Cultura
Ilustración: Luis Galdámez
José Argüello Lacayo*
Octubre 4, 2024
A inicios de la década de 2000, Radio Universidad de la UCA de Managua divulgó una serie de entrevistas de José Argüello Lacayo a Claribel Alegría. Hemos retomado los audios, los cuales publicamos en formato de podcast, uno en cada edición de Espacio Revista y, además, ofrecemos la versión escrita. En cada una Claribel conversa sobre grandes de la literatura, como Juan Ramón Jiménez, José Vasconcelos, Roque Dalton y Juan Rulfo, entre otros. Esta vez publicamos la entrevista en la que habló sobre Julio Cortázar.
José Argüello: Nacido en Bruselas en 1914, el argentino Julio Cortázar ha sido el creador de una extensa y brillante obra narrativa en la que se combinan novedosas técnicas literarias con un lenguaje denso, lúcido y directo. Su novela Rayuela provocó en 1963 una gran conmoción en las letras latinoamericanas. Cortázar explora en su ficción los linderos entre la ensoñación y la realidad y abre a través de su escritura mundos insospechados de magia y poesía. Narrador prolífico, Cortázar fue además un vigoroso escritor testimonial con una visión crítica acerca del acontecer latinoamericano de su época. Murió en París en 1984. Claribel, 25 años de amistad con Julio no pueden resumirse en pocas palabras. ¿Dónde preferirías comenzar a contarnos de Julio?
Claribel: Voy a empezar contándoles cómo fue que Bud y yo conocimos a Julio Cortázar. Como ya les he dicho en otras entrevistas, Bud y yo preparamos una antología de poetas y cuentistas latinoamericanos para ser traducidas al inglés (New Voices of Hispanic America, Beacon Press, Boston, 1962). Juan José Arreola, un gran escritor mexicano, nos llevó a nosotros en México —te hablo del año 52, más o menos—, Bestiario, que es una colección de cuentos de Julio. Nos enamoramos de Bestiario y Bud tradujo un cuento suyo que se llama «Puertas al cielo». Y claro, naturalmente, averiguamos su dirección —él ya vivía en París en ese tiempo—, se lo enviamos y a él le gustó mucho la traducción y nos empezamos entonces a cartear.
Pero después, ya en el año 62, él estaba de paso en Buenos Aires, con su primera mujer, Aurora Bernárdez, y allí nosotros lo conocimos personalmente en casa de un amigo común. Y simpatizamos mucho los cuatro; nos hicimos grandes amigos de verdad, paseamos por Buenos Aires todos esos días y a comienzos del 63, Bud y yo nos fuimos a vivir a París. Ahí vivimos cuatro años y ahí verdaderamente se entabló entre nosotros una amistad enorme.
Ahora, son tantísimas, tantísimas las anécdotas que hay, que yo no se las voy a contar todas, sino que voy a decirles apenas algunas cuantas
José Argüello: A espigar algunos recuerdos.
Claribel: Exactamente, algunos recuerdos. Los cuatro éramos muy amigos; en París vivía también otra mujer, Esther Singer, que era novia en ese entonces del gran escritor italiano Ítalo Calvino y después se casó con él. Entonces los seis salíamos siempre. Ítalo todavía vivía en Italia y venía a visitar a Chichita -como le decíamos a Esther- y salíamos mucho, pero sobre todo, Aurora, Julio, Bud y yo, que nos reuníamos por lo menos una vez por semana. Y otra vez por semana, Chichita, la mujer de Calvino, Aurora y yo; salíamos las tres, y las tres éramos un poco, qué te dijera yo, como dicen en América del Sur, «piantadas» —así nos decía Julio; como que vivíamos en otro mundo, en otra realidad…
José Argüello: «Idas» decimos en Nicaragua
Claribel: ¡Completamente idas! Y tanto Bud como Julio se aterraban de que algo nos fuera a pasar, porque estábamos idas totalmente. Pero Julio me declaró, y eso yo lo tengo a mucha honra, «la jefa de las piantadas» (ríe). La jefa de las piantadas era yo.
A Julio no le gustaba estar con mucha gente. Siempre que yo lo invitaba a casa me decía: «¿Quiénes más van a estar?», y si había mucha gente, si había dos o tres personas más, ya no le gustaba. A él le encantaba que hubiera una cosa íntima, una relación íntima, que comentáramos lecturas, cosas de cine, que nos riéramos.
Y las conversaciones no eran, como se dice, entre comillas, cultas. ¡Nooo!, a veces nos reíamos mucho de un montón de cosas; eran conversaciones espontáneas, maravillosas. Y un día él llega a la casa y nos dice: «Bueno, tengo entendido que van a dar el Marat/Sade en Londres, y quiero que nosotros cuatro vayamos a Londres a ver esa fabulosa obra de Peter Weiss».
Y como no tenía manera de ganarse la vida, empezó envolviendo paquetes en una editorial. Así empezó Julio.
Y nos embarcamos para cruzar el Canal de la Mancha y Julio se enfermó, salió sobre cubierta, mareado totalmente. Después lo siguió Aurora y después yo, y el único que se quedó sentado tranquilo, ¡qué vivo!, fue mi marido, que había peleado en la segunda guerra mundial como marino; él feliz y contento se comió todas las galletitas que nosotros habíamos preparado. ¡Ay, eso fue fantástico! (ríe), y siempre Bud se reía de Julio y de nosotros. Vimos el Marat/Sade, que nos impactó enormemente, y de ahí salió un cuento de Julio.
También teníamos grandes sesiones de jazz; eran sobre todo entre Bud y Julio, que eran grandes conocedores del jazz. Bud tenía una colección maravillosa y la colección de Julio era todavía mucho mayor que la de Bud. Ambos hacían del jazz una cosa maravillosa, un rito, una religión.
Mucho tiempo después de París, yo me acuerdo que estando en Mallorca los dos se quedaron oyendo jazz hasta la madrugada; yo me retiré como a las dos de la mañana. Todo en pleno silencio, nadie podía decir nada, era como una misa. ¡Increíble! ¿no? Y esa era de las grandes pasiones de Julio.
Julio era un esteta. Además de ser gran escritor, era también músico. Él tocaba la trompeta —para sí mismo, no para el público—, pero tocaba la trompeta y ya te digo, adoraba la música clásica y el jazz. Tenía una colección fantástica de discos. Y Julio, cuando estaba en Buenos Aires, nos contaba a nosotros que él había sido profesor en Buenos Aires; no propiamente en Buenos Aires, miento -no sé si en Rosario o en otra provincia, y a él no le gustaba… Él no era político en absoluto, pero no le gustaba Perón. Y entonces él decidió irse a París, y se fue a París, creo yo, allá por el año 51 o 52. Y como no tenía manera de ganarse la vida, empezó envolviendo paquetes en una editorial. Así empezó Julio. Después de eso, ya fue traductor -un gran traductor- de la UNESCO por muchísimos años, y, después, no solo traductor, sino que también corrector de pruebas.
Julio era un hombre, ¿cómo te diré yo?, para mí, muy guapo. Era alto, un poco desgarbado, enormemente alto, tan alto que se tenía que mandar a hacer los pantalones porque no había pantalones que le ajustaran; con unos ojos separados, azules, y yo siempre le decía: «Por eso es que eres tan observador, porque vos ves cosas que los demás no vemos, porque tenés más capacidad de resolución que los otros mortales que no tenemos los ojos tan separados» (ríe). Como te digo, era de una gran bondad y amaba a la juventud. Él parecía muy joven, a Julio nadie nunca le dio los años que tenía, siempre creían que era 20 años menor. Un ejemplo de su bondad era que los jóvenes le mandaban sus cosas y, ya cuando fue famoso, ¿te imaginas?, le mandaban muchísimo más cosas, y él siempre estaba dispuesto a contestarle a un joven, a hablar con un joven, a colaborar en las revistas de los jóvenes. Si eran revistas que eran ya consagradas y todo eso, a él eso le interesaba mucho menos y a veces ni siquiera contestaba. Pero con la juventud era una cosa maravillosa.
José Argüello: Es un rasgo muy lindo esa generosidad con los jóvenes. Para vos, ¿dónde reside la originalidad narrativa de Cortázar? ¿Por qué crees que ha impactado tanto como escritor?
Claribel: Bueno, es que yo pocas veces he conocido a un escritor más original que él. Él me decía a mí siempre, y creo que lo escribió alguna vez también —porque le preguntaban si era un escritor fantástico— , me decía que era tan realista como fantástico, porque a él le parecía que era la realidad lo que desencadenaba lo fantástico. Y eso Julio lo hizo con una originalidad como nadie lo había hecho antes.
El elemento lúdico en toda su narrativa es muy importante, y para él todo eso era un juego y después se ponía feliz.
Julio me contaba a mí que antes de salir de la Argentina le había llevado un cuento suyo a Borges, a quien él admiraba muchísimo. Y Borges no le dijo nada, pero su respuesta fue hacer que se publicara en Sur y Borges siempre expresó su admiración por Julio Cortázar y por su originalidad.
Yo pienso que Rayuela es uno de los libros más originales que yo he leído y como ustedes saben, Rayuela se puede leer de dos maneras: se puede leer página por página, como leemos nosotros todos los libros, o se puede leer con las instrucciones que él da: ahora, de la página 13 —por ejemplo—, te pasas a la 84. Entonces él dijo: «Es para lectores inteligentes y para lectores hembras, los lectores hembras lo leen página por página». Yo ahí me puse furiosa, y no solo yo, sino que un montón de mujeres le reclamamos. «¿Por qué has dicho semejante cosa? ¡Lectores hembra!». Y él se retractó y dijo: «¡Qué bruto fui! No me di cuenta. Me imaginé a la hormiga hembra (ríe), a la abeja hembra… Pero yo no quería hablar contra las mujeres a las que respeto muchísimo y a las que tanto les debo en mi literatura».
Julio me contaba a mí que cuando estaba escribiendo Rayuela llenaba todo el piso de su cuarto de hojas de papel, manuscritas o a máquina, yo no sé cómo. Y entonces, así, iba armando poco a poco el libro, porque en Julio el elemento lúdico es importantísimo. Lo lúdico en toda su narrativa es muy importante, y para él todo eso era un juego y después se ponía feliz. Ya una vez que salió Rayuela y que tuvo ese impacto tremendo, se ponía feliz, porque sobre todo la gente joven le escribía, y entre ellos, uno le mandó un aparato que había construido a raíz de Rayuela, y Julio estaba feliz con eso. Para él todo eso era una cosa lúdica.
Fíjate que Julio nunca fue un hombre que se pusiera a escribir metódicamente todos los días. No, en absoluto. A veces pasaba meses sin escribir, pero otras veces se le ocurría algo y ahí podía estarse una semana entera día y noche escribiendo.
José Argüello: Leía mucho también en esas rachas.
Claribel: Era de una cultura enorme. Leía muchísimo y era un esteta, y hasta 1958, cuando ganó la revolución cubana, era apolítico.
José Argüello: En tantos años que disfrutaste de su amistad, ¿viste en él algún proceso personal de profundización o crecimiento personal?
Claribel: Sí, por ejemplo en la cuestión política. Como te digo, antes él era bastante apolítico, pero vino entonces la revolución cubana y, en palabras suyas, él decía que la revolución cubana le había dado vuelta como a un calcetín. Él fue invitado entonces a Cuba, me parece que en el 63, sí —porque nosotros vivíamos ya en París—; fueron su mujer, Aurora y él, y regresaron encantados. Y desde entonces Julio fue siempre un gran defensor de la revolución cubana y se metió más y más en política, cosa que antes él no hacía. Ese cambio yo se lo vi y lo palpé; también empezó a escribir cosas que tenían que ver un poco con política. A mí no me gustan tanto esos textos de Julio comparados, por ejemplo, con Rayuela. Escribió un libro que se llama El libro de Manuel, que es un buen libro; Julio era un hombre talentosísimo y no podía escribir nada que no fuera bueno, pero a mí ese libro personalmente me gusta menos, porque hay allí ya una cosa más de política, una cosa…
José Argüello: ¿De mensaje?
Claribel: ¡De mensaje, exactamente!
José Argüello: Era a raíz de la dictadura argentina; una denuncia.
Claribel: Exacto, así es.
Julio adoró a la revolución cubana, pero nunca estuvo tan enamorado de una revolución como de la revolución sandinista.
José Argüello: Cortázar, al final de su vida, sufrió una situación paradójica: estaba casado por segunda vez con Carol, una joven mujer, canadiense. Ella creo que tenía apenas como 30 años, él ya cifraba casi los 70 años y, sin embargo, después de una relación de unos pocos años, ella murió prematuramente…
Claribel: Así es, y él sufrió muchísimo…
José Argüello: Carol murió de treinta y cuatro años. ¿Cómo sobrellevó él esa pérdida?
Claribel: Te lo voy a contar, pero antes de eso, quiero que ustedes vean la maravillosa generosidad de Julio. Cuando murió mi padre, en el 65, Bud andaba por el África y yo fui al entierro de mi padre. Julio y Aurora me llegaban a visitar mucho entonces. Y Julio se tiraba al suelo con mi hijo Erick, que entonces era muy chiquito, para jugar a los carritos y para que Erick no se aburriera. ¿Te das cuenta?
Ahora, viniendo a lo tuyo. Julio y Aurora se separaron, yo creo que sobre todo por cuestiones políticas. Y mucho después de eso, Julio tuvo una relación con una señora lituana que se llamaba Ugné, pero después él conoció en Canadá a Carol Dunlap, que era como 34 años menor que él, algo así. Una muchacha muy linda, pero no solo muy linda: muy inteligente, fantástica, con la cual Julio también tuvo ratos muy felices. Ella se enamoró también de Nicaragua, porque eso también lo quiero decir, y lo quiero recalcar yo, que Julio adoró a la revolución cubana, pero nunca estuvo tan enamorado de una revolución como de la revolución sandinista. Ahora, si hubiera vivido -mejor que ya no esté vivo- se habría desencantado (ríe).
José Argüello: Él murió en el 84.
Claribel: Eso es otra cosa. Él murió en el 84. Y Carol además era una gran fotógrafa. Escribieron juntos un libro que se llama Los autonautas de la cosmopista, que fue un viaje increíble que hicieron en una gran camioneta a la que ellos le llamaban Fafner, y entonces se vinieron por toda la autopista del sur desde París. Y almorzaban y comían y todo en los descansos que tienen esos trailers y escribieron un libro muy lindo, muy bello.
Y Carol, que era fotógrafa, hizo un libro aquí en Nicaragua. Ella decía que nunca había visto ojos más bellos que los ojos de los niños nicaragüenses. Hizo un libro muy lindo que ahora se me escapa el nombre, algo de los árboles y los niños, algo así.
Y bueno, se llevaban maravillosamente bien, y nosotros también tuvimos la gran dicha de hacer una estrecha amistad con ellos. Les voy a contar algo que es muy lindo: Cuando se fue Somoza Debayle de aquí, que aquí le llaman «El día de la alegría», creo que es el 17 de septiembre, ¿verdad?
José Argüello: 17 de Julio.
Claribel: De julio, perdón, el 17 de julio. Ellos venían en avión para Mallorca a visitarnos a nosotros, y allí supimos que Somoza se había ido ya para Miami. Y cuando llegaron nos fuimos a mi casa a celebrar. Estábamos en la terraza y yo no sé cuantas botellas de vino nos tomamos. Y entonces mi marido, Bud, les anunció que nosotros habíamos dispuesto venirnos en septiembre para Nicaragua, para escribir un libro que se llamó Nicaragua, la revolución Sandinista. Entonces nos dice Julio: «¿De verdad que ustedes van? Pues entonces voy yo también». Y él vino en noviembre de ese año, y de verdad, aunque él adoró siempre a la revolución cubana, su amor, como de un niño chiquito, fue la revolución nicaragüense, al grado de que un mes antes de morir, estando ya muy grave, se levantó de la cama para ir a una mesa redonda, por televisión, hasta Barcelona, de París a Barcelona, para defender a Nicaragua. Fue muy bello.
Aquí se le amó a Julio Cortázar y él escribió un poema que se llama «Estás en Nicaragua».
A Julio le fascinaban los mercados y me decía que como el Mercado Huembes de Managua había pocos. Le encantaba ir al Huembes y, además, eso se lo regresó la gente. A mí nunca se me va a olvidar que un día que yo andaba por el Huembes, ya muerto Julio, vi a una señora verdulera leyendo un libro de Julio Cortázar.
Aquí se le amó a Julio Cortázar y él escribió un poema que se llama «Estás en Nicaragua». De cuando él venía en un avión y decía: no, no estoy ni en Quito, ni en Buenos Aires, ni en nada, estás en Nicaragua. Y Carlos Mejía Godoy compuso una canción con eso de Estás en Nicaragua. Un día estábamos Bud, Julio, Carol y yo en un acto público y cuando nos levantamos, Carlos Mejía Godoy se puso a cantar Estás en Nicaragua y a Julio se le rodaron las lágrimas. Adoraba, adoraba eso.
Pero, claro, la separación, es decir, la muerte de Carol, fue espantosa para él. Después vino aquí, muy pronto después de su muerte. Carol muere en noviembre del 82 y él vino aquí en el 83. Bud, él y yo estuvimos en Bismona. Y a él le parecía increíble lo de Bismona, incluso vimos cadáveres en Bismona, ya estaba la cosa de la contra y todo eso. Y entonces le dieron a él la orden Rubén Darío. Él había tenido muchísimos homenajes, pero me decía que para él ese homenaje era algo especialísimo. Julio y Carol, cuando vivía Carol, tenían la intención de vivir entre París y Nicaragua. Así amaba Julio a Nicaragua.
José Argüello: En una ocasión dijiste que lo que fue Darío para la poesía había sido Cortázar para la novela.
Claribel: Yo así lo creo. Hay grandes novelistas, ¿verdad? Cortázar y García Márquez son grandes novelistas. Pero yo creo que Julio fue un gran innovador.
Lee Claribel un texto de Cortazar:
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de Sebastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo. Lo tiramos porque lo habías encontrado en la Place de la Concorde, ya un poco roto, y lo usaste muchísimo, sobre todo para meterlo en las costillas de la gente en el metro y en los autobuses, siempre torpe y distraída y pensando en pájaros pintos o en un dibujito que hacían dos moscas en el techo del coche, y aquella tarde cayó un chaparrón y vos quisiste abrir orgullosa tu paraguas cuando entrábamos en el parque, y en tu mano se armó una catástrofe de relámpagos fríos y nubes negras, jirones de tela destrozada cayendo entre destellos de varillas desencajadas, y nos reíamos como locos mientras nos empapábamos, pensando que un paraguas encontrado en una plaza debía morir dignamente en un parque, no podía entrar en el ciclo innoble del tacho de basura o del cordón de la vereda; entonces yo lo arrollé lo mejor posible, lo llevamos hasta lo alto del parque, cerca del puentecito sobre el ferrocarril, y desde allí lo tiré con todas mis fuerzas al fondo de la barranca de césped mojado mientras vos proferías un grito donde vagamente creí reconocer una imprecación de walkyria.
Radio Universidad presentó Grandes escritores vistos por Claribel Alegría en diálogo con José Argüello Lacayo.
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