Cultura

Ilustración: Luis Galdámez

Claribel Alegría sobre Robert Graves: «Él decía que para escribir poesía había que estar en estado de gracia»

José Argüello Lacayo*

Octubre 18, 2024

A inicios de la década de 2000, Radio Universidad de la UCA de Managua, divulgó una serie de entrevistas de José Argüello Lacayo a Claribel Alegría. Hemos retomado los audios, los cuales publicamos en formato de podcast, uno en cada edición de Espacio Revista y, además, ofrecemos la versión escrita. En cada una Claribel conversa sobre grandes de la literatura, como Juan Ramón Jiménez, José Vasconcelos, Roque Dalton y Juan Rulfo, entre otros. Esta vez publicamos la última entrevista, en la que habló sobre Robert Graves.

José Argüello: Figura señera entre los poetas ingleses del siglo XX, Robert Graves se mantuvo siempre ajeno a las modas literarias para seguir su propio camino como poeta lírico de inspiración clásica. Confesaba que su pasión dominante en la vida había sido la poesía. Durante su juventud participó en la Primera Guerra Mundial y en su obra literaria posterior reaccionó contra el horror y la inhumanidad de la guerra. Estudió en la Universidad de Oxford Literatura Inglesa, en la cual llegó a ser profesor de poesía a principios de los años 60 hasta 1966. Fue, asimismo, un gran amante de la cultura griega y latina y un erudito en mitología antigua. Nacido en 1895 y muerto en 1985, publicó alrededor de 130 libros en su vida. Entre ellos se destacan sus novelas históricas sobre el emperador romano Claudio, Yo, Claudio y Claudio, el dios, aparecidos en 1934, también el Diccionario de mitologías. 

Claribel, ¿quién fue Robert Graves?

Claribel: Robert Graves era un gran poeta, sobre todo, eso: poeta. Y también un inglés conocedor a fondo de la mitología. Él, como dijiste tú, nació en 1885. Yo lo conocí ya en Deyá. Les voy a contar primero cómo lo conocí y después les voy a contar cómo él llegó a Deyá. Nosotros estábamos terminando nuestra casa en Deyá. Yo ya era gran admiradora de Robert Graves, lo mismo que mi marido Bud, y estábamos asomados a la ventana de lo que iba a ser nuestro dormitorio, en un segundo piso, cuando vimos pasar a un viejo con un sombrero de paja que le caía casi hasta los hombros, en shorts y jugando con una pelotita de ping-pong. Entonces yo le digo a Bud: «¿Es ese Robert Graves?», «Sí —me dice Bud—, ese es Robert Graves». Y yo, ¡qué bárbara!, le dije: ¿Usted es Robert Graves? Él me miró para arriba y me dijo: «Sí, ¿y ustedes quiénes son?» (ríe). Entonces nos pusimos a conversar ahí un poco. Lo invitamos a que viniera a tomarse una copa de vino con nosotros y así nació nuestra gran amistad, que duró hasta su muerte en 1985.

Robert Graves peleó durante la Primera Guerra Mundial y todos lo creyeron muerto, pero de repente reapareció en Londres y ahí se casó, y después viajó a Egipto, pero ya no le gustaba para nada esa vida de Londres y entonces decidió irse, abandonar Londres. Todo eso lo cuenta en un libro maravilloso que se llama Goodbye to all that.

Y él era amigo de esa gran poeta norteamericana que se llamaba Gertrude Stein, y Gertrude Stein le dijo: ¿por qué no te vas a Mallorca y visitas un pueblecito mágico, verdaderamente mágico, que se llama Deyá, que está entre el mar y las montañas? Y Robert Graves se fue allí; en ese tiempo no había ni siquiera electricidad en Deyá. Él se enamoró de Deyá y empezó a construir su casa, y compró además otra casa que tenía una gran torre. 

Estando ahí, él se enamoró de otra poeta norteamericana que se llamaba Laura Riding. Y ella era una mujer extravagante y exigente. Ellos vivían en casas diferentes, pero él la visitaba todos los días. Pero ella no le abría la puerta si él no le llevaba diariamente un poema. Tenía que ser un poema diario. Y una vez se enojó mucho con él y le dijo que no se contentaría a menos que saltara él de un segundo piso. Y Robert Graves saltó de un segundo piso y se quebró el brazo (ríe). Pero lo hizo. En aquel entonces, el camino para la Cala, que es el mar, era tremendamente tortuoso, y él hizo una carretera de tierra para esta maravillosa Laura Riding.

«Yo me aterré porque la suya era una poesía muy difícil. Es una poesía de corte clásico, muy distinta a la mía».

José Argüello: Mallorca, donde queda ese pueblecito de Deyá, es un lugar muy conocido en la literatura, porque ha sido escenario de un amor famoso como el que tuvo Chopin en el siglo XIX con la novelista George Sand, ¿te acordás?

Claribel: ¡Claro!

José Argüello: También Darío tiene un bello poema sobre su experiencia en la Cartuja de Valldemosa. Y bueno, ahí vivieron ustedes durante muchos años, retirados también en esa preciosa isla de Mallorca. Entiendo que vos y tu marido tradujeron una antología de poemas de Robert Graves. ¿Cómo fue que surgió ese libro?

Claribel: Bueno, yo te voy a decir: Robert Graves era un gran andariego; le gustaba la natación, caminaba muchísimo. Yo también salía mucho a caminar con él y me contaba cosas, siempre era una maravilla escucharlo. Pues un día venía yo muy tranquila de la tienda, con mi cestita de compras -eran como las cinco de la tarde- y entonces me ve Robert y me dice: «Nos vamos a tomar ahora un vino, pues tengo que comunicarte una noticia maravillosa». Entonces yo le sirvo el vino y me dice: «Yo soy muy conocido en España por mis novelas y por mi mitología, pero aquí en España nadie me conoce como poeta, y lo que yo soy, más que todo, es poeta. Le escribí a mi editorial aceptando mándarles unos poemas que me pidieron, pero con la condición de que fueran traducidos por ti». 

Yo me aterré porque la suya era una poesía muy difícil. Es una poesía de corte clásico, muy distinta a la mía. Y yo al principio me negué y le dije que no, entonces se me quedo viendo y me dijo: ¡Muy bien, pues entonces no mando mis poemas a la editorial y me quedaré sin ser traducido al español!” Entonces yo le dije: «Bueno, Robert, acepto, pero con una condición: de que sea yo la que escoja los poemas, nadie más».

Escogí entonces poemas que me gustaran -casi toda su poesía me gusta- pero que además fueran para mí más fáciles de traducir. Elegí cien poemas. Pasé tres años trabajando en ese libro, que fue publicado por la Editorial Lumen con el título 100 poemas de Robert Graves. Bud, mi marido, me ayudó muchísimo en esa tarea, y luego el mismo Robert, que todavía estaba bien, llegaba a nuestra casa y yo le enseñaba el poema ya terminado y muchas veces él hacía algunas sugerencias. 

José Argüello: ¿Hablaba él español?

Claribel:  No, no lo hablaba; lo entendía y lo leía, pero no hablaba el español.

«En lugar de llamar al cura, llamaban a Robert,
porque hablaba el latín mejor que el cura, y él iba y exorcizaba a todos los espíritus malos».

Pero Robert Graves era un tipo excéntrico, maravilloso y excéntrico. Fíjate tú que, por ejemplo, a mí me enseñó a hacerle reverencias a la Luna. Cuando la Luna está tierna, me decía, hay que hacerle reverencias, pero con una condición: que si se las empiezas a hacer, tienes que seguirlas haciendo todo el tiempo. Tres, o cinco, o siete, o nueve veces… Entonces la luna te va a proteger, y yo, de tonta, elegí las nueve veces, y hasta la fecha hago las nueve reverencias a la luna, vaya con quien vaya, sea en auto o a pie: si yo veo a la luna tierna, le hago nueve reverencias, porque tengo un pavor horrible de que la luna se enoje conmigo.

José Argüello: Temés la maldición de la luna.

Claribel: Y entonces él me decía que yo era una madrívera, que quiere decir que yo era un espíritu de los bosques, por lo que debía escoger mi árbol y no decírcelo a nadie, ni siquiera a Bud, porque eso traía mala suerte. Así que yo he escogido tres árboles: tengo uno en Deyá, otro en Nicaragua y uno más en El Salvador. 

Pero siguiendo con lo de la antología, como te digo, me costó tres años prepararla. Ya al final él estaba mal, muy mal, no hablaba ya casi, estaba en una silla de ruedas; tuvo algo así como Alzheimer. Y cuando el libro estuvo listo, Bud y yo fuimos a dárselo. Entonces él cogió el libro y se puso a hojearlo página por página. Y luego nos agarró a los dos de la mano, se nos quedó viendo y se le humedecieron los ojos. Quiere decir que entendió.

Y fíjate que cuando él ya se sentía así, muy cerca de la muerte, cosa rarísima, empezó a hablar alemán, porque su abuela materna era hija de Leopold von Ranke.

José Argüello: El gran historiador.

Claribel: Sí, el gran historiador von Ranke. De repente empezó a hablar en alemán, cosa que jamás hizo antes.

José Argüello: Graves, Claribel, fue un escritor prolífico. No sé si mucha gente haya leído una obra tan vasta como la suya. De sus libros, ¿cuáles han sido los que más te han impresionado? 

Claribel: Muchos. Su poesía me impresiona enormemente, pero para decirte la verdad, lo que yo adoro es La diosa blanca. La diosa blanca es un libro extraordinario. Robert siempre decía que para escribir poesía había que estar en estado de gracia y que escribiendo La diosa blanca, él estuvo en estado de gracia o casi de enajenación, por más de un año. Es un libro en prosa, pero en una prosa que es poesía en todo el libro, y que trata sobre la luna y sobre Dios.

Entonces él estaba en Londres durante la Segunda Guerra Mundial y se casó nuevamente con esta maravillosa mujer que se llamaba Beryl, y con ella tuvo otros cuatro hijos; ella es su viuda y lo ayudó muchísimo, lo apoyó muchísimo. Y también me contaba una cosa extrañísima: decía él que mandó la obra tres veces a tres editoriales distintas y ninguna la quiso publicar, y los tres editores murieron trágicamente. La próxima vez que la mandó fue a una editorial donde T. S. Eliot tenía mucho que ver; ellos no se llevaban muy bien, y decía Robert: «Seguro que T. S. Eliot tuvo miedo y fue por eso que me publicó La diosa blanca» (ríe). 

Mira, tengo recuerdos maravillosos de Robert; podría hacer un libro entero sobre él. Una vez estaba en la playa mi hijo Eric leyendo un libro de Aleister Crowley. Ya Robert era muy amigo de nosotros, y él llegó y le dice: «¿Qué estás leyendo? Eso es magia negra. Eso es horrible. Y ese libro estaba en tu casa. Ven, nos vamos a ir inmediatamente a tu casa a quemar ese libro y yo lo voy a exorcizar. Nunca más vuelvas a leer libros como ese». Y entonces en el camino cogió una florecitas blancas que se llaman Periwinkle y las clavó por toda mi casa para limpiarla de esas influencias nocivas que había por ahí. Y a él lo llamaban a exorcizar casas. Una vez andaba un poltergeist por ahí y todo el mundo estaba asustado con eso; decían que el piano tocaba solo a la medianoche y un montón de cosas más, y, en lugar de llamar al cura, llamaban a Robert, porque hablaba el latín mejor que el cura, y él iba y exorcizaba a todos los espíritus malos…Son miles de anécdotas las que tengo que contar.

«Me enseñó un recuerdo muy bello que él tenía, era una cinta que le regaló T. E. Lawrence, el autor de Los siete pilares de la sabiduría».

José Argüello: Es curioso ver la intensidad con que él vivía ese mundo mítico, mediterráneo, antiguo, que revive en sus grandes obras.

Claribel: Así es. Y también a él le gustaban las musas. Él también tenía musas. Su amor más grande era su mujer, ¿verdad? Pero él decía que necesitaba de musas para estar en estado de gracia. ¿Por qué es que las mujeres poetas nunca hablamos de musos? (ríe). 

José Argüello: Tal vez no Claribel, pero sí otras poetas más jóvenes que sí hablan también de sus musos. 

Para concluir sobre Robert Graves, ¿qué otra anécdota quisieras todavía compartirnos de esa larga experiencia de amistad que ustedes tuvieron?

Claribel: Bueno, primero les voy a explicar por qué Robert decía que Deyá era un pueblo misterioso y mágico. Según él había como una atracción entre el mar y las montañas y por las montañas había mucho óxido de hierro, por todo ese tech maravilloso que rodea Deyá. Las gentes que entonces venían a Deyá la adoraban o la odiaban, era una cosa de los dos extremos, y por eso se explicaba que en Deyá vivieran sobre todo artistas y locos, pues era un pueblo para artistas y para locos. 

Y él adoró Deyá y era un tirano, porque llegaba gente nueva a establecerse allí, y si a Robert no le gustaban, les hacía casi la vida imposible, porque él era el mago, el mago dueño de Deyá. Robert hizo mucho bien urbanísticamente porque querían a veces construir casas modernas y él consiguió que no se hicieran. Deyá ahora es un patrimonio histórico que le debe muchísimo a Robert Graves, porque él decía, por ejemplo, que se podían remodelar casas, eso sí, pero hacer casas modernas de ninguna manera. Y él tenía un anfiteatro enfrente de su casa; era una maravilla ese anfiteatro, ahí se representaban comedias y se organizaban bailes y se hacían conciertos, y todos los 24 de julio, que era su cumpleaños, se hacía una gran fiesta y había recitales en ese anfiteatro. Porque llegaba gente de todas partes, sobre todo sus propios hijos y gente de Inglaterra.

Él compró dos o tres casas cuando estuvo en Deyá y había una que tenía una torre, una torre muy grande. Y él decía que allí se veía un fantasma y que el fantasma andaba con los pies hundidos en el suelo. Yo tenía un miedo horrible, nunca jamás me quise ir sola a esa torre, jamás de la vida. Y me enseñó un recuerdo muy bello que él tenía, era una cinta que le regaló T. E. Lawrence, el autor de Los siete pilares de la sabiduría, que era Lawrence de Arabia; la cinta para poner en la cabeza era de Lawrence de Arabia, y eso, para él, era un tesoro enorme. 

Y también se me había olvidado decirles que cuando estuvo con esta Laura Riding compraron una prensa y con ella se hicieron muchos libros artesanalmente, libros de Laura, libros de Robert y de otros poetas ingleses. Hizo una labor maravillosa Robert en todo eso. 

En el tiempo que nosotros estuvimos ahí fue la gran bulla de los ovnis. ¿Se acuerdan ustedes de los ovnis, de los platillos voladores? 

José Argüello: Entonces todo el mundo los veía..

Claribel: Sí, entonces todo el mundo veía a los platillos voladores, y él decía que había en Deyá una estación para esta gente de los platillos voladores. Robert y mi marido se quedaban horas y horas platicando y los dos estaban convencidos de que eran seres de otros planetas que nos venían a vigilar, porque el hombre ahora estaba ya para destruir a la Tierra.

Esas son algunas de las anécdotas que te puedo contar. 

Claribel lee poemas de Robert Graves traducidos por ella y su marido:

¡Allie, llama a los pájaros,
a los pájaros del cielo!
Allie llama, Allie canta
y ellos bajan.

Primero llegaron
dos palomas blancas,
luego un gorrión desde su nido,
después una gallinita enana y cloqueadora
y por último el petirrojo.

¡Allie, llama a las bestias,
a todas sin excepción!
Allie llama, Allie canta
y ellas acuden corriendo.

Primero llegaron
dos corderos negros,
luego una gruñona cerda de Berkshire,
después un perro sin rabo
y por último una vaca blanca y colorada.

¡Allie, llama a los peces,
a los peces del río!
Allie llama, Allie canta
y ellos se acercan nadando.

Primero llegaron
dos peces dorados,
un pececito de río y un gobio,
luego una multitud de pequeñas truchas
y las anguilas por último.

¡Allie, llama a los niños,
llámalos del campo!
Allie llama, Allie canta
y ellos acuden deprisa.

Primero llegaron
Tomás y Margarita,
luego Kate y yo
y nunca olvidaré
cómo jugamos a la orilla del agua
hasta esa puesta de sol en abril.

Vuelta la Luna

Nunca olvides quién trae la lluvia
desde un mar lejano en ásperos sacos de piel de cabra:
es la Luna mientras gira reparando
los daños de largas sequías e insolaciones.

Nunca cuentes con la lluvia, nunca la profetices,
porque ningún poder puede traerla
salvo la Luna cuando gira, ¿y quién puede gobernarla a ella?

Es partidaria de retrasar los diluvios necesarios,
por temor a que tal regalo pueda volverse obligación
por un mes, o dos, o tres; y repentinamente,
sólo cediendo por capricho,
quizá conjure desde el oeste sin nubes
una solitaria gota de agua que sorprenda con esperanza
cada expectante y macilento rostro.

Si la Luna fuese un sol, contaríamos con ella
para traernos lluvias oportunas mientras girara;
sin embargo no hay quién se acuerde de darle gracias al metódico Sol
por brillar violento en el verano y tibio en el invierno,
¿por qué debe la Luna padecer tal rutina?

Pero si una noche nos trae, mientras gira,
una lluvia suave, continua, pareja, copiosa
que no le hace daño ni a la hoja ni a la flor sino que cae dulcemente
hora tras hora, hundiéndose hasta las raíces horadadas,
y la tierra empapada exhala con el alba
un largo suspiro perfumado de pura gratitud,
una lluvia así —nos parece la primera en nuestras vidas
y no ha sido profetizada, ni lisonjeada, ni esperada—
es la mujer entregándose mientras ama.

Como ven, Robert Graves era un gran enamorado de la Luna, y Robert siempre decía: «Si las mujeres gobernaran en el mundo, el mundo sería mucho mejor».

Ahora les voy a leer, para terminar, un poema que se llama Moriría por ti.

Moriría por ti o tú por mí,
—así son de violentos nuestros celos—
y si dudas que digo la verdad
mátame sin tardanza, a menos que yo te mate.

Radio Universidad presentó Grandes escritores vistos por Claribel Alegría en diálogo con José Argüello Lacayo.

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