso, mamacita, me voy a la casa”, le decía a su mujer. Tito ingresaba sin mirar atrás, de prisa. Se dirigía al espejo. “¡¿Qué te pasa, pendejo?!”, le reclamaba a su reflejo con furia. Luego de unas horas se tranquilizaba y regresaba al tianguis por sus cosas.
Una vez vio un anuncio en el periódico. Ford solicitaba un maestro pintor. Tito fue a conseguir el trabajo. Pasó todos los exámenes. Estaba seguro que le darían el empleo. En la entrevista le preguntaron si tenía tatuajes. Él contestó que sí. Le dijeron que se quitara la camisa. La respuesta de sus sinodales fue que no podía trabajar con ellos por política de la empresa.
Pasaron tres años. Un domingo mientras estaba en su estudio ambulante se acercaron tres sujetos. Tito estaba tatuando. De reojo vio que ellos también tenían el cuerpo dibujado y uno traía el pelo pintado de morado. Estaba atento a sus movimientos, una costumbre de la cárcel. Uno, el de cabello chino, comenzó a examinar los diseños en esténcil. Cuando el Colombiano terminó de atender a su cliente uno de ellos habló. ¿Es usted don Tito? Sí, ¿cuál es la idea? Es que nos dijeron que usted estaba aquí. En seguida Tito se puso de pie. Si tenía que pelear lo iba a hacer. Para eso fortalecía su cuerpo en las barras del parque. Antes de soltar un golpe hizo una oferta: “¿Qué, un tatuajito?”.
Los tatuadores Chino de Tepito, Chacal y Pato estaban organizando una exposición sobre el tatuaje en el Museo del Tatuaje, por el rumbo de Insurgentes. A sus oídos llegó el rumor que en el tianguis de La Raza tenía su estudio un ex convicto que tatuaba en Lecumberri.
¿En cuánto me vende este diseñito?, preguntó el Chino cuando encontró un esténcil que le gustó. Te lo regalo, contestó Tito. No, cómo cree, padrino, usted es una persona que viene a trabajar. De pronto miró las máquinas fabricadas por el Colombiano. Tomó una, la revisó. ¿Y en cuánto me vende está máquina? No, qué pasó, con esa trabajo. Unas semanas después el mismo Tito llevó la máquina al Museo del Tatuaje para que fuera parte de las piezas exhibidas. El día del evento Tito cortó el listón. Ahí mismo le hicieron su primera entrevista para medios.
***
Tito camina por uno de los pasillos de Lecumberri. Es la primera vez que regresa después de 40 años. Ahora el Palacio Negro es el Archivo General de la Nación (ANG). Pasa por la que fue su celda. Trabajadores colocan en ella un caballete, algunos cuadros, una mesa de madera con pinturas y pinceles. Están montando una réplica del estudio que David Alfaro Siqueiros tuvo durante su encierro. La gente del ANG detiene a Tito un momento. Le toman una foto afuera de la celda.
El rostro del hombre no emite sonrisa. Va pensativo. Tal vez recuerda cuando compraba los periódicos La Prensa y el Esto para José Revueltas y se los aventaba para que no lo vieran los custodios. O la vez que miró a María Rojo cuando filmaron la película El Apando. O cuando Goyo Cárdenas, el asesino serial que Echeverría perdonó, le ayudó para que se resolviera su situación jurídica.
O a lo mejor le vino a la mente cuando un grupo de internos lo topó una noche y le cuestionó por qué tatuaba a puro mamá choncha—los presos que tienen el mando en el penal—. Nel, yo tatúo a todo el que me lo pida. A ver, hazme un tatuaje. Va, cámara. Esa noche terminó de trabajar a las cuatro de la mañana. No cobró un peso pero obtuvo el respeto de los presos. Orales, pinche Tito, quedó chingón. Si necesitas que matemos a alguien nos dices.
“No me lo vas a creer pero los pinches diablos vuelven a mí. Me quieren atrapar”, le dice Tito a Osvaldo Castañeda, activista a favor de las personas tatuadas que estuvieron en prisión. “¿Pero qué crees? Yo también soy un diablo más aquí. Yo viví aquí, yo estuve aquí”.
Un hombre les dice que ya es hora de empezar. Tito ingresa al auditorio principal de Lecumberri. Una centena de personas le aplauden en cuanto lo presentan. Tito comienza a contar su historia.
Cultura
Entre la obra de Hugo Rivas y Gerardo Gómez hay un nudo. Un nudo de memoria. Un nudo que se desata como un dibujo que al trazarse responde a las preocupaciones éticas y estéticas de su tiempo.
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