Cultura
Fotografías: Giuseppe Dezza
A inicios de la década de 2000, Radio Universidad de la UCA de Managua, divulgó una serie de entrevistas de José Arguello a Claribel Alegría. Hemos retomado los audios, los cuales publicamos en formato de podcast, uno en cada edición de Espacio Revista y, además, ofrecemos la versión escrita de las entrevistas. En cada una Claribel conversa sobre grandes de la literatura, como Juan Ramón Jiménez, José Vasconcelos, Roque Dalton y Juan Rulfo, entre otros.
José Arguello Lacayo*
Junio 28, 2024
José Arguello: En nuestro encuentro de hoy con Claribel Alegría vamos a evocar la figura de don José Vasconcelos, escritor mexicano nacido en el año de 1882 y muerto en 1959. Vasconcelos fue a la vez educador, político y filósofo. Es muy conocida su autobiografía Ulises Criollo en cinco volúmenes, publicada en el año 1935 y también su famoso libro La raza cósmica, que apareció en el año 1925. Se destacó como ministro de Educación Pública de México entre 1920 y 1924, donde amplió el sistema educativo mexicano y el sistema escolar en los sectores rurales de México y se destacó por fomentar la cultura. Invitó, entre otras personalidades, a la gran poetisa Gabriela Mistral, quien hizo una magnífica labor entre los maestros y maestras de México. Claribel, ¿cómo fue tu primer encuentro con don José Vasconcelos?
Claribel: Bueno, fue ahí por el año 1931. Ya te he contado que a mi casa llegaba mucha gente, mucha gente interesante, literatos, pintores, músicos, etcétera. Y un día mi padre vino y dijo: «Va a venir a almorzar a casa un gigante». Yo era gran lectora del libro de cuentos. Inmediatamente me imaginé a un gigante enorme, y estaba que no podía dormir esperando el día en que iba a llegar el gigante.
Entonces entró Vasconcelos, y Vasconcelos era un hombre bajito, más bajo que mi padre y yo tuve una desilusión espantosa y lo miré y le dije: «¡Ay, yo creía que usted era un gigante!». Y él se puso a reír y ahí empezó una gran amistad entre nosotros. Y bueno, al día siguiente yo me acuerdo que hicimos un pic-nic, un almuerzo campestre, y entonces yo iba paradita en el carro y mis padres malamente me dijeron que recitara Margarita, está linda la mar. Entonces empecé a recitar Margarita y me equivoqué y le dije: «Pero eso no importa, se lo voy a seguir contando el cuento, que es muy lindo». Y le conté el cuento. Así que hicimos una amistad entrañable ese día y él me miró a los ojos de repente y me dice: «Claribel, yo profetizo que tú vas a ser poeta».
Y yo me puse feliz. Y me dijo: «Me gusta mucho tu nombre. Clara Isabel. Muy lindo nombre. Pero yo te sugeriría que cuando empieces a escribir te lo cambies a Claribel Alegría». Ay, a mí me encantó. Yo dije yo no voy a esperar hasta entonces. Ya anuncié a mis padres y a todo el mundo que yo no me llamaba más Clara Isabel, que me llamaba Claribel. Vasconcelos era un hombre muy especial, como lo recuerdo yo en ese encuentro. Como dije, era un poco bajo, un poquito gordito, no demasiado, con unos ojos bondadosos muy profundos, pero irradiaban sobre todo para mí, una gran bondad que te hacía sentir bien, con toda confianza.
José Arguello: Esa bondad y esa ternura, Claribel se refleja muy vívidamente en una cartita muy hermosa que te escribió Vasconcelos el 19 de septiembre de 1934. En ese momento él tenía ya 52 años y vos eras apenas una niñita de diez. Y la carta dice así: «Claribel bonita, nunca olvido a la tierna niña que me recitó versos y me dio un beso en la mejilla una dulce tarde centroamericana. Y me imagino ahora Claribel, ya casi adolescente, mirando con asombro el mundo desde sus ojos bellos e inteligentes, pronto lucirá en esos ojos el fuego de los volcanes que originan catástrofes. Pero Claribel sabrá poner siempre por encima de toda agitación la poesía de su alma noble y bien criada.
«Él [José Vasconcelos] dice que Mesoamérica, es decir, México y Centroamérica, están destinados a dar al hombre nuevo, porque es donde va a surgir la raza cósmica». Claribel Alegría.
Yo también, mi Claribel, he cambiado. Ahora soy abuelo dichoso con una nietecita que anhelo se parezca a Claribel y a la cual hablaré de ti, su hermanita mayor, para que si algún día pasa por Centroamérica o si tú vas a México, te devuelva ella el beso infantil que alegró mi vida aquella tarde dulce centroamericana. Adiós Claribel bonita, recuerdos cariñosos. José Vasconcelos». ¿Muy linda, no? Esa carta. Y después de ese encuentro breve que fue allá por el año 1931, es importante mencionar de que en ese momento Vasconcelos estaba realizando una gira por toda América Latina que describe en su autobiografía. Él se había postulado para presidente en el año 29 y de hecho había logrado un apoyo abrumador del pueblo mexicano y hubiera llegado a ser el presidente de México. Pero ese destino se torció porque Plutarco Elías Calles, mancomunado con Estados Unidos impidieron su acceso a la presidencia y entonces él tuvo que salir al exilio y comenzó a dar una serie de conferencias por toda América Latina, donde fue muy bien recibido en muchísimos países. Después de ese encuentro significativo y efímero, allá en el año 31, ¿volvieron a verse?
Claribel: Sí, pero mucho después. Pero antes él me mandaba, siempre me mandaba cartas. De vez en cuando me mandaba cartas. Me recuerdo un libro cuando yo tenía unos 7 u 8 años, de Rudyard Kipling en las, ¿cómo se llama? Los cuentos de la selva, en el que aparece Mowgli y nos carteábamos de vez en cuando. Luego, después, yo viajé a México cuando iba para los Estados Unidos, ya tenía 18 años. Entonces viajé, llamé a Vasconcelos que me recibió con un gran cariño y yo le llevaba un puñado de poemas. Entonces él me dijo: «Mira, yo soy filósofo, no soy poeta, pero quiero que conozcas a nuestro gran poeta que es Alfonso Reyes», y él me llevó a conocer nada menos que Alfonso Reyes.
José Arguello: Y hay que decir que el gran Jorge Luis Borges ha dicho que Alfonso Reyes es para él el más grande escritor de lengua castellana. Lo pone por encima de Darío y de Cervantes. Tenemos acá también una cartita escrita por Reyes el 24 de marzo de 1944. En ese momento Claribel tenía 20 años y don Alfonso, el gran polígrafo, 55 años. Y escribe esta carta en un momento de enfermedad y decaimiento espiritual, como se refleja en ella y te anima, te anima como poeta. Dice: «Aquí tengo Claribel, niña querida, aquí tengo su última carta con los dos lindos poemas Alma mía, despierta y Toda la tarde he pasado. Muy bien, adelante, todo de calidad.
El escritor mexicano nacido en Oaxaca, José Vasconcellos, fue opositor al gobierno de Porfirio Díaz.
Más adelante dice estas frases hermosas: «Aquí en mi biblioteca, delante de mis ojos está el retrato de Claribel, con sus lindos ojos llenos de vida que me animan a seguir viviendo y trabajando». ¡Hay! Pero por esta cabeza y este corazón han pasado ya 30 siglos de historia y de literatura, de humano dolor y amor humano.
No sé si podré. Un abrazo cariñoso del pobre viejo que aún no se resigna a serlo y tenía apenas 55 años.
Claribel: Y ya lo veía como un viejito. ¡Qué barbaridad!
José Arguello: Después de ese encuentro en México, a tus 18 años, ¿seguiste rumbo a Estados Unidos?
Claribel: Sí, seguí rumbo a Estados Unidos, pero en 1951 nos vinimos a vivir a México. Yo ya tenía tres hijas porque las tuve muy rápidamente y tuve gemelas, ¿no? Y entonces nos estuvimos en México dos años y Vasconcelos fue cariñosísimo con nosotros y nos invitaba, todos los domingos almorzábamos con él. Todavía me acuerdo la dirección de su casa: Águila 151 y bueno, eran almuerzos más bien familiares, pero de todas maneras él me recomendaba lecturas y hablábamos a veces de lo último que había salido en México y él ya se había vuelto muy conservador. Vasconcelos era, fue, estuvo con la Revolución Mexicana y todo lo demás…
José Arguello: Había sido ministro…
Claribel: Claro, claro. Pero después se fue poniendo más y más conservador, quizás por el desencanto, una serie de desencantos que tuvo, ¿verdad? Y entonces a él le daba mucha rabia que yo frecuentara tanto a mis «amigos rojillos», como le decía él, que eran los amigos de izquierda que tenía yo, pero conmigo siempre fue cariñosísimo, ya te digo, me recomendaba lecturas, sobre todo me recomendaba que leyera mucho a Platón. Decía que eso iba a ahondar mucho en mi poesía, que leyera a Platón, y siempre, también, a los místicos. Vasconcelos era un místico. En realidad yo ahora lo estoy viendo así. Se me acaba de ocurrir.
«Y tiene una frase que a mí me fascina y que yo creo que está en todas las universidades de México, que dice “Por mi raza hablará el espíritu”». Claribel Alegría.
José Arguello: Pues eso coincide con su ideario filosófico, porque él, como filósofo, reacciona frente al positivismo que se había instaurado en América Latina en el siglo XIX, y que preconizaba el saber científico, el saber experimental. Y entonces, él sentía que la ciencia como que disecaba o no lograba penetrar en el corazón de la realidad y por eso es que él, en su pensamiento filosófico, le da un lugar también al mito, a la poesía, a la religión ¿no? Incluso llega a decir que solo la emoción penetra la esencia de las cosas. Y hasta dice que hay en la poesía, un saber prefilosófico. O sea que su pensamiento filosófico como que abarca, integra todas esas otras modalidades de experiencia tan decisivas para el ser humano.
Claribel. Así es. Y en su raza cósmica ¿te acuerdas de su raza cósmica? A mí me fascina eso, porque él dice que Mesoamérica, es decir, México y Centroamérica, están destinados a dar al hombre nuevo, porque es donde va a surgir la raza cósmica, porque estamos… hay tanta mezcla y que eso es una maravilla y es muy vital. Eso me encanta a mí.
José Arguello: Él ahí presenta en ese libro publicado en 1925 como una visión utópica de lo que él deseaba que fuera la América Latina. Estamos muy lejos de la ideología racista que se postuló en Europa en los años 30. Para él la raza no era algo discriminatorio, sino que él lo decía en un sentido más bien cultural. La utopía de Vasconcelos era universalista. Él deseaba que de la fusión y del mestizaje de nuestros pueblos indígenas, negros, europeos, surgiera una matriz cultural amplia que supiera integrar las diferentes culturas y que de esa fusión surgiera un alma universal…
Claribel: Un alma universal, una raza cósmica, como decía él. Y tiene una frase que a mí me fascina y que yo creo que está en todas las universidades de México, que dice «Por mi raza hablará el espíritu».
José Arguello: Con el deseo de que nuestros radioescuchas tengan un contacto directo con los escritores que vamos a presentar en estos programas, vamos a leer ahora dos fragmentos de la autobiografía de José Vasconcelos, El Ulises criollo. El capítulo que voy a presentar ahora se titula «Popayán», el nombre de una ciudad colombiana que él visitó en los años 30.
Popayán
A la orgullosa y tradicionalista Popayán llegué un atardecer tras de un pintoresco recorrido por ferrocarril. La recepción popular resultó imponente gracias a los estudiantes de la universidad local que pusieron en ella todo su entusiasmo y lograron arrastrar al pueblo y al comercio.
Detrás de todo actuó, así mismo, la generosidad de Guillermo Valencia, que es allá el maestro particularmente respetado y el político de influencia avasalladora. Desde la estación se puso a mi lado en el desfile numerosísimo que nos acompañó al hotel. Juntos salimos al balcón para saludar al público congregado abajo y para escuchar el hermoso discurso de bienvenida que desde el balcón de una de las casas de enfrente pronunció un estudiante.
Se dispersó la masa anónima y luego, en la sala del hotel, Valencia hizo las presentaciones, conversó unos minutos. Luego me dejó en manos de afables colegas después de darme cita para el día siguiente.
El rector de la Universidad, doctor Jiménez Rojas, me tomó por su cuenta. Expresó que patrocinaría un acto público y que era yo huésped de su instituto. La Universidad de Popayán era un instituto perfectamente bien atendido. Abarcaba el Colegio Preparatorio y facultades de Medicina e Ingeniería. Su salón de actos que visité en compañía de Valencia y del rector está decorado con pinturas murales impresionistas un tanto chillantes. El edificio espacioso cuenta con varios patios de arcadas. Para librarme del ruido del hotel me alojó el rector en una alcoba bien puesta y silenciosa por un ángulo retirado del tráfico. En el vaso de la mesita de noche me encontré un manojo de orquídeas de la quinta que Valencia tiene en los alrededores de la ciudad.
Visité la quinta una mañana en sus corredores que dan sobre un jardín de flora tropical conversé largamente con Valencia. A mitad de la plática mandó sacar una botella de las reservadas para las grandes ocasiones. Un tokay excelente que gustamos vaso tras vaso.
«En cierto modo éramos él y yo víctimas parejas de la apatía nacional que se deja vencer de las intrigas del imperialismo…». Popayán, José Vasconcelos.
Es sabio Valencia en filosofía, en sociología y se mantiene al tanto de lo que se hace o intenta hacer en todo el continente. Con nadie me sentí en Colombia más de acuerdo y me convencí de que era calumnioso cuanto en contra suya, murmuraban políticos, profesionales que no se atrevían a confesar la pérdida que fue para Colombia no tener un Valencia en la primera magistratura.
En cierto modo éramos él y yo víctimas parejas de la apatía nacional que se deja vencer de las intrigas del imperialismo, resuelto a no permitir que los mejores asuman el mando en sus colonias de facto. Lo que más seduce en Valencia es su sencillez y modestia. Yo, que soy más lector de versos y olvidadizo de los que leo, hubiera pasado apuros en su compañía, ya que apenas recuerdo algún fragmento de tal o cual poema, si no fuese Valencia hombre de vida interior vigorosa que no se está repitiendo y se haya entregado a meditaciones profundas.
Su famosa biblioteca y las labores del campo le ocupan su tiempo. Recorriendo su propiedad me mostró sobre los árboles, los parásitos lozanos de donde procedían las orquídeas, que me había obsequiado con la sencillez con que otros reparten rosas.
El domingo, y estando alojado en la universidad, no quise eximirme de asistir a la misa que en la capilla respectiva se celebra con asistencia del internado, los profesores y el rector. En universidades o colegios protestantes donde he sido huésped, he asistido al servicio extranjero ¿por qué no habróa de hacerlo en una universidad católica donde el culto es el de mi raza?
Por su parte, Valencia me llevó a visitar los templos más notables. Poseen ricos altares en estilo churriguera, naves anchas y macizas recuerdan las del sur de México, pero constituyen variedad distinta del estilo que llamamos colonial, cuya fecundidad y esplendor no se acaba de apreciar cuando no se han visitado los tesoros que guarda el sur.
Sobre la ciudad pesa la melancolía del aislamiento que crean las altas montañas. El mismo ferrocarril no ha logrado animarla. Sbre el antiguo empedrado de las calles anchas con casas enjalbegadas de un solo piso. No se ven automóviles, ni carros, apenas mulos de carga y borricos.
Los escasos viandantes visten de negro. Pero hay en el lugar riquezas para darme a conocer las famosas esmeraldas colombianas, Valencia me llevó al Tesoro, la Catedral y a la casa de un particular donde pude ver engarzadas en oro en una especie de copón, una docena o más de cabujones preciosos.
Claribel: Yo voy a leer ahora otra página del Ulises Criollo.
Después de su periplo en América, por toda América Latina, Vasconcelos se fue a París, en los años 30, a principios de los 30. Y ahí se encontró con Valeria —así se llama en el libro esta compañera suya, que había sido compañera suya— y la encontró muy deprimida. Estaba muy afligida porque su ex marido en México reclamaba la custodia de su hijo, y ella le mandó al hijo y se encontraba muy deprimida.
Y entonces se fue una vez en otro a la iglesia de Notre Dame y allí, frente a un crucifijo, sacó la pistola y se pegó un tiro en el corazón. Entonces, Vasconcelos escribe lo siguiente:
«Había sido Cueto, amigo de Valeria desde México, y siempre que nos quedábamos solos hablábamos de ella largamente. El misterio de su carácter, la grandeza de su ingenio, su frialdad que escondía ternura, me descargaba teniendo con quien recordarla. Y seguía preocupado con mi proyecto de oírle una misa en el lugar mismo en que se había matado. Y eso que me daba horror Notre Dame, procuraba no pasar por ahí, salvo alguna vez por necesidad y sin voltear la mirada hacia el templo, pero sin perjuicio del imperativo que había de llevarme a rezar en él por la muerta. Y dejaba pasar los días como si cierto plazo fuera necesario para la terminación del embrujo en que habíamos caído ambos, a la vez, convencido de que era menester consumar una suerte de expiación purificadora. Y la ocasión me la dio el anuncio de la memorable función presidida por el cardenal arzobispo que en los coros del Vaticano fascinaron París cantando la misa del Papa Marcelo de Palestrina.
A no sé cuántos francos la entrada no había sitio para un oyente más, ni puesto de pie. Apretada masa humana se mantuvo más de una hora. Suspenso el ánimo recreada la mente con la maravilla de una orquestación puramente vocal en canto llano y en contrapunto sublimes. Suelta la música, el río de la conciencia, un torrente de ideas y sentimientos, enlaza con el desarrollo del ceremonial.
Y aunque no pensase en concreto en la muerte, estaba ella dentro de mí colaborando en mis reflexiones, hasta que llegué al pensamiento terrible del más allá. ¿En donde estaba ella realmente, cómo estaba deshecha, nada más como cualquier animal, sufriendo en la sombra, gozando de paz luminosa?
«No podía estar en ningún infierno un alma que pecó por exigirle a la vida un máximum de nobleza, por rebelarse frente a la ruindad y el crimen». Ulises Criollo, José Vasconcelos.
Rasgaron el aire las quejas y clamores del Kiri. Tiembla y sube la plegaria como el anhelo y no sé qué certeza súbita y clarividente nos dice que así como se ilumina la sombra con la luz de los cirios, milagro del ingenio del hombre, nada impide que el ingenio divino opere en la muerte una transfiguración en que el alma, vestida de figura corpórea, tan sólo en la forma, subsiste suspensa, sin fatiga, en espacios fluidos, sutiles, eternos. Y la vi alzarse, emparejada con una de las voces del coro, suplicante pero encendida en flama benigna, dichosa, con el hallazgo del ritmo que es el camino de lo absoluto.
Le quedaban sin duda muchos ascensos que consumar. Pero en el rostro la certeza de la revelación le había puesto calma, radiante, y era como si por abajo acabara de libertarse de un fuego devorador. Vencida la prueba, o si se quiere el castigo de las llamas que consumen las impurezas y enseguida lanzan a lo alto, redimida el alma, como sale puro el oro de un crisol. Absorto la miré en su danza de fuego y luz, en ritmo de flamas que devastan pero alumbran la ruta, y parecida a la figura de esos cuadros teológicos que nos asoman a la serie de los mundos en un abismo, el caos, el horror de la materia, en medio, la brega del alma y las cosas, las otras almas y, arriba, la liberación, el éxtasis, la dicha.
¿Cómo se llega a tal solución salvadora? El rito sagrado lo va diciendo paso a paso, con lentitud noble. El descenso del Cordero que salva, rescata los pecados del mundo y la piedad del santos dan la explicación cabal del prodigio. A la hora de alzar cuando exprese el corazón su más secreto anhelo sentí que lo esencial del mensaje cristiano es la revelación, la liberación del poder que posee la misericordia.
No podía estar en ningún infierno un alma que pecó por exigirle a la vida un máximum de nobleza, por rebelarse frente a la ruindad y el crimen. Y aunque hubiese pecado gravemente, para eso estaba el amor del Padre en quien había confiado, muy distinto de la justicia rencorosa de Jehová. No cabía duda, en el canto final de la misa su danza tomaba el giro elegante del ascenso de los arcángeles. Comprendí que estaba perdonada y que el perdón de ella era promesa del mío. Y en rápida súbita serie de reflexiones me dije: «A la irracionalidad del mal corresponde, no la lógica del castigo, sino el otro extremo del despropósito: el amor que perdona porque sigue amando».
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