Cultura

Ilustración: Luis Galdámez

Claribel Alegría: «Miguel Ángel Asturias era un hombre contradictorio»

José Argüello Lacayo*

Julio 12, 2024

A inicios de la década de 2000, Radio Universidad de la UCA de Managua, divulgó una serie de entrevistas de José Argüello a Claribel Alegría. Hemos retomado los audios, los cuales publicamos en formato de podcast, uno en cada edición de Espacio Revista y, además, ofrecemos la versión escrita. En cada una Claribel conversa sobre grandes de la literatura, como Juan Ramón Jiménez, José Vasconcelos, Roque Dalton y Juan Rulfo, entre otros. Esta vez publicamos la entrevista en la que habló sobre Miguel Ángel Asturias.

José Argüello: El 19 de octubre de 1967 una noticia regocijó a América Latina y, en particular, Centroamérica. Por primera vez se concedía el Premio Nobel de Literatura a un autor centroamericano: el novelista, poeta y ensayista guatemalteco Miguel Ángel Asturias, autor de Leyendas de Guatemala, El señor Presidente y Hombres de maíz, entre otras obras importantes. Asturias nació en Guatemala en 1899 y murió en Madrid el 9 de junio de 1974. Su obra hace gala de un estilo poético imaginativo, que integra los mitos y la memoria cultural de su pueblo indio guatemalteco. Emplea un lenguaje musical y metafórico. 

Claribel, ¿cuál es tu recuerdo más antiguo de Miguel Ángel Asturias?

Claribel: Miguel Ángel Asturias llegó a El Salvador de paso ahí por el año 1933. Un amigo lo llevó a casa de mis padres y ahí almorzó; lo recuerdo. Se quedaron ellos conversando y al calor de la conversación empezó él a hablar de las leyendas salvadoreñas y de las leyendas guatemaltecas y eso a mí me fascinó. Me acuerdo que me preguntó si yo conocía del Cipitío. Y yo: sí, ¡claro que conocía al Cipitío y a la Siguanaba también! Entonces él me empezó a contar de los Cadejos; le encantaban el Cadejo blanco y el Cadejo negro, pero, con una sonrisa burlona, decía que especialmente le encantaba el cadejo negro, porque era el que cuida a todos los borrachos. Y entonces me dice: «A veces se encuentra a un pobre borrachito al borde de un abismo, pero no se cae porque el cadejo negro lo está cuidando». Y es que él era, ya para entonces, un gran bohemio. Y a mí esto me picó la curiosidad para seguir leyendo de los Cadejos, de la Siguanaba…

José Argüello: ¿Qué edad tenías entonces? 

Claribel: Yo tenía nueve años entonces.

José Argüello: Era en el año mil novecientos…

Claribel: Treinta y tres, me parece…

José Argüello: Entonces Miguel Ángel andaría por los 34 años de edad…

Claribel: Por ahí, sí.

José Argüello: Él recién había compilado sus famosas Leyendas de Guatemala que se publicaron en París en 1930, con una carta de Paul Valery como prefacio. 

¿Cómo caracterizarías a Miguel Ángel Asturias como ser humano? 

Claribel: Sí, pero primero te voy a decir un poquito más de esto: el que tradujo las Leyendas de Guatemala de Miguel Ángel Asturias fue Francis de Miomandre, y luego él se las mandó a Paul Valery y Valery se quedó maravillado; decía que eran como poemas o sueños. Y entonces su carta de respuesta quedó como prólogo, y ahí fue que empezó la gran fama de Miguel Ángel Asturias. 

Como ser humano, ¿qué te diría yo? Miguel Ángel, para empezar, era físicamente era alto, bastante gordo, tenía una nariz aguileña, párpados pesados y unos labios con un rictus hacia abajo. Era un rostro maya. Él era mestizo y un hombre callado. Un hombre con cara de piedra, pero también con mucho sentido de humor. 

Él tenía muchos deseos de comprarse una casa frente al mar. Nosotros, nuestra casa, estaba entre la montaña y el mar.

Además, era un sibarita. ¡Ah, a él le encantaba paladear los vinos, saborear las comidas y en eso él y Neruda coincidían mucho! Ya ahí, a comienzos de los 70 o a fines de los 60, él y Neruda hicieron un viaje a través de Hungría, paladeando sus vinos y saboreando sus comidas. Y escribieron un libro delicioso, en que decían que Hungría era un país de mucho espíritu porque sus comidas y sus vinos eran excelentes.

José Argüello: Después de ese encuentro de tu infancia, ¿volvieron a encontrarse ustedes más tarde?

Claribel: Sí, volvimos a encontrarnos. Fue en Chile en 1954. Él y su mujer, Blanquita, estaban hospedados en casa de Pablo Neruda. Él, y yo también, estábamos encantados de volvernos a encontrar después de tantísimos años. Estuvo ahí como dos meses, y visitaba mi casa una o dos veces por semana. En ese tiempo él estaba triste, muy triste, por la caída de Arbenz, porque la primavera guatemalteca, como la había llamado Luis Cardoza y Aragón, se había terminado.

Nos fuimos una vez a Isla Negra a visitar a Neruda; era una maravilla esa casa de Neruda en Isla Negra. Yo me quedé fascinada viendo los mascarones de proa y oyéndolos hablar entre ellos y también paladeando los buenos vinos chilenos. Fue una experiencia muy bella. 

Luego, en Argentina, fue muy esporádicamente que nos vimos. Él estaba —cuando nosotros vivíamos en Argentina— escribiendo una novela y nos vimos más bien poco; luego nos volvimos a ver en Europa. Yo vivía en París y él y Blanquita, su mujer, estaban radicados en Italia. Pero en París sí fue una cosa muy linda, porque él me llevaba, por ejemplo, al restaurante La Coupole, un café-restaurante muy bello, muy famoso, en París. Y entonces él me contaba que cuando él había vivido en París, en la década de los 20 y de los 30, también había vivido allí Luis Cardoza y Aragón, otro gran escritor guatemalteco muy diferente, la otra cara de la moneda de Asturias. Y entonces ellos habían conocido a André Breton, a César Vallejo que también vivía en París, y a los surrealistas, que tuvieron un gran impacto, tanto en Luis Cardoza y Aragón como en Miguel Ángel Asturias. Fueron amigos de André Breton y todos se reunían en La Coupole para hacer sus tertulias. 

Miguel Ángel era un hombre muy contradictorio, encuentro yo. Fantásticamente contradictorio. Era comunista, pero también creyente. Era revolucionario, pero también, desgraciadamente, al final de su vida, fue embajador de Méndez Montenegro, un dictador guatemalteco.

José Argüello: Y cuando llegó a Mallorca, allá por los años 70, ¿vivían ustedes en esa época ya también en Mallorca?

Claribel: Sí, pero antes te quiero contar una cosa de París, un recuerdo que ahora se me viene a la mente. Cuando estaban en París, tenían todos ellos una vida bohemia tremenda, y una vez había una exposición de lo que el alcohol le hace al hígado. Y empezaron a ver la exposición de cuando el hígado está sano y cómo después el alcohol va carcomiendo el hígado, y era una cosa espantosa. Entonces se asustaron mucho y dijeron: «¡No, no! Mejor lo vamos a ver al revés» (ríe), y empezaron a verlo del final para adelante…

José Argüello: Como regeneración.

Claribel: Exactamente, de regeneración. Los Asturias llegaron a Mallorca más o menos por el año 69 y creo que todavía vivían en Roma; ya no me acuerdo si en Roma o en París, aunque me parece que en Roma. Y entonces nosotros estábamos recién mudados a nuestra casa de Mallorca, en Can Blau, Dejá. Y me acuerdo que Miguel Ángel me decía, riéndose, que habían llegado al café a preguntar dónde era la casa de Bud Flakoll, mi marido, y de Claribel Alegría, y nadie les supo decir. Entonces, me decía, se me iluminó el cerebro y pregunté por la casa de los padres de Eric, mi hijo, que tendría unos 12 años, y a él todo el mundo lo conocía. «¡La casa de los padres de Éric estaba a la vuelta de la esquina!” Así llegaron a Mallorca y ahí nos vimos bastante.

Él tenía muchos deseos de comprarse una casa frente al mar. Nuestra casa estaba entre la montaña y el mar, pero él me decía: «Yo quiero comprarme una casa frente al mar; quiero oír y dormir con el ruido de las olas. Quiero morir arrullado por las olas». Murió en el 74 en España, en Madrid. Y pidió que lo enterraran en París en el Père-lachaise, ahí es donde descansan sus restos.

Entre los clásicos españoles adoraba a Quevedo y siempre estaba citando El Buscón.

José Argüello: ¿Cuáles eran sus lecturas preferidas? ¿Tienes algún recuerdo en ese sentido?

Claribel: Sí, naturalmente. Él se sabía el Popol Vuh casi de memoria, pero también le fascinaba leer a los clásicos españoles. Y entre los clásicos españoles adoraba a Quevedo y siempre estaba citando El Buscón.

José Argüello: A Miguel Ángel Asturias se le ha comparado en cierta medida con Quevedo, con el Quevedo de los Sueños. En su novela Mulata de tal logró crear un mundo alucinante a través de un lenguaje prodigioso. Pero también es propio de Asturias la síntesis con el mundo indígena guatemalteco y su incorporación de la cultura popular: las fiestas, las ferias, las creencias, las ceremonias religiosas…

Claribel: …Las ceremonias religiosas; sí, yo recuerdo que él me contaba que de joven, pero ya hombre, de hombre joven, había participado en las procesiones: se cubría el rostro con aquél paño negro, se ponía el gran cucurucho, y ayudaba a cargar a los santos. Como ya dije antes, era contradictorio, comunista, pero también profundamente creyente. Y antes de que se me olvide, ahora que digo comunista, en el año 66, un año antes de recibir el Premio Nobel, él recibió el Premio Lenin de la Paz.

José Argüello: ¿De la Unión Soviética? 

Claribel: Sí 

José Argüello: ¿Cuál es la novela de Asturias que más te ha impactado?

Claribel: Sin duda alguna, Hombres de maíz. Hombres de maíz es un libro alucinante, verdaderamente alucinante. En El señor Presidente se crea un ambiente denso, con olor a suciedad, porque está lleno de orejas, de delatores, un ambiente muy triste. En cambio Hombres de maíz es como el triunfo de la vida sobre la muerte. Es un libro claro donde la realidad y la leyenda se entremezclan y tiene un lenguaje poético maravilloso. Y hay unas descripciones fabulosas de la naturaleza guatemalteca. Es un libro lleno de misterio y de espíritu.

Voy a leer ahora las tres primeras páginas de Hombres de maíz; el primer capítulo se llama «Gaspar Ilom». El hijo mayor de Miguel Ángel Asturias se llamaba Rodrigo, fue guerrillero en Guatemala y adoptó el nombre de Gaspar Ilom como nombre de guerra. 

Claribel lee un fragmento de Hombres de maíz:

—El Gaspar Ilom deja que a la tierra de Ilom le roben el sueño de los ojos.

—El Gaspar Ilom deja que a la tierra de Ilom le boten los párpados con hacha…

—El Gaspar Ilom deja que a la tierra de Ilom le chamusquen la ramazón de las pestañas con las quemas que ponen la luna color de hormiga vieja… 

El Gaspar Ilom movía la cabeza de un lado a otro. Negar, moler la acusación del suelo en que estaba dormido con su petate, su sombra y su mujer y enterrado con sus muertos y su ombligo, sin poder deshacerse de una culebra de seiscientas mil vueltas de lodo, luna, bosques, aguaceros, montañas, pájaros y retumbos que sentía alre dedor del cuerpo. 

—La tierra cae soñando de las estrellas, pero despierta en las que fueron montañas, hoy cerros pelados de Ilom, donde el guarda canta con lloro de barranco, vuela de cabeza el gavilán, anda el zompopo, gime la espumuy y duerme con su petate, su sombra y su mujer el que debía trozar los párpados a los que hachan los árboles, quemar las pestañas a los que chamuscan el monte y enfriar el cuerpo a los que atajan el agua de los ríos que corriendo duerme y no ve nada, pero atajada en las pozas abre los ojos y lo ve todo con mirada honda… 

El Gaspar se estiró, se encogió, volvió a mover la cabe za de un lado a otro para moler la acusación del suelo, atado de sueño y muerte por la culebra de seiscientas mil vueltas de lodo, luna, bosques, aguaceros, montañas, lagos, pájaros y retumbos que le martajaba los huesos hasta convertirlo en una masa de frijol negro de la que goteaba noche de profundidades. 

Y oyó, con los hoyos de sus orejas oyó:

—Conejos amarillos en el cielo, conejos amarillos en el monte, conejos amarillos en el agua guerrearán con el Gaspar. Empezará la guerra el Gaspar Ilom arrastrado por su sangre, por su río, por su habla de ñudos ciegos… 

La palabra del suelo hecha llama solar estuvo a punto quemarles las orejas de tusa a los conejos amarillos en el cielo, a los conejos amarillos en el monte, a los conejos amarillos en el agua; pero el Gaspar se fue volviendo tierra que cae de donde cae la tierra, es decir sueño que no encuentra sombra para soñar en el suelo de Ilom y nada pudo la llama solar de la voz burlada por los conejos amarillos que se pegaron a mamar en un papayal, con vertidos en papayas del monte, que se pegaron al cielo convertidos convertidos en estrellas, y se disiparon en el agua como reflejos con orejas. 

Tierra desnuda, tierra despierta, tierra maicera con sueño, el Gaspar que caía de donde cae la tierra, tierra maicera bañada por ríos de agua hedionda de tanto estar despierta, de agua verde en el desvelo de las selvas sacrificadas por el maíz hecho hombre sembrador de maíz. De entrada se llevaron los maiceros por delante con sus quemas y sus hachas, en selvas abuelas de la sombra, doscientas mil jóvenes ceibas de mil años. 

En el pasto había un mulo, sobre el mulo había un hombre y en el hombre había un muerto. Sus ojos eran sus ojos, sus manos eran sus manos, su voz era su voz, sus piernas eran sus piernas y sus pies eran sus pies para la guerra en cuanto escapara a la culebra de seiscientas mil vueltas de lodo, luna, bosques, aguaceros, montañas, lagos, pájaros y retumbos que se le había enroscado en el cuerpo. Pero cómo soltarse, cómo desatarse de la siembra, de la mujer, de los hijos, del rancho; cómo romper con el gentío alegre de los campos; cómo arrancarse para la guerra con los frijolares a media flor en los brazos, las puntas de güisquil calientitas alrededor del cuello y los pies enredados en el lazo de la faina. 

El aire de Ilom olía a tronco de árbol recién cortado con hacha, a ceniza de árbol recién quemado por la roza. 

Un remolino de lodo, luna, bosques, aguaceros, montañas, lagos, pájaros y retumbos dio vueltas y vueltas y vueltas y vueltas en torno al cacique de Ilom y mientras le pegaba el viento en las carnes y la cara y mientras la tierra que levantaba el viento le pegaba se lo tragó una media luna sin dientes, sin morderlo, sorbido del aire, como un pez pequeño. 

La tierra de Ilom olía a tronco de árbol recién cortado con hacha, a ceniza de árbol recién quemado por la roza. 

Conejos amarillos en el cielo, conejos amarillos en el agua, conejos amarillos en el monte. 

No abrió los ojos. Los tenía abiertos, amontonados en tre las pestañas. Lo golpeaba la tumbazón de los latidos. No se atrevía a moverse, a tragar saliva, a palparse el cuerpo desnudo, temeroso de encontrarse el pellejo frío y en el pellejo frío los profundos barrancos que le había babeado la serpiente.

Radio Universidad presentó «Grandes escritores vistos por Claribel Alegría» en diálogo con José Argüello Lacallo.

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