Cultura
Ilustración: Luis Galdámez
José Argüello Lacayo*
Agosto 23, 2024
A inicios de la década de 2000, Radio Universidad de la UCA de Managua divulgó una serie de entrevistas de José Argüello Lacayo a Claribel Alegría. Hemos retomado los audios, los cuales publicamos en formato de podcast, uno en cada edición de Espacio Revista y, además, ofrecemos la versión escrita. En cada una Claribel conversa sobre grandes de la literatura, como Juan Ramón Jiménez, José Vasconcelos, Roque Dalton y Juan Rulfo, entre otros. Esta vez publicamos la entrevista en la que habló sobre Juan Rulfo.
José Argüello: Juan Rulfo nació en 1918 y murió en 1986. Es un autor latinoamericano nacido en México, que logró celebridad con una obra literaria de apenas unas 300 páginas. Durante toda su vida publicó solamente dos libros: Pedro Páramo y El llano en llamas. Son relatos angustiosos, de intenso dramatismo que evocan un mundo campesino marcado por la violencia. De 1922 a 1930, confesó Rulfo en una ocasión, «solo conocí la muerte». Eran los años de la guerra cristera en México, y Rulfo, a sus seis años, padeció el asesinato de su padre. Poco después fueron asesinados dos tíos suyos y su abuelo murió de tristeza. Cuatro años después de la muerte de su padre, murió también su madre. En su obra literaria, Rulfo recrea el mundo de los muertos y recrea ese mundo campesino marcado por la violencia. Era un hombre sencillo y sin alardes. Claribel, ¿cómo era el Rulfo que conociste? ¿Y dónde se encontraron?
Claribel: Mira, esto fue en el año 1951, en México. Tito Monterrosa fue el que nos presentó a nosotros a Rulfo. Rulfo trabajaba, en esos días, en la Goodyear, y era totalmente desconocido. Me acuerdo que era muy tímido, hablaba quedito, pero todo lo que decía era de mucho peso. Era arisco, tenía muy pocos amigos. Le fascinaba la música. Decía él que él era como un búho, un ave nocturna que por las noches leía, escribía y oía música. Le encantaban los cantos gregorianos. Cuando nosotros nos fuimos de México, él me regaló un disco maravilloso, de esos discos grandes que se usaban entonces, con cantos gregorianos.
Nos hicimos buenos amigos. ¡Qué suerte! Le caímos bien y llegaba a mi casa una o dos veces por semana; conversábamos largo y tendido. Entonces él escribía su primer libro que se llama El llano en llamas, un libro de cuentos maravillosos, y nos leía cuentos. Leía muy bien, siempre con su voz quedita, sin alardes, pero muy bien; leía con mucho sentimiento. Y después nos preguntaba con una gran humildad que qué nos parecían esos cuentos, que si se podrían publicar. Bud, mi marido, le decía: ¡Pero por Dios! ¡Esos son cuentos maravillosos, Rulfo! ¡Claro que hay que publicarlos! Y Bud le tradujo para esa antología de que yo ya hablé antes, la antología de escritores y poetas latinoamericanos; tradujo al inglés un cuento suyo que a mí me encanta, que se llama «Talpa». Pero Rulfo se sentía así, literariamente inseguro. Era de una gran humildad.
Conocía México profundamente. Yo nunca he conocido a alguien que haya conocido México tan profundamente como él. Y a él le encantaban las iglesias coloniales. Le encantaban todos los tesoros indígenas. Y a Bud y a mí él nos hizo conocer muchísimo de México.
Era un gran fotógrafo (Rulfo)… tenía fotografías de todo lo que a él le encantaba de México.
José Argüello: Eso se refleja en sus fotografías, porque además de escritor era también fotógrafo.
Claribel: Era un gran fotógrafo y tenía muchas fotografías de todo lo que a él le encantaba de México, de muchísimos lugares. Creo que tengo un libro maravilloso de fotografías suyas, tú lo conoces…
José Argüello: Sí, lo estuve viendo hoy precisamente antes de la grabación.
Claribel: Y sabes que a él le encantaba también retratar iglesias, le encantaban las pirámides, las mujeres lindas. Una de sus modelos principales fue su mujer, Clara. Una mujer muy, muy bella. Él era casado y tenía tres hijos. Uno de sus hijos es pintor, y Rulfo era muy estudioso de la antropología.
Pues cuando él trabajaba en la Goodyear, nos llevaba a conocer y nos decía: «Ya pronto van a pasar las aplanadores ahí cerca, donde están las pirámides del Sol y de la Luna. Vengan conmigo antes de que pasen y aplasten todos los tesoros que hay ahí; vamos nosotros a escarbar». Íbamos Tito Monterroso, Rulfo, Bud y yo, y entonces nos poníamos a escarbar. Yo tengo algunos ídolos pequeños, cabezas de ídolos que tú conoces y que son una maravilla; fueron recogidos ahí con Juan Rulfo.
José Argüello: ¿Excavaban juntos cerca de las pirámides de México?
Claribel: Exactamente; sí.
José Argüello: ¿Y él en ese momento dónde trabajaba?
Claribel: Él trabajaba en ese momento en Goodyear. Después ya pasó a trabajar —pero yo ya me había ido de México—, al Instituto Indígena.
José Argüello: ¿Se dedicó a la antropología?
Claribel: Mucho, muchísimo, le gustaba muchísimo. Y era una maravilla ir con él. Por ejemplo, hay un museo de antropología en México, que es algo increíble, de los mejores que hay en el mundo. Me acuerdo de eso, ya no cuando nosotros vivíamos en México, sino que cuando pasábamos por México, porque hicimos varios viajes y siempre nos veíamos; siempre fue una una relación muy estrecha. Era una maravilla ir con él a ese museo porque sabía tanto, pero él lo decía como que si nada; nunca hizo alarde de su gran cultura. Tenía una cultura excepcional Juan Rulfo.
Rulfo casi no deja nada al azar. Sus relatos están construidos en una base muy sólida.
José Argüello: Entonces, en ese momento en que ustedes se trataron e intimaron con él, no era todavía un escritor reconocido.
Claribel: En absoluto. Todavía no había publicado nada, y me hablaba con una admiración enorme de Salarrué. Me decía: «Es que a Salarrué lo tenemos que dar a conocer más. Salarrué es uno de los clásicos de nuestra literatura». «Él es mi gran maestro», decía.
José Argüello: Saber eso es muy importante, porque Rulfo ha adquirido reconocimiento latinoamericano, pero Salarrué todavía no es muy conocido en América del Sur.
Claribel: Así es.
José Argüello: ¿Recuerdas a otros escritores que él haya leído con entusiasmo?
Claribel: Sí, además de Salarrué, ¡claro!, a Faulkner. Le fascinaba Faulkner. Y, entre los mexicanos, leía mucho a Azuela, leía mucho a Agustín Yáñez, y después, al argentino Cortázar, que le fascinaba. En esos momentos, cuando yo estaba viviendo todavía en México, Cortázar había publicado ya su Bestiario (1951), que fue el primer libro que publicó Cortázar, y a Juan Rulfo le fascinaban sus cuentos.
José Argüello: Rulfo en una ocasión dijo que él se había nutrido leyendo a los antiguos cronistas coloniales. De ahí, decía, arranca lo que hoy se llama «lo real maravilloso». Esto es muy curioso, porque recuerdo también el caso de Dostoievsky, que se nutría leyendo a los historiadores griegos y al gran historiador alemán Ranke. Muchas veces los novelistas y narradores se nutren de las crónicas históricas.
García Márquez apreció muchísimo a Rulfo. Dijo, incluso, que le señaló la ruta narrativa a seguir en su obra, y que solo Kafka, con su Metamorfosis, lo había conmocionado tanto. ¿Podrías comentarnos los relatos de Rulfo?
En Pedro Páramo los fantasmas se agitan, los fantasmas se confiesan. Pero uno se pregunta después: ¿son los fantasmas o son sus recuerdos?
Claribel: Sí, hasta donde yo puedo te voy a decir. Creo que tanto en sus cuentos como en su novela, Rulfo casi no deja nada al azar. Sus relatos están construidos en una base muy sólida. Usa las palabras necesarias, nada más. Es austero en su lenguaje. No es descriptivo. El paisaje no es un factor determinante y el autor, así como en Salarrué, se esconde, desaparece detrás de sus relatos.
Rulfo era un hombre muy culto, pero él es un novelista regional. Por eso es que Salarrué también le gustaba tantísimo. El narrador habla en voz queda, como el hombre Rulfo. En Pedro Páramo los fantasmas se agitan, los fantasmas se confiesan. Pero uno se pregunta después: ¿son los fantasmas o son sus recuerdos?
Decía Rulfo siempre que la única muerte es el olvido. El estilo de Rulfo es muy sencillo, no tiene complicaciones. Según él —eso se lo oí repetirlo varias veces—, para escribir un buen cuento hay que crear al personaje, crear el ambiente, sentir cómo van a hablar los personajes, y luego mentir, inventar.
Les voy a leer uno de los cuentos de El Llano en llamas, que a mí me gusta mucho. Se llama «¿No oyes ladrar los perros?»:
Claribel lee el cuento de Rulfo “¿No oyes ladrar los perros?”, de El Llano en llamas:
—Tú que vas allá arriba, Ignacio, dime si no oyes alguna señal de algo o si ves alguna luz en alguna parte.
—No se ve nada.
—Ya debemos estar cerca.
—Sí, pero no se oye nada.
—Mira bien.
—No se ve nada.
—Pobre de ti, Ignacio.
La sombra larga y negra de los hombres siguió moviéndose de arriba abajo, trepándose a las piedras, disminuyendo y creciendo según avanzaba por la orilla del arroyo. Era una sola sombra, tambaleante.
La luna venía saliendo de la tierra, como una llamarada redonda.
—Ya debemos estar llegando a ese pueblo, Ignacio. Tú que llevas las orejas de fuera, fíjate a ver si no oyes ladrar los perros. Acuérdate que nos dijeron que Tonaya estaba detrasito del monte. Y desde qué horas que hemos dejado el monte. Acuérdate, Ignacio.
—Sí, pero no veo rastro de nada.
—Me estoy cansando.
—Bájame.
El viejo se fue reculando hasta encontrarse con el paredón y se recargó allí, sin soltar la carga de sus hombros. Aunque se le doblaban las piernas, no quería sentarse, porque después no hubiera podido levantar el cuerpo de su hijo, al que allá atrás, horas antes, le habían ayudado a echárselo a la espalda. Y así lo había traído desde entonces.
—¿Cómo te sientes?
—Mal.
Hablaba poco. Cada vez menos. En ratos parecía dormir. En ratos parecía tener frío. Temblaba. Sabía cuándo le agarraba a su hijo el temblor por las sacudidas que le daba, y porque los pies se le encajaban en los ijares como espuelas. Luego las manos del hijo, que traía trabadas en su pescuezo, le zarandeaban la cabeza como si fuera una sonaja. Él apretaba los dientes para no morderse la lengua y cuando acababa aquello le preguntaba:
—¿Te duele mucho?
—Algo —contestaba él.
Primero le había dicho: «Apéame aquí… Déjame aquí… Vete tú solo. Yo te alcanzaré mañana o en cuanto me reponga un poco». Se lo había dicho como cincuenta veces. Ahora ni siquiera eso decía. Allí estaba la luna. Enfrente de ellos. Una luna grande y colorada que les llenaba de luz los ojos y que estiraba y oscurecía más su sombra sobre la tierra.
—No veo ya por dónde voy —decía él. Pero nadie le contestaba.
El otro iba allá arriba, todo iluminado por la luna, con su cara descolorida, sin sangre, reflejando una luz opaca. Y él acá abajo.
—¿Me oíste, Ignacio? Te digo que no veo bien.
Y el otro se quedaba callado.
Siguió caminando, a tropezones. Encogía el cuerpo y luego se enderezaba para volver a tropezar de nuevo.
—Este no es ningún camino. Nos dijeron que detrás del cerro estaba Tonaya. Ya hemos pasado el cerro. Y Tonaya no se ve, ni se oye ningún ruido que nos diga que está cerca. ¿Por qué no quieres decirme qué ves, tú que vas allá arriba, Ignacio?
—Bájame, padre.
—¿Te sientes mal?
—Sí.
—Te llevaré a Tonaya a como dé lugar. Allí encontraré quien te cuide. Dicen que allí hay un doctor. Yo te llevaré con él. Te he traído cargando desde hace horas y no te dejaré tirado aquí para que acaben contigo quienes sean.
Se tambaleó un poco. Dio dos o tres pasos de lado y volvió a enderezarse.
—Te llevaré a Tonaya.
—Bájame.
Su voz se hizo quedita, apenas murmurada:
—Quiero acostarme un rato.
—Duérmete allí arriba. Al cabo te llevo bien agarrado.
La luna iba subiendo, casi azul, sobre un cielo claro. La cara del viejo, mojada en sudor, se llenó de luz. Escondió los ojos para no mirar de frente, ya que no podía agachar la cabeza agarrotada entre las manos de su hijo.
—Todo esto que hago, no lo hago por usted. Lo hago por su difunta madre. Porque usted fue su hijo. Por eso lo hago. Ella me reconvendría si yo lo hubiera dejado tirado allí, donde lo encontré, y no lo hubiera recogido para llevarlo a que lo curen, como estoy haciéndolo. Es ella la que me da ánimos, no usted. Comenzando porque a usted no le debo más que puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas.
Sudaba al hablar. Pero el viento de la noche le secaba el sudor. Y sobre el sudor seco, volvía a sudar.
—Me derrengaré, pero llegaré con usted a Tonaya, para que le alivien esas heridas que le han hecho. Y estoy seguro de que, en cuanto se siente usted bien, volverá a sus malos pasos. Eso ya no me importa. Con tal que se vaya lejos, donde yo no vuelva a saber de usted. Con tal de eso… Porque para mí usted ya no es mi hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he maldecido. He dicho: «¡Qué se le pudra en los riñones la sangre que yo le di!». Lo dije desde que supe que usted andaba trajinando por los caminos, viviendo del robo y matando gente… Y gente buena. Y si no, allí está mi compadre Tranquilino. El que lo bautizó a usted. El que le dio su nombre. A él también le tocó la mala suerte de encontrarse con usted. Desde entonces dije: «Ese no puede ser mi hijo».
—Mira a ver si ya ves algo. O si oyes algo. Tú que puedes hacerlo desde allá arriba, porque yo me siento sordo.
—No veo nada.
—Peor para ti, Ignacio.
—Tengo sed.
—¡Aguántate! Ya debemos estar cerca. Lo que pasa es que ya es muy noche y han de haber apagado la luz en el pueblo. Pero al menos debías de oír si ladran los perros. Haz por oír.
—Dame agua.
—Aquí no hay agua. No hay más que piedras. Aguántate. Y aunque la hubiera, no te bajaría a tomar agua. Nadie me ayudaría a subirte otra vez y yo solo no puedo.
—Tengo mucha sed y mucho sueño.
—Me acuerdo cuando naciste. Así eras entonces. Despertabas con hambre y comías para volver a dormirte. Y tu madre te daba agua, porque ya te habías acabado la leche de ella. No tenías llenadero. Y eras muy rabioso. Nunca pensé que con el tiempo se te fuera a subir aquella rabia a la cabeza… Pero así fue. Tu madre, que descanse en paz, quería que te criaras fuerte. Creía que cuando tú crecieras irías a ser su sostén. No te tuvo más que a ti. El otro hijo que iba a tener la mató. Y tú la hubieras matado otra vez si ella estuviera viva a estas alturas.
Sintió que el hombre aquel que llevaba sobre sus hombros dejó de apretar las rodillas y comenzó a soltar los pies, balanceándolo de un lado para otro. Y le pareció que la cabeza; allá arriba, se sacudía como si sollozara.
Sobre su cabello sintió que caían gruesas gotas, como de lágrimas.
—¿Lloras, Ignacio? Lo hace llorar a usted el recuerdo de su madre, ¿verdad? Pero nunca hizo usted nada por ella. Nos pagó siempre mal. Parece que en lugar de cariño, le hubiéramos retacado el cuerpo de maldad. ¿Y ya ve? Ahora lo han herido. ¿Qué pasó con sus amigos? Los mataron a todos. Pero ellos no tenían a nadie. Ellos bien hubieran podido decir: «No tenemos a quién darle nuestra lástima». ¿Pero usted, Ignacio?
Allí estaba ya el pueblo. Vio brillar los tejados bajo la luz de la luna. Tuvo la impresión de que lo aplastaba el peso de su hijo al sentir que las corvas se le doblaban en el último esfuerzo. Al llegar al primer tejaván, se recostó sobre el pretil de la acera y soltó el cuerpo, flojo, como si lo hubieran descoyuntado.
Destrabó difícilmente los dedos con que su hijo había venido sosteniéndose de su cuello y, al quedar libre, oyó cómo por todas partes ladraban los perros.
—¿Y tú no los oías, Ignacio? —dijo. No me ayudaste ni siquiera con esta esperanza.
Radio Universidad presentó «Grandes escritores vistos por Claribel Alegría» en diálogo con José Argüello Lacallo.
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