Memoria

Ilustración: Luis Galdámez

Recogiendo cadáveres

Miguel Ángel Chinchilla *

Septiembre 20, 2024

Miguel Ángel Chinchilla reúne en su obra, Recogiendo cadáveres, fragmentos de las vidas de monseñor Óscar Arnulfo Romero y Roberto D’Aubuisson. Organizado en cuatro capítulos, la obra nos refiere al periodo entre 1943, un año después de la ordenación de Romero como sacerdote, hasta 1992, año en el que muriera el exmayor a causa del cáncer. Chinchilla presenta no solo la infancia, juventud y vida adulta de estos dos salvadoreños, sino también el contexto social, político y eclesial que sirvió como trasfondo y enmarcó la realidad salvadoreña de esos años. Con el aval del autor publicamos fragmentos de su obra.

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Romero, un comunicador nato

Quien no se perdía las homilías dominicales del arzobispo Romero era el mayor Roberto. Después de desayunar fumándose un cigarro encendía la grabadora donde iba guardando la evidencia de las palabras de aquel cura traidor y transformado por influencia de los jesuitas, como sostenía doña Joaquina, su mamá, y la gran mayoría de las señoras ricachonas de la alta sociedad. Aquel domingo al momento en que el arzobispo mencionaba el caso de los jesuitas que habían sido amenazados por la UGB, el mayor expelió un contundente eructo que se escuchó hasta la calle. No obstante, Roberto sentía un malestarcillo como jaqueca y un dolor agudo en la quijada. Era raro porque el día anterior no había ingerido ni una copa. Sin embargo, por la noche tuvo algo así como una pesadilla en la cual se miraba convertido en una roca y lo peor es que no podía moverse, sentía que se asfixiaba y en medio de aquella desesperación despertó angustiado. En aquel momento se le vino a la memoria un policía mejicano que conoció en un curso en Washington, quien en cierta ocasión le dijo que por la fecha de su nacimiento su signo náhuatl era puñal de pedernal, de los que usaban los aztecas en sus sacrificios. En eso sonó el teléfono. Lo llamaba el coronel Nicolás Alvarenga, a la sazón director de la Guardia Nacional.

Entre tanto sobresalto el arzobispo Romero Galdámez trataba de mantener la ataraxia a través de la oración y los consejos de su guía espiritual, pero era tan difícil ya que no había día de Dios que no se presentara ocasión de atender a las víctimas de la represión y los atentados con bombas y otros hechos de alarma, aparte de tener que lidiar con los obispos reaccionarios que abiertamente se oponían a su línea episcopal. Uno de aquellos flagelos era monseñor Marco René Revelo, quien en un sínodo de obispos en Roma acusó a monseñor Romero de comunista, afirmando que los centros de formación de catequistas en la arquidiócesis merecían una vigilancia más drástica por el tipo de formación que en ellos se impartía. Dicha acusación acrecentó la desconfianza del cardenal Sebastiano Baggio que ejercía como prefecto de la sagrada congregación de obispos. No obstante, pese a la actitud confrontativa de Revelo, el arzobispo Romero lo nombró a su regreso de Roma en el cargo de obispo auxiliar de San Salvador. Otros obispos de la Conferencia Episcopal de El Salvador que lo atacaban abiertamente como tamagases, eran Eduardo Álvarez, vicario castrense, Pedro Arnoldo Aparicio, obispo de San Vicente, y monseñor Clemente Barrera, obispo de Santa Ana.

Monseñor Romero sufría mucho por aquel desafecto. El único prelado leal a su pastoral era monseñor Arturo Rivera Damas. Ese mismo año 1977 apareció en noviembre un joven sacerdote apóstata contrario al arzobispo, quien abusivamente tomó por la fuerza la parroquia de Quezaltepeque. Su nombre era Pedro Antonio Pineda. La prensa amarillista se refirió al cura renegado como el Lefebvre salvadoreño, que además como en un circo tuvo la osadía de excomulgar a monseñor Romero. A pesar de haber intentado desalojar al cura desobediente no hubo manera de sacarlo del templo y el mentado sacerdote se quedó en la parroquia hasta después del asesinato del arzobispo. Ese mes apareció también un pasquín de la derecha que se refería al arzobispo con el mote de Marxnulfo Romero.

Su primer año como arzobispo se había convertido para Óscar Romero en un verdadero camino de espinas. En la soledad de sus oraciones ante el Santísimo le pedía a Dios fortaleza para soportar aquel vía crucis. En su corazón sentía una angustia amarga como el ajenjo. Ay Señor, suplicaba Oscar Romero, concédeme la robustez de San Ambrosio.

En su alocución hablaba del pecado, de la penitencia, de la conversión y del perdón (…), el perdón a los asesinos que atentaban contra los pastores de la iglesia.

Durante la navidad de aquel año el embajador norteamericano Frank Devine se reunió con Monseñor para tratar de disuadirlo en su labor episcopal y sus desacuerdos con el gobierno. En la reunión estuvo presente el multimillonario Prudencio Llach que antes era su amigo, pero ahora en su rol de arzobispo había dejado de estimarlo ya que obviamente afectaba sus intereses de clase. Llach era embajador de El Salvador ante la Santa Sede. Cuando Oscar Romero fue obispo en Santiago de María don Prudencio y su familia lo recibían con beneplácito en la gran hacienda donde vivían, y como buenos y piadosos católicos le brindaban jugosas ofrendas para sus necesidades eclesiales. Al despedirse en aquella reunión el millonario no le dio ni la mano. Ahora estos ricos repetían con sorna, malhaya, arrepentidos por haber apoyado su elección como arzobispo. Salió chueco este curita, comentaban entre ellos.

En noviembre de 1977 el gobierno promulgó otra ley represiva: ley para la defensa del orden público, sobre la cual el arzobispo Romero expresó que dicha normativa era la justificación legal para continuar reprimiendo a la gente humilde. Las leyes deben ser justas y estar en función del bien común, de lo contrario no merecen obediencia, así afirmó en la homilía del domingo 27 de noviembre. Cuando el arzobispo Romero se encontraba predicando en el púlpito, experimentaba una especie de transformación casi angelical. En orden iba comentando las lecturas bíblicas del día y luego explicaba los acontecimientos de la semana. Seguidamente leía algunas cartas seleccionadas que a diario recibía por docenas, sobre todo daba lectura a las remitidas por gente humilde que apenas podía escribir. En su alocución hablaba del pecado, de la penitencia, la conversión y el perdón, sobre todo del perdón, el perdón a los asesinos que atentaban contra los pastores de la iglesia sufriente. Abordar el tema de los pobres, decía, es como tocar un cable de alta tensión. Aquellos que asesinan y torturan, afirmaba con tono enardecido, son agentes del demonio. En catedral a medio construir se escuchaban atronadores los aplausos de la feligresía como una lluvia gloriosa cayendo desde la bóveda del templo. A través de la radio aquel sonido se escuchaba apoteósico.

Monseñor Romero era un comunicador nato, compartía la palabra con vehemencia y se expresaba con una elocuencia que fuera del púlpito no tenía. Cuando no estaba en el púlpito era más bien un hombre reservado que escuchaba más de lo que hablaba. Desde San Miguel su herramienta predilecta fue la radio. En oriente conducía un programa en radio Chaparrastique y en San Salvador en YSAX, estación del arzobispado que fue dinamitada cualquier cantidad de veces. La última carga de dinamita que le explotaron fue un mes antes del magnicidio. Ese año 1977 con el apoyo del padre Rogelio Pedraz, monseñor Romero pudo rescatar la frecuencia de la radio con transmisor y consola usados, pero en buen estado. Así ya tuvo manera para que sus homilías domingo a domingo siguieran llegando a todos los rincones del país. En San Miguel como periodista en años anteriores el padre Romero también había trabajado en el semanario del obispado junto con su amigo monseñor Rafael Valladares y en San Salvador fue director del semanario Orientación del arzobispado. Otro cura que le ayudó en su empeño radiofónico fue el jesuita norteamericano Felipe Pick. Asimismo, el padre Ignacio Ellacuría con alumnos de la UCA colaboraron con monseñor Romero en la programación de YSAX lo cual generó represión contra los estudiantes que participaron en el proyecto. Muchos de ellos tuvieron que huir del país. Sin duda el arzobispo Romero Galdámez fue un referente sustancial para el futuro de las comunicaciones en El Salvador.

Alguno que otro domingo después de la misa, su amigo Salvador Barraza lo rescataba de aquella multitud donde todos querían saludar al pastor en el portón principal del templo y lo llevaba a su casa donde antes de almorzar se quitaba la sotana y los zapatos, se calzaba unas pantuflas, departía con la familia, jugaba con los niños, miraba televisión disfrutando de un whisky, y luego de comer dormía un par de horas en una hamaca que los Barraza tenían colgada en el amplio corredor. Eran momentos preciosos y escasos de pura laxitud luego de una semana llena de sobresaltos y ajetreos. Con Barraza de vez en cuando iba al mar, al cine y a veces al circo que tanto le gustaba. Aquel hombre como buen cirineo lo consentía y lo llevaba de un lado para otro, inclusive fuera del país.

Dos Romeros que eran como el agua y el aceite, por pura coincidencia llevaban el mismo apellido.

Entretanto, en la oficina del director de la Guardia Nacional coronel Nicolás Alvarenga, se realiza una reunión de oficiales de alto rango. Sobre el escritorio hay dos o tres botellas de whisky medio vacías, un balde con hielo, un cenicero con un cerro de colillas y muchos vasos de cristal. Entre aquellos militares se encuentra el mayor Roberto, el que más fuma. El coronel dice que el motivo de la reunión es porque el general Romero Mena, presidente de la república, le ha ordenado redoblar las medidas de presión ante los últimos acontecimientos que podrían desbaratar el quehacer de su administración. Se creyó, afirma, que el escarmiento al cura Grande pudiera haber contenido el accionar de los comunistas, pero no ha sido suficiente, parece que debemos continuar socando la tuerca a estos hijos de puta.

El capitán Juan Garay Flores presente en la reunión y quien había sido el encargado de ejecutar el caso Rutilio Grande, se acomoda en su silla y sorbe un trago de su vaso sin hacer comentario. Mire, mi coronel, acota el mayor Roberto, según mis cálculos habría que liquidar a por lo menos 200 mil comunistas para estabilizar el país. Hay que seguir purgando a los curas que son en realidad los responsables de la sublevación, son los ensotanados los responsables de que la grenchada se rebele, afirma con énfasis, luego enciende otro cigarro; pero el principal hijo de puta, continua, es el arzobispo Oscar Romero, que tarde o temprano tendrá que pagar por su traición a la patria. Con mi general el presidente, continúa, venimos hablando de esto desde que él era ministro, pero por el momento dice que tocar a ese viejo culero sería como zamparse un cangrejo en el cutete, sobre todo con los gringos. Menos mal que hay otros obispos que poseen mejor criterio, interviene el coronel Alvarenga, como el señor coronel Eduardo Álvarez, vicario castrense, también el obispo Aparicio, y el otro, cómo se llama; Revelo, le recuerda el mayor, monseñor Revelo, que realmente sería mejor arzobispo, así dice mi mamá, acota, dándole una calada al cigarrillo.

Recogiendo cadáveres
Miguel Ángel Chinchilla
A la venta en Librerías de la UCA. 

* Miguel Ángel Chinchilla es un poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y periodista salvadoreño nacido en 1956 es una de las figuras relevantes de las Letras en la segunda mitad del siglo XX. Co-fundador del desaparecido suplemento literario Los Cinco Negritos en Diario El Mundo y miembro del consejo de redacción de la revista Amate.

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