Memoria

Ilustración: Luis Galdámez

Recogiendo cadáveres

Miguel Ángel Chinchilla *

Agosto 9, 2024

Miguel Ángel Chinchilla reúne en su obra, Recogiendo cadáveres, fragmentos de las vidas de monseñor Óscar Arnulfo Romero y Roberto D’Aubuisson. Organizada en cuatro capítulos, la obra nos refiere al periodo entre 1943, un año después de la ordenación de Romero como sacerdote, hasta 1992, año en el que muriera el exmayor a causa del cáncer. Chinchilla presenta el contexto social, político y eclesial que sirvió como trasfondo y enmarcó la realidad salvadoreña de esos años. Con el aval del autor publicamos fragmentos de su obra.

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Romero es nombrado arzobispo, Rutilio es asesinado

De algún lugar llegaba un olor a leña de tortillería. Aquel aroma se mezclaba con el olor de bálsamo que se respiraba en los pasillos del obispado. Los pájaros gorjeaban alocados en los árboles del jardín. Como de costumbre monseñor Romero estaba inquieto, algo lo perturbaba. El arzobispo Chávez y González lo había llamado por teléfono para contarle que iba a renunciar al cargo obligado por la edad. He propuesto en la Santa Sede tu nombre y el de monseñor Rivera para que uno de los dos pueda sucederme. Al escuchar aquellas palabras Romero se estremeció, pero en el fondo sabía que era el Espíritu Santo manifestándose. Era la Navidad de 1976.

39 años atrás Luis Chávez y González había sido entronizado como arzobispo metropolitano de San Salvador en 1938 cuando el prelado apenas tenía 37 años de edad. Con el breviario entre las manos monseñor Romero recordó en aquel momento cuando el obispo Dueñas y Argumedo poniéndole el índice en la frente, le dijo: obispo serás. Tendría Oscar diez años y el hecho sucedió en Ciudad Barrios. Las palabras del obispo Dueñas fueron proféticas.

Desde niño Oscar fue un chico enfermizo, nervioso, tímido, como resultado del severo padecimiento pulmonar que padeció apenas cumplía cuatro años. Se le vino al recuerdo también su hermano Gustavo que se hizo bolito (alcohólico) y murió de eso. Gustavo siempre lo buscaba en la parroquia porque sabía que su hermano el cura nunca lo desamparaba. Oscar lo regañaba y hasta lo inscribió en un grupo de alcohólicos anónimos, pero Gustavo se perdía por días y aparecía a las semanas demacrado y deteriorado. A pesar de todo fueron tiempos bonitos en San Miguel. Radio Chaparrastique transmitía a diario sus reflexiones bíblicas y la gente lo quería. Los pobres y menesterosos lo perseguían porque siempre les daba monedas, pesetas o a veces hasta tostones. No obstante, el clero de la zona marginaba al padre Romero porque era demasiado correcto. Estos curas sabían que Romero sabía sobre sus vidas pecaminosas, que el celibato para ellos era del diente al labio y además se emborrachaban a discreción. Eso al obispo Machado le importaba un pepino ya que estaba más entregado a su oficio de usurero.

Al escuchar las palabras del arzobispo Chávez, monseñor Romero se estremeció porque sabía que lo venidero no sería fácil. Al final el elegido por Paulo VI fue monseñor Romero. Oscar no terminaba de entender por qué Paulo VI lo había elegido a él y no a monseñor Arturo Rivera Damas que gozaba de mayor simpatía en el clero nacional. En sus prédicas y conversaciones Romero citaba los acuerdos del Vaticano II eludiendo mencionar las resoluciones de Medellín. Rivera Damas, salesiano, era doctor en derecho canónico y transitaba por la línea de la II Conferencia General del Episcopado Latinoamericano de Medellín 1968.

Los jesuitas también estaban en la cuerda floja y sufrían constantes amenazas de expulsión. Seis bombas habían explotado en las instalaciones de la UCA.

Quizás aquella prueba se la ponía Dios, pensaba, en medio de la convulsión social que cada día se agudizaba más. Ese año, 1976, el presidente Molina había intentado ejecutar una reforma agraria a la cual el poder real de la oligarquía se había opuesto obligando al presidente a retroceder en sus pretensiones. Por otro lado, la tensión entre la iglesia católica y el gobierno estaba llegando a una situación crítica. Con frecuencia el gobierno expulsaba a los curas extranjeros que venían a incorporarse a las diferentes diócesis. Los jesuitas también estaban en la cuerda floja y sufrían constantes amenazas de expulsión. Seis bombas habían explotado en las instalaciones de la UCA.

A principios del mismo mes de diciembre de 1976 en la zona de Aguilares fue ultimado el terrateniente cañero Eduardo Orellana. De inmediato los medios de la oligarquía inculparon al clero jesuita de la zona por fomentar el descontento y el odio de clases entre los campesinos hacia los dueños de las fincas. El cura más señalado era el padre Rutilio Grande, párroco de Aguilares.

Aquella noche de la llamada del arzobispo Chávez, Oscar Romero soñó cuando siendo seminarista en Roma fue a nadar con los compañeros del Pío Latinoamericano. Pero de pronto en el sueño aparecía Rutilio Grande que sosteniendo un guacal de morro en son de broma le decía, vení, Oscar, te voy a bautizar, con su estilo desenfadado que tenía el padre Tilo, hipocorístico con el cual con cariño le llamaba la feligresía. En eso despertó, era de madrugada, a lo lejos cantó un gallo.

Casi dos meses después, la noche del 21 de febrero de 1977, en el manto del cielo oscuro apenitas se asomaba la uña blanca de la luna en su tierno tránsito creciente. Monseñor Romero se quitó la sotana y como siempre antes de dormir hizo sus oblaciones y oraciones tal cual le había enseñado su mamá doña Guadalupe cuando era un niño en Ciudad Barrios. Al día siguiente comenzaría un nuevo capítulo en su vida sacerdotal. Eran tiempos difíciles. Los curas extranjeros de su diócesis como Mario Bernal eran expulsados del país, cosas horrorosas estaban sucediendo, pero Dios lo llamaba en aquel momento de supina tensión social. Nada menos el nuevo presidente, general Humberto Romero Mena, había sido electo fraudulentamente el domingo anterior. Este militar de línea dura, ministro de la defensa en el gobierno de Molina, era el responsable de la reciente represión contra el pueblo. Oscar tenía que acudir al llamado de Dios si no quería terminar como Jonás en el purgatorio de la ballena, por desobediente.

Para la entronización, Rutilio le propuso una ceremonia pública en la misión de Aguilares donde los jesuitas conducían desde hacía años el espíritu solidario de aquella comunidad. Oscar por supuesto se opuso, los tiempos no estaban para picar ayote, le dijo. Prefirió el salón Guadalupe del seminario. Una ceremonia sencilla, muy íntima, muchísimo menos fastuosa que cuando fue investido como obispo auxiliar, en el Liceo Salvadoreño, hasta el presidente de la república asistió en esa ocasión. Nada de eso, dijo, quiero algo humilde de bajo costo. Y así fue. Al ser entronizado como arzobispo, monseñor Romero decidió vivir en el hospitalito la Divina Providencia, un establecimiento cuya especialidad es atender a pacientes con cáncer terminal, a cargo de la comunidad de Carmelitas Misioneras de Santa Teresa. Desde que monseñor era cura en San Miguel y luego como obispo en Santiago de María, se había identificado con la noble labor de aquellas hermanas. Cada primero de mes llegaba a oficiar misa en dicho hospital. La decisión la tomó para huir del acoso de los periodistas. No obstante, pronto los comunicadores localizaron donde ubicarlo. El día que llegó con su maleta para quedarse, las hermanas lo recibieron con alegría y le tenían preparada una sopa de frijoles con hueso de tunco, mucha verdura y aguacate como a él tanto le gustaba.

Dieciocho días tenía monseñor Romero en su nuevo cargo como arzobispo metropolitano cuando sucedió la desgracia.

Con Rutilio su amistad nació desde que llegó de San Miguel al seminario San José de la Montaña en San Salvador. Era el único jesuita con el que sostenía largas conversaciones. A pesar de que Oscar Romero era once años mayor, algo tenían en común, ambos eran de pueblos del interior del país. Rutilio le contaba que su papá Salvador Grande había sido alcalde de El Paisnal, un pueblito a 8 leguas de San Salvador, pero al separarse don Salvador de su mamá doña Cristina, él, Rutilio, había quedado casi en estado de abandono con sus cuatro hermanos mayores y su abuela Francisca, ya que don Salvador se fue para Honduras y su mamá hizo hogar con otro hombre. Oscar, oriundo de Cacahuatique hoy Ciudad Barrios, por su lado le contaba a Tilo que su papá don Santos Romero había sido el telegrafista del pueblo y tenía un carácter endemoniado, al contrario, su madre doña Guadalupe de Jesús era un dulce de panela, muy devota pero rigurosa. Tilo le contaba a Oscar de su crisis de esquizofrenia catatónica que sufrió en Panamá por lo cual hasta el provincial llegó a decir que estaba loco. Supo también Oscar a través de sus conversaciones con Rutilio, que Alberto penúltimo de los hermanos Grande, había profesado como salesiano, pero hubo de fallecer a muy temprana edad. Tilo le platicaba a Oscar sobre el seminario en Oña y Oscar le contaba sobre su vida en Roma. A pesar de sus diferencias conceptuales, Rutilio apoyaba a Oscar en su trabajo como secretario de los obispos.

Por otro lado, Rutilio no era engolado como los demás jesuitas que conducían el seminario, la mayoría de origen español. Rutilio, aunque de semblante triste reía constantemente y le gustaban los chistes. Cuando Oscar le contó el sueño de cuando lo quería bautizar utilizando un guacal de morro, Grande se echó a reír y le preguntó con ánimo jocoso si acaso en el sueño no llevaba también una bola de jabón de cuche. Nunca olvidaría su buena disposición para apoyarlo en diferentes momentos esenciales de su quehacer sacerdotal. Rutilio era un hombre conspicuo cuyos consejos a veces surtían mayor efecto que las palabras de su confesor o de su guía espiritual, inclusive de su psicólogo. Además, Rutilio era un hombre muy emotivo. En Aguilares vivía en un estado de pobreza total, ascético. Una pequeña habitación con un camastro, una mesa de noche con su silla, una pequeña lámpara, un crucifijo de madera colgado en la pared y sus libros entre ellos la Santa Biblia, un tanto deteriorada por el uso constante.

Dieciocho días tenía monseñor Romero en su nuevo cargo como arzobispo metropolitano cuando sucedió la desgracia.

El 12 de marzo de aquel año guardias de civil asesinaron a Rutilio Grande que se dirigía en su carro a oficiar una misa, iba acompañado por dos feligreses, un adulto mayor de 72 años y un niño de quince. Con dicho crimen la oligarquía y el gobierno militar saludaban a monseñor Romero por su nombramiento como arzobispo de San Salvador. Se decía que el asesinato del padre Tilo era en venganza por la muerte del millonario cañero Eduardo Orellana. Aquel asesinato conmocionó al país entero, pero especialmente al nuevo arzobispo Romero que años atrás había acusado a los jesuitas de fomentar el marxismo en el Externado de San José. Además, Rutilio Grande era su amigo, sentía por él el mismo cariño que en su juventud profesara por Rafael Valladares, compañero de estudios en Roma, fallecido prematuramente.

A la parroquia de Aguilares donde llevaron los tres cadáveres masacrados, llegó también el arzobispo emérito Luis Chávez. El anciano lloraba. Rutilio era uno de los mejores párrocos en la arquidiócesis. Lo recordaba siendo un niño con semblante triste en El Paisnal, en casa de don Facundo que era como padrino del cipote, donde el arzobispo Chávez llegaba de visita cuando andaba en sus giras pastorales. Más tarde casi a la media noche llegaron monseñor Romero y monseñor Rivera Damas. Fueron recibidos por el teólogo Jon Sobrino. Tanto Ignacio Ellacuría como Sobrino le tenían ojeriza a Romero por razones ya conocidas. Otros jesuitas confesaban abiertamente que Romero les caía mal, para ellos el arzobispo tenía que haber sido monseñor Rivera Damas. Monseñor Romero era demasiado conservador. Según apreciación del padre Sobrino el nuevo arzobispo se encontraba muy influenciado por el Opus Dei. Todos recordaban que hacía menos de un mes se había negado a mediar para evitar la matanza que hizo el ejército en la iglesia El Rosario aquel 28 de febrero, frente a plaza Libertad, cuando las organizaciones protestaban por el último fraude electoral de los militares.

No obstante, lo ocurrido aquel día fue realmente doloroso. En el corazón de Oscar Romero en ese momento ante los cadáveres ensangrentados del amigo y sus dos acompañantes, la aorta en su plectro se retorció como una lemniscata, algo se removió profundamente hacia el infinito de la misericordia. Cerró los ojos y en aquella ceguera momentánea pudo ver la luz brillante del Espíritu Santo. Algunos le llaman conversión, otros, evolución. Tilo sería el primero de muchos curas asesinados.

Recogiendo cadáveres
Miguel Ángel Chinchilla
A la venta en Librerías de la UCA. 

* Miguel Ángel Chinchilla es un poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y periodista salvadoreño nacido en 1956 es una de las figuras relevantes de las Letras en la segunda mitad del siglo XX. Co-fundador del desaparecido suplemento literario Los Cinco Negritos en Diario El Mundo y miembro del consejo de redacción de la revista Amate.

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