Cultura
Ilustración: Luis Galdámez
José Argüello Lacayo*
Septiembre 20, 2024
A inicios de la década de 2000, Radio Universidad de la UCA de Managua, divulgó una serie de entrevistas de José Argüello Lacayo a Claribel Alegría. Hemos retomado los audios, los cuales publicamos en formato de podcast, uno en cada edición de Espacio Revista y, además, ofrecemos la versión escrita. En cada una Claribel conversa sobre grandes de la literatura, como Juan Ramón Jiménez, José Vasconcelos, Roque Dalton y Juan Rulfo, entre otros. Esta vez publicamos la entrevista en la que habló sobre José Coronel Urtecho.
José Argüello: El escritor que mayor influencia ha tenido en las letras nicaragüenses después de Rubén Darío, ha sido don José Coronel Urtecho. Poeta él mismo y maestro de poetas, clásico y vanguardista, Coronel Urtecho, nacido en 1906 y muerto en 1994, fue un incesante experimentador de formas literarias. Como Sócrates en la antigua Grecia y Macedonio Fernández en la República Argentina, Coronel Urtecho ejerció un fecundo magisterio oral sobre varias generaciones de escritores y artistas.
El nombre de Coronel Urtecho evoca al prosista impecable, amante de todo lo americano, al historiador que más íntimamente ha penetrado en la idiosincrasia nicaragüense, al espléndido traductor y al narrador de amenidad cervantina. Coronel Urtecho era un mago de la palabra poética y un conversador fogoso y turbulento, interesado en todo lo humano y lo divino. Entre sus obras destacan Rápido tránsito, publicado en 1953, impresiones y reflexiones de un viaje que hizo por Norteamérica, la Antología de la poesía norteamericana, traducida junto con Ernesto Cardenal y publicada por Editorial Aguilar en España en 1963, y la compilación de su obra poética Pol-la d’ananta katanta paranta, publicada inicialmente en 1970 y reimpresa y aumentada en 1993. También, su Prosa reunida en Editorial Nueva Nicaragua en 1985. Claribel, ¿cuándo aparece en tu vida don José Coronel Urtecho?
Claribel: Bueno, ahí por el año 1949 viajé yo a El Salvador y estaba viviendo allí en ese entonces el padre Ángel Martínez, un gran poeta español que se hizo nicaragüense y dijo que en Nicaragua él había vuelto a nacer. El padre Ángel Martínez fue el primero que me dio a leer a mí textos de Coronel Urtecho, y me fascinaron, y después llegó a mis manos un número de esa bella revista El pez y la serpiente, que dirigía Pablo Antonio Cuadra. Entonces, ahí leí más de Coronel Urtecho, pero no lo conocí personalmente sino hasta en febrero del 79. Yo pasé por Costa Rica y Sergio Ramírez y Tulita vivían en Costa Rica en ese tiempo, exiliados, y me invitaron a cenar con ellos y allí estaba Coronel Urtecho; Sergio me lo presentó. Yo sentí una alegría enorme de conocerlo y simpatizamos mucho. Empezamos a conversar y creo que estuvimos conversando como dos o tres horas seguidas él y yo. Y me impresionó cómo era él; me impresionaron sus ojos, esa vivacidad de ojos que como que seguían y perseguían a las palabras, porque las palabras le salían a él a borbotones, y era un un insólito conversador y tenía una gran erudición. Yo me pasmé de su erudición, pero no era jamás nada académico, nada pesado; era más bien como el fluir de un río. Era un erudito sabroso, sabroso. Y yo le decía siempre a mi marido: «Es como un travieso a la manera del Arcipreste de Hita, con una gran ironía»; y era inventor de palabras. Ese día me quedé fascinada con Coronel Urtecho, pero solo fue una noche. Después yo regresé a Mallorca, que es donde vivía en ese tiempo, y a fines del 79 regresé a Nicaragua, y allí fue donde yo lo conocí verdaderamente. Él en ese entonces ya no vivía más en San Francisco del Río, sino que vivía en Los Chiles.
Su gran amor, su único verdadero amor, fue esa incomparable Doña María, una mujer fuerte que lo dejaba a él en su torre de marfil, leyendo y escribiendo.
José Argüello: Aquí en Nicaragua don José es una figura casi legendaria. Todos los que han sido tocados por el demonio de la literatura siempre han querido conocerlo y tratarlo, pues además de poeta, era un personaje muy especial.
Claribel: Sí, y él me contaba mucho a mí de su vida retirada, tanto antes en San Francisco del Río como después en Los Chiles. Él me decía a mí que había muchas coincidencias entre su vida y la mía —aunque yo no tuviera vida retirada—, pues ambos teníamos mellizos y esa era una cosa maravillosa. Él tenía gemelos idénticos y yo gemelas idénticas y hubo una vez que nos hicieron un retrato de los cuatro gemelos y él estaba feliz y pensaba que eso significaba algo.
Era, como dije ya antes, un inventor de palabras maravillosas. Y le molestaban un poco los niños —aunque él educó a sus hijos y todo eso—; cuando pasaban cerca, se quitaba las gafas y se les quedaba viendo y riéndose les decía: «Compañerito, guarde su distancia» (ríe), porque él quería seguir conversando y que no lo interrumpieran. Él era un eterno enamorado, porque como todos los poetas necesitaba de sus musas. Pero su gran amor, su único verdadero amor, fue esa incomparable doña María, una mujer fuerte que lo dejaba a él en su torre de marfil, leyendo y escribiendo. Y ella era la que salía y arreglaba la panga; la que iba a San Carlos a hacer las compras; la que salía de casa con los venados y hacía de carpintero, de albañil, de todo. Y él muy feliz, encantado de la vida. Yo por eso quiero leerles ahora un fragmento de un admirable poema suyo que se llama Pequeña biografía de mi mujer. Dice así:
Porque, ya desde entonces, nadie como ella —una muchacha
de pantalones —para entenderse y darse a respetar,
negociar y tratar con los contadores y capitanes de las
embarcaciones y los carretoneros y camaroneros o
cargadores y con los negociantes y mercaderes de las
tienduchas del mercado y aun con los mismos usureros
Y era ya, sin embargo, una alemana pelirroja con un soberbio
cuerpo de colegiala atleta, ganadora del premio de
natación o de carrera
Parecida a la estatua de la muchacha griega que lanza el disco
o la jabalina
Con su cara pecosa de leona o gata
Y una mirada verde de reflejos dorados
Cuyo mensaje no descifraron los barbilindos extasiados
ante los cromos de las barberías
Más de una vez, algunos deslumbrados por ella en la noche de
un baile o la fiesta de un club, en Granada o Managua,
difícilmente la reconocían, vestida de over oll, en día de
trabajo, reparando un motor en el taller de Pipio o
dirigiendo la construcción del Vagamundo en la playa del lago
Sólo yo la miraba exactamente como era
No todo el mundo puede, en el momento dado, reconocer
a su mujer y casarse con ella.
Siempre que llegaba a la casa me decía que le leyera poemas míos, que le diera poemas míos y que le hablara de mi infancia y de mi juventud.
José Argüello: Apenas un pequeño fragmento de ese formidable poema en que describe todas las habilidades y cualidades de doña María. Tengo aquí el último libro en prosa que publicó Coronel Urtecho, que precisamente se llama Líneas para un boceto de Claribel Alegría; un libro muy curioso en que te examina como si fueras una gema, tratando de desentrañar todas tus facetas, tu personalidad, tu vida, tu obra literaria, y quisiera saber cómo fue que nació este libro.
Claribel: Bueno, mira, Coronel, como ya te dije antes, cada vez que venía a Managua nos llegaba a visitar a la casa. Y un día llegó y yo le regalé un libro mío que se llama Luisa en el país de la realidad. Es un libro que es un collage, donde hay viñetas de mi infancia y también poemas. Entonces él se lo llevó para Los Chiles y le gustó y me escribió cartas hablándome de eso y diciéndome que, ¡claro!, había descubierto que Luisa era yo y que, ahora más que nunca a él le gustaría ahondar más en mi personalidad. Y siempre que llegaba a la casa me decía que le leyera poemas míos, que le diera poemas míos, que le hablara de mi infancia y de mi juventud. Hasta que tuvo listo ese libro sobre mí que es una maravilla. Para mí ha sido uno de los honores más grandes que he recibido en mi vida. Además, la edición está muy linda; estuvo al cuidado de Roberto Díaz Castillo y quedó preciosa. Está su manuscrito y después el texto a máquina. Así fue que nació ese libro.
José Argüello: Ustedes dos, tanto Claribel Alegría como José Coronel Urtecho, han traducido poesía norteamericana. Coronel tradujo junto con Ernesto Cardenal muchos de los grandes poetas norteamericanos del siglo XX. Incluso yo creo que esa antología de poesía norteamericana publicada por Aguilar en 1963 quizás sea una de las antologías más importantes publicadas en lengua castellana. ¿Qué valoración te merecen sus traducciones?
Claribel: Me parecen excelentes; ¡muy, muy buenas! Fíjate que él tradujo a Ezra Pound, nada menos. Ezra Pound es un poeta terriblemente difícil para traducir y Ezra Pound vio las traducciones de Coronel Urtecho y le escribió un par de veces alabándoselas.
Él tenía con la literatura de los Estados Unidos una gran familiaridad; vivió dos veces allí, la primera de joven en San Francisco, de 1924 a 1927, y otra vez ya mayor, como cónsul en Nueva York. Y entonces ahí conoció a fondo la escritura de William Carlos Williams, le fascinó su tono conversacional y esa poesía coloquial la trajo él a Nicaragua e influyó muchísimo en los poetas de la generación posterior a la suya.
Me contaba de la vida retirada que hacía (…), y cómo él muchas veces se asomaba a la baranda a ver el río y a imaginarse que algún visitante vendría.
Además de Pound tradujo a muchos más y sus traducciones son para mí óptimas. Esa antología que hizo con Ernesto Cardenal a mí me entusiasma verdaderamente. No solo tenía una gran familiaridad con la poesía norteamericana, sino también con la francesa. Antes de irse a los Estados Unidos, él leyó muchísima poesía en francés, que era lo que se usaba en ese entonces, cultivar la cultura francesa. Y yo recuerdo que a él se le iluminaban los ojos cuando me hablaba de los poetas malditos, de Rimbaud; él los podía recitar de memoria. Era una maravilla oírlo.
José Argüello: Es bien sabido que don José fue un maestro de poetas. Uno de sus discípulos fue nada menos que Ernesto Cardenal, quien además es su sobrino y en su juventud Coronel Urtecho fue su mentor literario y el principal promotor de su vocación poética. No sé si Cardenal hubiera tenido la fuerza de llegar a ser el poeta que fue si no hubiera tenido ese apoyo entusiasta de Coronel, y el de su primo hermano Pablo Antonio Cuadra, en su juventud.
Claribel: Puede ser. Además de maestro de Ernesto Cardenal, él decía que era maestro de los tres Ernestos: del propio Cardenal, de Carlos Ernesto Martínez Rivas y de Ernesto Mejía Sánchez. Siempre decía «de los tres Ernestos»; él fue mentor de todos ellos y el principal promotor de su vocación literaria de poetas.
José Argüello: Y ellos solían visitarlo en su hacienda, allá en San Francisco del Río, en los años 50 y 60.
Claribel: Así me contaba él. Y entonces me contaba de la vida retirada que hacía tanto en San Francisco del Río como en Los Chiles, y como él muchas veces se asomaba a la baranda a ver el río y a imaginarse que algún visitante vendría. A veces eran visitantes fantasmas, pero otras veces eran visitantes reales. Y en su admirable libro Rápido tránsito tiene páginas sobre algunos que lo llegaron a visitar; después, ya durante la revolución, lo fueron a visitar Julio Cortázar y también Eduardo Galeano. Y con los dos hizo una entrañable amistad.
José Argüello: Como ejemplo de la prosa de Coronel Urtecho vamos a leerles ahora un fragmento de Rápido tránsito, en el que describe a un extraño visitante que recibió en su hacienda, allá cerca del río San Juan. Es la descripción de un joven científico norteamericano que llegó allá en busca de animales y especies extrañas y se hizo amigo suyo.
Lee Claribel:
Amigo mío propiamente solo lo ha sido mi amigo Douglas. Se apareció una vez inesperadamente, como lo hacían todos, pero estaba marcado con un signo distinto, por un estilo diferente. Había en él un aire despreocupado, feliz, de muchacho en perfecta armonía consigo mismo y su contorno. Tendría, creo, 22 años y se veía fino, suave, vulnerable, con un cutis de muchacha. Cargaba una mochila de boy scout, andaba puesta una gorrita de marinero y caminaba volando hacia adelante y hacia afuera las manos y los pies con movimientos sueltos, flojos, como los de una muñeca de trapo. Movía la cabeza al andar como los ciegos, aunque sus ojos veían todo lo que se escurría por el suelo, como quien va recordando una música o silbando una canción.
Atrapaba con increíble celeridad sapos, culebras gallegos y toda suerte de sabandijas que examinaba cuidadosamente. Tomaba, si acaso, notas, y dejaba enseguida escapar, salvo en las raras ocasiones en que tenía la suerte de dar con algún ejemplar particularmente interesante para definir algún punto indeciso de la tesis, que estaba preparando para graduarse en Harvard, según me dijo.
Jamás he visto un entusiasmo igual al suyo cuando se apoderó de una pequeña tortuga de tierra que declaró bailando de alegría: «Será algo inapreciable», porque destruye la afirmación de un eminente naturalista, profesor suyo, de que esa clase de tortugas en que era el principal especialista, solo existía en Norteamérica. La guardó en un pequeño costal de manta en el que ya encerraba dos de especies menos revolucionarias y fue tremendo su desconsuelo al descubrir por la mañana que el ejemplar heterodoxo había abierto un agujero y escapado, quedando en el costal las otras dos vulgares compañeras.
No fue posible hallarla en los alrededores de la casa, ni debajo del piso, ni dar después con otra de la misma especie, por más que la buscamos en las selvas vecinas. Douglas era un universitario típico de la generación inmediatamente anterior a la guerra, de ideas radicales. No tenía la menor ambición de dinero, amaba una vida simple, en contacto con la naturaleza, dedicada al estudio de los animales, especialmente de los reptiles.
Conocía todas las plantas, todos los mamíferos y los peces, los reptiles y los pájaros. Hablaba con desprecio de los ideales prácticos de su tierra, salvo la ciencia. Se avergonzaba de toda explotación capitalista y se decía ateo. Yo sospechaba que fuera comunista, pero pocas veces he conocido un joven norteamericano más sano de alma, más comprensivo y bondadoso. Sus maneras, entre toda clase de gente, eran sencillas y no le conocí prejuicios de ninguna especie. Era un temperamento sensible, poético, que amaba todas las cosas bellas o interesantes por ellas mismas, de una manera natural y sin alarde, y no tenía ningún rasgo profesional, salvo cierta actitud científica, ligeramente deshumanizada, de manipular los ejemplares vivos que capturaba. Yo lo vi derribar en un lugar donde nos encontramos por centenares unos pájaros moscas o colibríes usando tiros 22 cargados de arenilla de plomo, que sin matarlos los atontaba, y él, con sus dedos largos, rápidos, inexorables como pinzas, les apretaba los minúsculos pechos hasta romperles el corazón como un resorte. Decía que de ese modo sufrían menos.
«Inesperadamente les sacaba de la oreja un chicle, una pipilacha, un perrozompopo, bicho que ellos consideraban terriblemente venenoso».
Sus dedos de atrapador y manipulador de batracios y de reptiles lo eran también de prestidigitador. Mis pequeños hijos lo consideraban un poderoso mágico, un ser enteramente excepcional, aunque también sus movimientos despreocupados, su incontenible hablar en una lengua ininteligible para ellos, su andar cogiendo sapos y sabandijas, les hacía sospechar que fuera loco. Lo miraban con una mezcla de admiración, de temor y de risa. Inesperadamente les sacaba de la oreja un chicle, una pipilacha, un perrozompopo, bicho que ellos consideraban terriblemente venenoso. Con la boca abierta lo miraban tomar una baraja, abrirla en abanico, pedirme a mí que me fijara en una carta -yo me fijaba en el siete de corazón rojo-, barajar, sacar con pulcritud entre el pulgar y el índice de la mano derecha, mostrarme el siete de tabletas, preguntándome: «¿Es ésta?», decirle yo que no, volverla apenas hacia él para mirarla un segundo con extrañeza y preguntarme: «¿Está seguro?», sin soltarla un momento de entre los mismos dedos en alto, a la vista de todos, volviéndola hacia mí, para que la mirara bien y comprobara que era precisamente el siete de corazón rojo, que era mi carta.
José Argüello: Leo ahora un soneto de José Coronel Urtecho dedicado a su esposa y titulado Ausencia de la esposa:
Todo es tranquilidad en tu presencia.
Contiguo el mundo entero es nuestra casa
a cuya vera el tiempo lento pasa
dándole eternidad a la experiencia.
Mas qué desolación y qué inclemencia,
qué cruel angustia la que me traspasa,
qué ardiente sed de ti la que me abrasa
en el desierto de tu larga ausencia.
Vuelve a llenar de sol, calor y vida
mi cuerpo que se ajusta a tu medida
y mi alma que hace veces de la tuya.
Ven a calmar las ansias de mi pecho,
y a llenar el vacío de tu lecho
para que mane miel y leche fluya.
Claribel: ¡Era un sonetista tan puro José Coronel! Y era también, como ya dijimos antes, un gran experimentador. Yo les quiero leer este poema suyo muy lindo que se llama Oyendo el canto de las poponé y las ranas. Poponé es un pajarito que existe ahí por el río San Juan.
Poponé, poné, poné
poponé, poné, poné
Poponé, poné
poné…Cantan las poponé.
Son las 6 de la tarde. Ya no se ve.
Encenderé la luz. Tomaré
mi café. Fumaré.
Leeré. Me acostaré.
No sé si dormiré o si moriré.
No sé si soy o he sido o si seré José.
No sé si sé o no sé o si lo que sé lo sé.
Poponé, poné
Poné… Para qué?
Para qué qué?
Radio Universidad presentó «Grandes escritores vistos por Claribel Alegría», en diálogo con José Argüello Lacayo.
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