Crónica
Ilustración: Luis Galdámez
Como premio por un servicio brindado al gobierno del presidente Rafael Zaldívar, a fines del siglo XIX, el bardo nicaragüense acabó trabajando en la Oficina de Estadísticas, la semilla de lo que posteriormente pasó a llamarse Dirección General de Estadística y Censos (DIGESTYC).
Carlos Cañas Dinarte
Septiembre 9, 2022
El 5 de agosto de 1882 arribó Rubén Darío al puerto salvadoreño de La Libertad. Fue la primera de las dos estancias de residencia que el poeta modernista tuvo en el territorio salvadoreño.
Conocedor de los estados producidos por el alcohol en grandes cantidades, el poeta adolescente Rubén Darío (1867-1916) comenzó a malgastar el dinero que el presidente salvadoreño Dr. Rafael Zaldívar le suministraba en generosas sumas casi desde el momento de su llegada a San Salvador.
Pero la gota que derramó el vaso de ese mecenazgo fue una situación no del todo dilucidada. Según dejó anotado el propio Darío en sus memorias, lo que provocó su distanciamiento con el férreo médico y gobernante fue el intento de seducción que, en un día sin precisar de abril de 1883, el poeta quiso hacer en una cantante extranjera, quizá italiana, que se hospedaba en su mismo hotel, bella diva de una compañía itinerante de ópera que era la amante de turno del mandatario.
Sin embargo, es más probable que el verdadero motivo haya sido que Darío, quizá en estado de embriaguez, manifestó su apoyo al movimiento revolucionario que estalló en la ciudad de Santa Tecla, a las 02:00 horas del lunes 16 de abril de 1883 y de cuya dirección se culpó al Dr. Francisco Dueñas –exmandatario residente entonces en la ciudad californiana de San Francisco, donde fallecería al año siguiente– y al general ahuachapaneco Francisco Menéndez.
Frustrado el movimiento y derrotadas las decenas de insurgentes en las faldas del volcán de San Salvador, el mandatario salvadoreño procedió a la amnistía general de los sublevados –salvo de sus cabecillas–, pocos días antes de que el domingo 6 de mayo fuera descubierto el embarque de 1.200 fusiles Remington, 400,000 cartuchos, bayonetas y sables a bordo del vapor estadounidense Ounalaska, que fue capturado en el puerto sonsonateco de Acajutla.
Furioso ante ese “efecto sensacional, desvarío y locura” de su joven protegido, el mandatario le ordenó al jefe de la policía que fuera al hotel, ordenara al joven que hiciera su maleta y que lo condujera a la Escuela Normal (o Instituto de Varones) que dirigía el pedagogo, historiador, abogado y destacado masón Dr. Rafael Reyes (1847-1908), “hombre suave, insinuante, con habilidad indígena, culto y malicioso”.
Esta institución de enseñanza secundaria fue abierta al público el 1 de febrero de 1878 y estaba situada, según el Diario Oficial, en la “casa alta de esquina del Lic. Manuel Guevara, calle de Candelaria [actual avenida Cuscatlán], frente a la Imprenta Nacional”, cercana a la que después sería la Estación del Ferrocarril de Santa Tecla, por el cine París y el Mercado Central.
La biblioteca del centro educativo, conocida como Le Petit Trianon, igual que el palacete de la reina austro-francesa María Antonieta, estaba compuesta por las ricas colecciones del propio doctor Reyes y de su suegro, el abogado, ingeniero y matemático Dr. Ireneo Chacón Peña (1829-1883), respetado por el astrónomo y escritor francés Camille Flammarion (1842-1925, “el poeta de la astronomía”, como lo definió el bardo mexicano Amado Nervo).
Sin dinero e interno en reclusión casi carcelaria, Darío, “el ser más antipedagógico del mundo”, fue puesto al servicio docente de la segunda generación de normalistas (1881-1883) en las materias de lengua castellana y retórica, que impartía con ejemplos surgidos de su propia cosecha, a la vez que se dedicaba a experimentar, de manera aficionada, con la hipnosis y asesoraba declaraciones y cartas de amor.
Pocas semanas transcurrieron en esa “detención pedagógica” cuando el poeta y funcionario Joaquín Méndez Bonet buscó reorientar a Darío dentro de la esfera del influjo presidencial, por lo que lo incitó a que le dedicara un poema al rencoroso y poco unionista mandatario. En estrofas de doce versos, cada uno de siete sílabas, ve la luz pública, en junio del mismo año, la Alegoría dariana al Dr. Zaldívar, composición laudatoria cuyo efecto favorable le llega a Darío casi de inmediato.
Para esos momentos, un movimiento inesperado se produciría en la vida del poeta aún recluido en aquel colegio sansalvadoreño. La causa de ese giro vital provendría del seno mismo de la política salvadoreña y de sus relaciones internacionales. El 10 de agosto de 1882, Rafael Seijas –el ministro de Relaciones Exteriores del gobierno venezolano, presidido por el general Antonio Guzmán Blanco– envió la circular diplomática número 872 a diversos países latinoamericanos, para invitarlos a participar en las celebraciones continentales por el centenario natal del general y libertador suramericano Simón Bolívar, que se desarrollarían en julio del año siguiente.
En el caso de El Salvador, la nota fue recibida por el Dr. Salvador Gallegos, homólogo de Seijas en el gabinete del Dr. Zaldívar, quien remitió su respuesta afirmativa con una carta fechada el 9 de noviembre de 1882. Para entonces, los gobiernos salvadoreño y venezolano se encontraban en las discusiones para firmar varios convenios consulares y tratados comerciales y de navegación. Cualquier gesto en homenaje al Libertador Bolívar sería favorable para esa causa, por lo que el mandatario ordenó sacar de su encierro a Darío, a quien le fue comprado su primer frac, adquirido en el almacén capitalino de los señores Blanco y Lozano, a quienes les fue diseñado a última hora por la Sastrería Francesa de Pedro A. Viaud.
Con ese traje de lujo, Darío participó en la velada cívica nocturna que, con ocasión del primer centenario natal de Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar y Palacios, se desarrolló el 24 de julio de 1883 en el primer Teatro Nacional de San Salvador (1868-1910).
En tanto que su amigo Francisco Gavidia dio a conocer su Oda al Libertador (después retitulada Ante el Odeón: centenario de Bolívar), Darío leyó su oda Al Libertador Bolívar, compuesta por 51 estrofas de cinco versos cada una, en numeración romana del I al LI, la cual fue impresa por el gobierno en formato de folleto pocas semanas después.
Además, Darío redactó la letra para un Himno a Bolívar –con música de su admirado Giovanni Enrico Aberle (1846-1930)–, que fue interpretado por las bandas marciales al caer la tarde del 24, en la Plaza de Armas, frente al Palacio Municipal de San Salvador (construido por José Dolores Melara, fue inaugurado el 15 de septiembre de 1879), luego del desfile cívico y la parada militar efectuada en aquel solar público:
¡Gloria al genio! A la faz de la tierra
de su Idea corramos en pos,
que en su brazo hay ardores de guerra
y en su frente vislumbres de Dios.
¡Epopeya! No pinta la estrofa
del gran héroe la espléndida talla,
que en su airoso corcel de batalla
es su escudo firmeza y verdad.
Y subiendo la cima del Ande,
asomado al fulgor infinito
coronado de luz lanzó un grito
que resuena doquier: ¡Libertad!
Como respuesta ante el homenaje nacional tributado a Bolívar, las discusiones para los convenios y tratados pendientes fueron concluidas, con éxito, un mes más tarde, el 27 de agosto de 1883.
El convenio consular y el tratado de comercio y navegación entre Venezuela y El Salvador fueron aprobados por el gobierno de esa nación sudamericana el 5 de septiembre de ese mismo año.
Una vez más, política, poesía y astucia fueron las armas empleadas por el Dr. Zaldívar y su equipo de asesores.
Según testimonio del escritor Enrique Cañas (Rubén Darío en Centro América, revista Actualidades, San Salvador, año I, no. 8, agosto de 1915, págs. 2-4), quien conoció al poeta nicaragüense en sus mocedades, Darío recibió una pequeña recompensa de las otrora dadivosas manos presidenciales, pues en premio a su labor poética “se pensó en darle un empleo. Y se le dio. Fue nombrado escribiente de la Oficina de Estadísticas, de la que era director el sabio e ilustre matemático Dr. Santiago I. Barberena.
Darío llegó a la oficina como quien va al cadalso. El pobre muchacho no entendía ni jota de esa ocupación. ¡Escribiente! Él no sabía qué profesión era esa, ni qué era lo que tenía que escribir. Pero un día se presentó en la oficina. Y escribió. Pero escribió versos. Al revés y al margen de las notas que se cruzaban entre esta oficina y otras que con ella se relacionaban. Y aquello era un mar de versos. Versos en las hojas blancas de los libros, versos en los espacios en blanco que dejaban los cálculos matemáticos del doctor Barberena. El sabio maestro se reía del muchacho. Siempre bondadoso, más aún con los buenos talentos, le toleraba y le quería”.
En este 2022, aquella oficina ha sido cesada en sus funciones, tras muchos años de operar bajo el nombre de Dirección General de Estadística y Censos (DIGESTYC).
Dentro de ese recuerdo de Enrique Cañas, el nombre y apellidos del Dr. Barberena resultan erróneos, pues el fundador y director de la Oficina Central de Estadística desde la emisión del acuerdo ejecutivo del 5 de noviembre de 1881 fue el Dr. Marcos A. Alfaro, quien pocos años después fue reemplazado por el Dr. Pedro Arévalo Mora y por el Dr. Rafael Reyes. Lo que sí puede haber sido elemento determinante en ese nombramiento temporal de Darío fue que el subdirector de esa institución fue, por breve tiempo, el escritor y periodista Román Mayorga Rivas (1862-1925), pariente suyo y amigo por razones literarias, fundador del importantísimo Diario del Salvador (San Salvador, 1895-1934), impreso en formato estándar inglés.
Casi con total seguridad, esos manuscritos versos juveniles de Darío se perdieron en el incendio del primer Palacio Nacional, en la noche del 19 y madrugada del 20 de noviembre de 1889, cuando ardieron los archivos y la documentación corriente de casi todas las oficinas públicas salvadoreñas, alojadas de manera centralizada en esa sede gubernamental, inaugurada en 1867.
Meses después, ya enfocado el dictatorial Dr. Zaldívar en su reelección –por la que resultaría “popularmente electo” para el período presidencial comprendido entre el viernes 1 de febrero de 1884 y las mismas fechas de 1888–, dejó en el más completo olvido a su poeta protegido.
Con el berrinche por respuesta, el joven literato nicaragüense se unió con su homólogo salvadoreño Felipe Hernández Blanco (hijo del general Luciano “Gato” Hernández) para atacar al gobierno zaldivarista mediante el pequeño periódico El Microscopio, que ambos dirigían en San Salvador y cuyo título derivaba de su intención de examinar, con intención casi clínica, los más pequeños detalles de la gestión gubernamental, lo cual no debió haberle caído nada en gracia al mandatario.
Eso dio al traste con la beca hacia la capital francesa, que estaba siendo tramitada para Darío por el propio general Hernández, en oficios dirigidos ante el Ministerio de Instrucción Pública de la república salvadoreña. Pocas semanas después, Darío casi moriría a causa de la viruela, de la que fue tratado en una casa particular en Santa Tecla.
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