Cultura
Ilustración: Luis Galdámez
José Argüello Lacayo*
Julio 26, 2024
José Argüello: Hoy vamos a hablar de uno de los clásicos de la literatura centroamericana: Salvador Salazar Arrué, el famoso Salarrué, nacido en 1899 y muerto en 1975. Cabe decir que Salarrué, muy conocido entre los literatos centroamericanos, creo que no lo es tanto por nuestro público nicaragüense. En 1929 publicó su libro de relatos O-Yarkandal, un libro de temática exótica oriental, y en 1934, su obra, que lo ha consagrado en la literatura continental, Cuentos de barro. También publicó en 1945 Cuentos de cipotes.
Ha sido un autor prolífico, autor también de artículos, ensayos y de otros libros de cuentos. Fue valorado, en su época, por Gabriela Mistral; el famoso escritor mexicano Juan Rulfo decía que Salarrué había sido su maestro, que había que profundizar en la escritura de Salarrué.
Salarrué no solamente fue escritor, sino también pintor. Estudió pintura en los Estados Unidos en la Corcoran Gallery, en Washington, D.C., y regresó a El Salvador, donde vivió durante muchos años. Después fue más de diez años cónsul honorario de El Salvador en Nueva York, y regresó a su país para morir, falleciendo en 1975.
Nos gustaría saber, Claribel, ¿cómo miras a Salarrué como escritor? ¿Cuál sería tu valoración literaria?
Claribel: Bueno, Salarrué era sobre todo narrador. Él escribió, como tú decías, O-Yarkandal, que es un libro de cuentos exóticos y luego escribió algunas novelas, más otros cuentos, pero lo principal de él, según yo, es Cuentos de barro y Cuentos de cipotes. El género narrativo de más difusión en Centroamérica es el regionalismo, y el fundador del cuento regional es Salarrué. Cuentos de barro fundó toda una época. Es la visión del mundo campesino en forma poética. Él se lo adueña allí, en los Cuentos de barro, donde no se siente la voz del narrador. Él se adentra en el campesino. Es el campesino el que habla, es el campesino el que siente. Es un libro luminoso que nos lleva a descubrir las honduras humanas. Y es un libro también plástico, Salarrué era pintor y en todos sus cuentos hay una gran plasticidad y todos los cuentos, todos, tienen verdaderamente un cierre perfecto.
Su libro más importante después de Cuentos de barro son Cuentos de cipotes. Ahí él recrea el lenguaje infantil de los niños de la calle. A mí me contaba cómo había nacido Cuentos de cipotes. Dice que un día él estaba esperando un autobús y oyó un diálogo entre un cuilio —en El Salvador se les dice cuilio a los policías—, entre un cuilio y un niño de la calle. Y se quedó maravillado, fascinado. Y empezó entonces él a escuchar, a escuchar a los niños. Es como un canto de pájaros verdaderamente, pero muy difíciles de entender para alguien que no sea salvadoreño, incluso para los centroamericanos. Hay muchas palabras, como por ejemplo cuilio, que no se conocen aquí, pienso yo, muchas palabras. Claro que hay un glosario al final, pero es muy difícil, y esa es la razón del por qué Salarrué no es tan conocido en el exterior, porque es dificilísimo de traducir. Esa es la razón. ¡Lástima, es una lástima, porque es un clásico!
José Argüello: Incluso en el mismo El Salvador, todavía no han acabado de compilarse sus obras completas. Está haciéndose actualmente un esfuerzo editorial por la Dirección de Publicaciones e Impresos, y han publicado bellamente editado el primer tomo de su obra narrativa completa.
Claribel: Ya salió el segundo, acaba de salir el segundo. Entonces esto va a ser una cosa maravillosa.
José Argüello: Pero todavía hay artículos y poemas que quedaron dispersos en revistas y periódicos, que nadie ha logrado compilar. Me interesaría saber cuáles eran los recursos estilísticos de la prosa de Salarrué.
Claribel: Él, por ejemplo, usaba mucho la metáfora y tenía metáforas maravillosas Salarrué. Por ejemplo, fíjate esto: para describir la trompa de un fonógrafo, ¿qué dice él? «Flor de lata monstruosa que perjumaba con música». ¿Qué lindo, no? Después tiene otra cosa; dice, por ejemplo: «Los sapos venían saltando hacia afuera como piedras vivas», un sapo como una piedra viva. Son cosas maravillosas las imágenes que tenía. Como te digo, la plasticidad de su lenguaje es maravillosa. En otro cuento dice: «Sonreiba beatíficamente con la dulzura triste de la boca sin dientes». A mí eso me sacó lágrimas en los ojos, porque me acordé de gentes queridas mías, que ya no tenían dientes. Y era eso, la dulzura triste de la boca sin dientes. ¡Qué maravilla!, ¿verdad? Y, por ejemplo, en sus Cuentos de barro él tenía algunos temas, como el de la mujer que se prostituye por la miseria, o los perseguidos por fabricar aguardiente clandestino, o las sequías y el drama de la tierra sin frutos. ¿Ves? El drama y los campesinos; el paisaje y los campesinos. Esto era lo que él describía: las plagas de langostas arrasando los sembrados; las fiestas religiosas de santos, las rogativas de lluvias, los partos en la soledad de los campos, las curanderas, los raptos y duelos de amor, los entierros y las botijas.
José Argüello: Tengo aquí, frente a mí, una fotografía del año 1949. Ahí apareces de apenas 15 años, todo un pimpollo y Salarrué de 50 años echándote el ala, como decimos popularmente aquí. La niña junto al escritor ya maduro, y esta fotografía ilustraba un artículo en que Salarrué hacía una reseña de tu primer libro poético Anillo de silencio. ¿Qué recuerdas del primer encuentro que tuviste con Salarrué?
Claribel: Bueno, te voy a contar. Yo estaba estudiando, como ya les dije antes, en el Colegio José Ingenieros, que era dirigido por mi tío Ricardo Vides. Ricardo Vides y yo estábamos en Santa Ana, Salarrué vivía en San Salvador. Ricardo Vides invitó a Salarrué a que estuviera unos tres días en Santa Ana para que nos leyera cosas cosas suyas. Pero antes de llegar Salarrué, nos dijeron que todos teníamos que escribir una composición sobre el volcán de Izalco. Bueno, entonces yo escribí lo mío, verdad, que era totalmente un cuento de fantasía. Todas las otras muchachas eran más sensatas y escribían del volcán de Izalco: que por qué hacía erupción, etcétera, etcétera. Pues a Salarrué le gustó mi composición y me mandó a llamar para conocerme. Me llevaron a conocerlo y yo me enamoré de él instantáneamente. Fue mi primer gran amor. Yo iba a mi casa y sentía oleadas frías y oleadas calientes en el corazón. Estaba enamorada de Salarrué. Yo no sabía qué hacer para que Salarrué llegara a la casa. Entonces, llego yo a mi casa y le digo a mi madre: «Mamá, dice Salarrué que a él le encantaría venir a tomar el café aquí a la casa un día». Dice mi madre —ahí estaba mi padre también—: «Pero, ¡qué cosa! Apenas lo conocemos». Lo habían conocido en casa de Alberto Guerra Trigueros, en San Salvador, pero solamente una vez. Dice entonces mi padre: «¡Pero qué importa, Ana María! ¡Magnífico!, dile que sí, que venga», suponte el miércoles. Entonces llegué yo feliz al colegio y le digo: «Salarrué, dicen mis padres que si puede ir a tomar el café a la casa el miércoles. «Con muchísimo gusto», me dijo, y me contó que ya los había conocido en casa de Alberto Guerra. Yo feliz, encantada de la vida. Pero lo terrible fue que, cuando llegó Salarrué, mis padres solo me dejaron saludarlo y me dijeron: «¡Y ahora a jugar, hijita!». Y yo me puse furiosa (ríe), pero me escondí de manera que podía oír la conversación. Pero estaba furiosa porque no pude estar ahí. Bueno, entonces Salarrué se iba dos días o día y medio después de eso y yo enamorada de él. Me fui entonces corriendo a la dirección donde estaba él conversando con mi tío y le dije: «¡Salarrué, quiero que me dé un beso!», y Salarrué me dio un beso en la frente; yo tenía nueve años. Entonces yo le dije: «¡No, en los labios!». Entonces se puso a reír y me alborotó el pelo. Y mi tío furioso me dijo que me fuera de ahí.
Salarrué me escribió entonces una cartita en que me decía que iba a publicar mi composición. Y tenía después mi composición pegada con tachuelas junto a su cama, y así se hizo una amistad maravillosa. Las hijas suyas eran de mi edad y cuando yo iba a San Salvador siempre los iba a visitar y a jugar con sus hijas, y Salarrué nos contaba cuentos. ¡Ya te digo, fue una amistad entrañable!
José Argüello: Salarrué tenía un primo hermano muy talentoso como caricaturista. Se llamaba Toño Salazar y creo que fue muy amigo de nuestro humorista GRN aquí en Nicaragua. Y este Toño Salazar era chaparrito y miraba Salarrué como un hombre apuesto, que le provocaba mucha fascinación.
Claribel: Salarrué era alto, muy alto y chele.
José Argüello: Él lo describe así: «Efraín —así también se llamaba— era largo, alto, con un cabello ondulante, color de naranja y miel» … «A Salazar Arrué le miraba algo de arcángel, un aura rara lo ponía en soledad, aislado del contorno».
Claribel: (ríe) Sí, fue muy maravilloso Salarrué conmigo. Me alentó mucho y yo a él le mostraba mis poemas. Me alentó muchísimo.
José Argüello: Entiendo que Salarrué no fue un escritor aislado, sino que era miembro de un importante círculo literario de El Salvador. ¿Quiénes eran los otros miembros de ese círculo?
Claribel: Era un círculo maravilloso. Como te digo, yo estaba muy jovencita, pero lo pude apreciar. Alberto Guerra Trigueros era verdaderamente el que coordinaba todo esto…
José Argüello: Y Guerra Trigueros era nicaragüense-salvadoreño, como vos…
Claribel: Salvadoreño-nica, exactamente. De padre nicaragüense y de madre salvadoreña. Él nació en Rivas y cuando era muy pequeñito, sus padres se fueron a El Salvador y después, cuando tenía como seis años, lo mandaron a estudiar a Europa. Ahí estudió hasta que se graduó. Hablaba el inglés y el francés a la perfección. Era un hombre cultísimo, de una cultura maravillosa. Además, no solo eso, sino que sabía dar todo. Y mira, él hablaba de todo, él sabía de todo. Por ejemplo, estaban arreglando una llanta: él no manejaba, pero entendía perfectamente las cosas de la mecánica y de cómo cambiar una llanta y todo eso. Le hablaban de Cézanne y sabía perfectamente de Cézanne; o de William Blake y él se ponía a recitar cosas de William Blake; era algo increíble…
José Argüello: Se interesaba además por las culturas orientales…
Claribel: Sí, estaba muy interesado en las culturas orientales.
José Arguello: ¿Habrá sido él el que motivó a Salarrué?
Claribel: No creo. Ya Salarrué estaba muy metido en eso. Pero te voy a decir una cosa que me olvidé decirte de Vasconcelos y que unió mucho a Vasconcelos con Alberto Guerra Trigueros y es que a los dos les encantaban los Upanishad. No sé cómo se conocieron, pero ya Salarrué venía en esa onda. Alberto Guerra era un místico y era muy, muy católico.
José Argüello: Pero con esa apertura cultural y también…
Claribel: Con esa apertura cultural maravillosa, maravillosa. Pues entonces, en el grupo estaban Salarrué, la Claudia Lars, una gran poeta que yo conocí menos, a pesar de que fue amiga de mi madre y de que se graduaron juntas en el Colegio de La Asunción por ser de la misma edad, pero yo la veía muy poco y no la visité. Pero ella era de una generosidad enorme con Dora Guerra, hija de Alberto, y conmigo…Una vez que salieron poemas nuestros publicados, escribió un artículo lindo, poniéndonos por las nubes y diciendo que a esa edad ella no escribía poemas así. Pero, a pesar de todo eso, no la conocí muy bien. Y Serafín Quiteño, un poeta muy amigo de Ordóñez Argüello. Incluso escribieron un libro juntos, y ambos también formaban parte del grupo. Serafín Quiteño era más, ¿qué te dijera yo?… sus poesías eran como muy decorativas. Él estaba enamorado del pueblo salvadoreño, de la mujer india salvadoreña y era muy folklorista, digamos.
José Argüello: Salarrué hablaba muy bien el inglés.
Claribel: Divinamente hablaba el inglés, porque él estudió en la Corcoran Gallery como pintor. Estuvo varios años ahí estudiando y hablaba el inglés a la perfección.
José Argüello: ¿Y ese aspecto oriental de su obra, su filosofía teosófica?
Claribel: Él era un teósofo. ¿Cómo se llamaba esta obra que él leía muchísimo? (sic) No me acuerdo bien. Le encantaba la Teosofía y leía mucho a los Rosacruces. Me acuerdo porque él le prestaba a mi madre libros de los Rosacruces para que mi madre los leyera también. Y además, qué te iba a decir… Él creía mucho en el cuerpo astral y creía mucho en el desprendimiento del cuerpo. Y a mí me decía su mujer que era impresionante verlo cuando él se desprendía. «¡Ay, qué miedo me daba ver a mi chele —me decía ella— todo rígido y blanco», y no lo podía tocar ni nada. Es decir, él se había desprendido y entonces había ido a visitar otros mundos.
Bueno, y hablando de eso, a mí me ocurrió una cosa terrible, tremenda o maravillosa, según como se quiera. Un día Salarrué me dice —yo todavía tendría unos 12 años—: «¿Quieres que te vaya a visitar un día?». «No, Salarrué —le dije yo—, por favor no venga». Bueno, pasaron los años. Un buen día yo tendría ya unos 16 o 17 años. Yo estaba frente a mi tocador, peinándome en mi cuarto cerrado; todo, todo estaba cerrado. No había nada de viento ni nada, y del estante de los libros se cayó un libro y yo lo fui a recoger y era Cuentos de barro de Salarrué. Me asusté y lo puse de vuelta, pero no dije nada. A los días Salarrué me ve y me dice: «¿Sentiste cuando llegué a visitarte?». ¡Eso fue increíble! Todavía mí no me pasa. «¿Sentiste cuando fui a visitarte?» (ríe).
José Argüello: Y como poeta, ¿qué aprendiste del escritor Salarrué?
Claribel: ¡Ah, cómo te dijera yo! No sé… tal vez el amor, el amor a la naturaleza. Él siempre me decía que aprendiera a ver, que aprendiera a escuchar más profundamente. Eso sobre todo. Me dijo siempre él que hay gentes que no miran el paisaje, ni siquiera el paisaje natural, mucho menos el paisaje humano, y que yo los viera y aprendiera a verlos y que eso me iba a dar a mí una gran riqueza.
José Argüello: Sí, yo creo que esa es una de las funciones y de las maravillas del arte, que nos permite penetrar en el paisaje, nos hace ver las cosas. El otro día una señora salía de la exposición de Ernesto Cardenal y decía que había visto un clarinero como las esculturas de Cardenal. Aunque la verdad…
Claribel: ¡Qué lindo, qué maravilla!
José Argüello: Aunque en realidad es al revés…Quisiera saber si recuerdas algunos libros preferidos de Salarrué que te haya compartido.
Claribel: Sí, algunas cosas. Por ejemplo, cuando yo todavía era niña, a sus hijas y a mí nos hacía leer Cuentos de un soñador de Lord Dunsany. Lord Dundany es un escritor irlandés maravilloso, fantástico. Otro libro que le fascinaba y que me lo regaló es uno de (W.H.) Hudson sobre la Argentina, que se llama, todavía me acuerdo, Mansiones verdes. También nos hacía leer a (William Butler) Yeats, otro que le fascinaba. Los irlandeses le encantaban a Salarrué.
Semos malos
Goyo Cuestas y su cipote hicieron un arresto, y se jueron para Honduras con el fonógrafo. El viejo cargaba la caja en bandolera; el muchacho, la bolsa de los discos y la trompa achaflanada, que tenía la forma de una gran campánula; flor de lata monstruosa que perjumaba con música.
—Dicen quen Honduras abunda la plata.
—Sí, tata, y por ái no conocen el fonógrafo, dicen…
—Apurá el paso, vos; ende que salimos de Metapán tres choya.
—¡Ah!, es quel cincho me viene jodiendo el lomo.
—Apechálo, no siás bruto.
Apiaban para sestear bajo los pinos chiflantes y odoríferos. Calentaban café con ocote. En el bosque de zunzas, las taltuzas comían sentaditas, en un silencio nervioso. Iban llegando al Chamelecón salvaje. Por dos veces bían visto el rastro de la culebra carretía, angostito como fuella de pial. Al sesteyo, mientras masticaban las tortillas y el queso de Santa Rosa, ponían un fostró. Tres días estuvieron andando en lodo, atascados hasta la rodilla. El chico lloraba, el tata maldecía y se reiba sus ratos.
El cura de Santa Rosa había aconsejado a Goyo no dormir en las galeras, porque las pandillas de ladrones rondaban siempre en busca de pasantes. Por eso, al crepúsculo, Goyo y su hijo se internaban en la montaña; limpiaban un puestecito al pie diún palo y pasaban allí la noche, oyendo cantar los chiquirines, oyendo zumbar los zancudos culuazul, enormes como arañas, y sin atreverse a resollar, temblando de frío y de miedo.
—¡Tata: brán tamagases?…
—Nóijo, yo ixaminé el tronco cuando anochecía y no tiene cuevas.
—Si juma, jume bajo el sombrero, tata. Si miran la brasa, nos hallan.
—Sí, hombre, tate tranquilo. Dormite.
—Es que currucado no me puedo dormir luego.
—Estiráte, pué…
—No puedo, tata, mucho yelo…
—¡A la puerca, con vos! Cuchuyate contra yo, pué…
Y Goyo Cuestas, que nunca en su vida había hecho una caricia al hijo, lo recibía contra su pestífero pecho, duro como un tapexco; y, rodeándolo con ambos brazos, lo calentaba hasta que se le dormía encima, mientras él, con la cara añudada de resignación, esperaba el día en la punta de cualquier gallo lejano.
Los primeros clareyos los hallaban allí, medio congelados, adoloridos, amodorrados de cansancio; con las feas bocas abiertas y babosas, semiarremangados en la manga rota, sucia y rayada como una cebra.
Pero Honduras es honda en el Chamelecón. Honduras es honda en el silencio de su montaña bárbara y cruel; Honduras es honda en el misterio de sus terribles serpientes, jaguares, insectos, hombres… Hasta el Chamelecón no llega su ley; hasta allí no llega su justicia. En la región se deja —como en los tiempos primitivos— tener buen o mal corazón a los hombres y a las otras bestias; ser crueles o magnánimos, matar o salvar a libre albedrío. El derecho es claramente del más fuerte.
* * *
Los cuatro bandidos entraron por la palizada y se sentaron luego en la plazoleta del rancho, aquel rancho náufrago en el cañaveral cimarrón. Pusieron la caja en medio y probaron a conectar la bocina. La luna llena hacía saltar chingastes de plata sobre el artefacto. En la mediagua y de una viga, pendía un pedazo de venado olisco.
—Te digo ques fológrafo.
—¿Vos bis visto cómo lo tocan?
—¡Ajú!… En los bananales los ei visto…
—¡Yastuvo!…
La trompa trabó. El bandolero le dio cuerda, y después, abriendo la bolsa de los discos, los hizo salir a la luz de la luna como otras tantas lunas negras.
Los bandidos rieron, como niños de un planeta extraño. Tenían los blanquiyos manchados de algo que parecía lodo, y era sangre. En la barranca cercana, Goyo y su cipote huían a pedazos en los picos de los zopes; los armadillos habíanles ampliado las heridas. En una masa de arena, sangre, ropa y silencio, las ilusiones arrastradas desde tan lejos, quedaban abonadas tal vez para un sauce, tal vez para un pino…
Rayó la aguja, y la canción se lanzó en la brisa tibia como una cosa encantada. Los cocales pararon a lo lejos sus palmas y escucharon. El lucero grande parecía crecer y decrecer, como si colgado de un hilo lo remojaran subiéndolo y bajándolo en el agua tranquila de la noche.
Cantaba un hombre de fresca voz, una canción triste, con guitarra.
Tenía dejos llorones, hipos de amor y de grandeza. Gemían los bajos de la guitarra, suspirando un deseo; y, desesperada, la prima lamentaba una injusticia.
Cuando paró el fonógrafo, los cuatro asesinos se miraron. Suspiraron…
Uno de ellos se echó llorando en la manga. El otro se mordió los labios. El más viejo miró al suelo barrioso, donde su sombra le servía de asiento, y dijo después de pensarlo muy duro:
—Semos malos.
Y lloraron los ladrones de cosas y de vidas, como niños de un planeta extraño.
Radio Universidad presentó Grandes escritores vistos por Claribel Alegría en diálogo con José Argüello Lacayo.
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