Alberto Barrera *
Julio 28, 2023
Animados después de la cena en casa de la tía Maura en Mejicanos transitábamos esa noche de sábado sobre la 5ª calle poniente. En la esquina de un empinado pasaje hacia la iglesia El Calvario vimos siluetas de gente armada que observaba una casa a no más de 100 metros. Pronto se desató una nutrida balacera.
“¿Qué pasa papi?”, fue la pregunta de mis tres pequeños hijos, su madre me vio y entendió que era un ataque guerrillero a la paramilitar Defensa Civil de la populosa ciudad. Les balbuceé una respuesta y aceleré el vehículo. Raudos superamos la distancia a la vivienda de otros familiares en la colonia 26 de Enero.
Asustados nos recibieron y preguntaron qué era lo que pasaba. Les dije que creía que era el inicio de un ataque masivo del entonces guerrillero FMLN, pues en la prensa internacional los rumores eran que lanzarían una ofensiva para empujar las negociaciones que pusieran fin a la guerra.
En el tramo de la corta ruta vimos gente corriendo desesperada buscando refugio pues el tiroteo se había extendido. Explosiones de fuertes armas y el ruido de helicópteros que disparaban morteros hacia supuestas posiciones rebeldes espantaban a los residentes no solo en esa ciudad, también en otras de la periferia de San Salvador. La relativa tranquilidad nocturna se había roto.
Confirmé que las acciones de ese 11 de noviembre de 1989 eran parte de la ofensiva militar de la guerrilla. Dos de los cinco jefes del FMLN nos lo habían insinuado en una entrevista que les hicimos con mi amiga y colega Any Cabrera (✝) en Managua tres días antes.
Esa noche casi nadie durmió. Yo reporteaba telefónicamente para la agencia británica Reuters en la que trabajaba y los demás no podían conciliar el sueño ante la refriega armada. En la modorra del desvelo alguien contaba chistes, otros comentaban la realidad, pero la mayoría tenía miedo.
Al amanecer cesaron los disparos y al salir de la casa jóvenes combatientes descansaban sentados en las aceras, tomaban café que residentes les ofrecían o conversaban animados. Hablé con algunos de ellos, tomé notas y les pedí que me permitieran salir pues era periodista y mis hijos tenían que estar en casa. Dijeron que sí, pero me advirtieron que lo hiciera con cuidado pues en la colonia Zacamil, a unos 300 metros o un poco más, estaba el ejército.
Con el rótulo de prensa y una bandera blanca improvisada salimos a bordo de nuestro pequeño microbús. Al doblar en el cruce de la 5ª calle y la calle Zacamil vimos a pocos metros vehículos blindados y numerosos soldados. Un retén nos hizo parada, me identifiqué y les dije lo que había pasado, pero necesitaba salir para llevar a mis hijos a casa, y yo, a trabajar. No hubo problemas. Sentí raro que mis hijos estuvieran conmigo en una cobertura noticiosa.
Llegamos a nuestro destino sin novedades. Vimos en el recorrido pocos vehículos, la mayoría militares y ambulancias de organismos de socorro. Escasos pobladores caminando temerosos en las aceras. Las hostilidades se escuchaban a lo lejos, hacia la periferia oriente de la capital.
La guerrilla había incursionado a la elegante colonia Escalón y atacaban a los policías que daban seguridad al hotel en el que se alojaba Baena.
El periodista Alberto Barrrera, junto a su familia y colegas en la torre del ascensor del hotel Sheraton. Foto: Richard Jacobsen
Luego de una intensa labor periodística durante 10 días, nos alojamos con mi familia en el hotel Sheraton, junto a otros dos colegas estadounidenses y un inglés que habían llegado a reforzar la corresponsalía de Reuters. Esa noche apareció el Secretario General de la OEA, João Baena Soares, quien pretendía mediar para que cesaran los combates. Pero se negó a dar declaraciones.
En la madrugada del 21 de noviembre los combates ya no se escuchaban lejos, eran muy cercanos. La guerrilla había incursionado a la elegante colonia Escalón y atacaban a los policías que daban seguridad al hotel en el que se alojaba Baena.
Despertamos y nos preparamos para salir si era posible y necesario. Pero los combates se prolongaron y nos ubicamos en uno de los pisos superiores. Baena y sus colaboradores nos pidieron que por seguridad nos concentráramos en una habitación en la que colocaron colchones en las ventanas en prevención de que cayeran proyectiles.
Apretados en el pequeño cuarto con calor por las ventanas cerradas y sin ventiladores veíamos los rostros de los niños y del mismo alto funcionario de la OEA angustiados. No había salida inmediata, solo intentar evitar daños.
Baena rechazó el ofrecimiento telefónico de un jefe guerrillero de evacuarlo. En cambio, lo responsabilizó de lo que le pasara a él y a todos los que estábamos encerrados.
Un comando militar de fuerzas especiales desembarcado desde un helicóptero en el techo del edificio apareció de pronto, iban a rescatar a Baena. Habló con ellos y aceptó salir, pero con la condición de que le acompañaran mi esposa y los tres niños. Era mi decisión, y fue una de las peores en mi vida.
Lo medité y al final consentí que salieran. No pude acompañarlos porque los de la OEA dijeron que no podía hacerlo por mi condición de periodista. Fui con ellos hasta el lobby del hotel y vi cómo subieron a la tanqueta, la observé hasta que se perdió en las desiguales calles de la Escalón.
Acabé angustiado en la residencia del embajador de México, Hermilo López-Bassols. Mi familia estuvo en el Estado Mayor del Ejército adonde los llevaron los militares. Después, el colega Ricardo Chacón, que laboraba en la agencia EFE, los llevó a la casa de su abuela Juanita en Ciudad Merliot. Hasta la noche supe que estaban bien, mientras se negociaba la salida de un grupo de marines atrapados en la torre VIP del hotel.
Esa noche observé desde la terraza de la lujosa casa las relampagueantes luces de poderosas armas de fuego en los combates entre rebeldes y soldados en San Salvador.
* Periodista salvadoreño
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