Memoria

Ilustración: Luis Galdámez

Recogiendo cadáveres

Miguel Ángel Chinchilla *

Octubre 4, 2024

Miguel Ángel Chinchilla reúne en su obra, Recogiendo cadáveres, fragmentos de las vidas de monseñor Óscar Arnulfo Romero y Roberto D’Aubuisson. Organizado en cuatro capítulos, la obra nos refiere al periodo entre 1943, un año después de la ordenación de Romero como sacerdote, hasta 1992, año en el que muriera el exmayor a causa del cáncer. Chinchilla presenta no solo la infancia, juventud y vida adulta de estos dos salvadoreños, sino también el contexto social, político y eclesial que sirvió como trasfondo y enmarcó la realidad salvadoreña de esos años. Con el aval del autor publicamos fragmentos de su obra.

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Soplan vientos de guerra y continúa la represión contra la iglesia

En enero de 1978 monseñor Romero recibió la visita del diplomático afroamericano Terence Todman, Subsecretario de Estado para Asuntos Interamericanos, enviado por el gobierno de Carter para mediar entre la administración del presidente Humberto Romero Mena y el arzobispo de San Salvador, Oscar Romero Galdámez. Dos Romeros que eran como el agua y el aceite, por pura coincidencia llevaban el mismo apellido. Entiendo, le dijo el negro Todman, que la raíz de toda violencia, de todo terrorismo, es la injusticia social de los pueblos. No obstante, el imperio sigue apoyando al régimen a pesar de las graves violaciones a los derechos humanos que comete el ejército, le contradijo Monseñor. Fuera de El Salvador se ponderaba la labor del arzobispo al tiempo que comenzaba a crecer el temor de un atentado contra su vida. Por lo mismo en Inglaterra se propuso a finales de año la gestión del Premio Nobel de la Paz para monseñor Romero, empeño que no prosperó debido a un bloqueo tenaz por parte de los obispos y la oligarquía que tuvo mayor fuerza. En su lugar se confirió el galardón a Madre Teresa de Calcuta. Sin embargo, el 14 de febrero la universidad jesuita de Georgetown en Washington confirió al arzobispo un doctorado honoris causa, el cual como un hecho inusitado fue entregado en catedral inconclusa de San Salvador.

El 6 de agosto de ese año, en medio de la celebración patronal al Divino Salvador del Mundo, se supo de la muerte de Giovanni Battista Montini, Paulo VI, quien antes de ser pontificado había sido profesor de monseñor Romero mientras el salvadoreño estudiaba en Roma. Luego fue elegido como nuevo Papa, Albino Luciani quien adoptó el nombre de Juan Pablo I. Este Papa duró en el pontificado apenas 33 días ya que una mañana fue encontrado muerto en su lecho. Tiempo después se supo que había sido envenenado por la mafia del Vaticano.

El lunes 16 de octubre por la chimenea correspondiente de la capilla Sixtina apareció la voluta blanca que anunciaba la elección del tercer Papa que aquel año 1978 hubo en el Vaticano. Se trataba del cardenal polaco Karol Wojtyla que de inmediato adoptó el nombre de Juan Pablo II en memoria de su efímero predecesor que por aquel tiempo se dijo, había muerto por un infarto. No obstante, en el corazón del arzobispo Romero algo le hizo desconfiar de aquel hombre de origen eslavo, una corazonada como se dice, un presentimiento de que las cosas se iban a tornar peor. Y efectivamente así sucedió.

Casi de inmediato el arzobispo Romero se dispuso a escribir un informe al papa polaco para ponerlo al tanto de los sucesos en el país. Era a principios de noviembre. Como de costumbre en altas horas de la noche se escuchaba el teclear de la maquinita de monseñor que a pesar de escribir a picapollo lo hacía de una manera ágil. En el informe le explicaba al papa sobre el asesinato de Rutilio Grande y sus dos acompañantes, la persecución a la iglesia, la expulsión de sacerdotes, el sacrilegio en la parroquia de Aguilares, las desapariciones y represión a la población organizada, ya que solo el hecho de poseer una Biblia se consideraba delito, le comentaba al Papa sobre el acoso a su labor pastoral, las amenazas a muerte y el cínico disimulo del gobierno ante aquellos hechos. Justificaba también la misa única del 20 de marzo del año pasado y la injerencia del nuncio en las decisiones presbiterales. Sin embargo, pronto se enteró que aquella carta o una copia estaba en poder de la embajada norteamericana de El Salvador. Era obvio entonces que había espionaje y aquella corazonada que presintió al ser entronizado el nuevo papa polaco tenía asidero real. Acto seguido el Vaticano envió a El Salvador al cardenal Antonio Quarrancino en funciones de visitador apostólico para vigilar in situ el quehacer del arzobispo.

El arzobispo Romero ya gozaba de prestigio internacional y la prensa en el evento lo perseguía para conocer de primera mano sobre los últimos acontecimientos en El Salvador.

Una tarde en que la pesadumbre lo angustiaba, reflexivo Monseñor se quitó las gafas y el cristo que tenía enfrente se tornó borroso. Cuánto extrañaría a Paulo VI quien había confiado en él brindándole ánimo en el ejercicio de su quehacer arzobispal. De pronto sintió que el madero del cargo aumentaba de peso y en derredor percibió la desolación del calvario. Sin embargo, recordando los consejos de su psicólogo aspiro profundo, retuvo el aire en los pulmones por quince segundos y lo sacó por la boca lentamente. Repitió el ejercicio de respiración por tres veces, se santiguó acto seguido y con virilidad de santo dijo en voz alta, dame fortaleza, Señor, para seguir adelante, amén. Casi finalizando 1978 otro suceso de sangre vino a incrementar la crisis de la iglesia con la muerte del padre Ernesto Barrera el 28 de noviembre. Se dijo que el cura Barrera había caído combatiendo en las filas de las Fuerzas Populares de Liberación, FPL, grupo que el año anterior había ejecutado al canciller Borgonovo. El mismo grupo guerrillero a través de un comunicado reivindicó que Barrera era miembro activo de la insurgencia. No obstante, frente a toda crítica monseñor Romero decidió presidir la misa de cuerpo presente del cura y el cadáver fue sepultado al interior de su parroquia en Mejicanos.

Aquel año Juan Pablo I había iniciado los preparativos de la III Conferencia General del Episcopado Latinoamericano a realizarse en Puebla. No obstante, debido al repentino fallecimiento del papa Albino Luciani, el encuentro se trasladó para enero de 1979 y sería inaugurado por el nuevo papa Wojtyla. La Conferencia Episcopal de El Salvador decidió enviar a dicho cónclave a los obispos Pedro Arnoldo Aparicio y Marco René Revelo. El arzobispo Romero asistiría con voz, pero sin voto. Todo indicaba que esta reunión de la CELAM en México sería diferente a la de hacía diez años en Medellín, Colombia, ya que el nuevo secretario general era el obispo Alfonso López Trujillo de línea conservadora. A esas alturas el arzobispo Romero ya gozaba de prestigio a nivel internacional y la prensa en el evento lo perseguía para conocer de primera mano sobre los últimos acontecimientos en El Salvador, pero sobre todo porque en el otro extremo Aparicio y Revelo lo denostaban y acusaban de propiciar la violencia y el comunismo en el pequeño país.

Dos días antes de viajar a México, el 20 de enero el ejército salvadoreño había asesinado a otro cura de la arquidiócesis y a cuatro adolescentes con lujo de barbarie. Se trataba del padre Octavio Ortiz quien fue ultimado en una casa de retiros ubicada en San Antonio Abad conocida como El Despertar. El cuerpo del padre Ortiz fue aplastado por una tanqueta que ingresó al recinto arrancando de tajo el portón y las paredes. Vengo con el corazón derrengado, dijo monseñor Romero a la prensa, mi labor como arzobispo, repitió una vez más, es ir recogiendo cadáveres. En dicha conferencia monseñor Romero tuvo la oportunidad de relacionarse con obispos progresistas de la región como Leonidas Proaño de Ecuador, Sergio Méndez Arceo de Cuernavaca, Hélder Cámara de Brasil y Pedro Arrupe General de los Jesuitas, quienes le brindaron apoyo y solidaridad en su trabajo pastoral. 

Monseñor Romero ejerció como mediador exhortando a los ricos con la parábola de los anillos: compartan las sortijas antes de que pierdan los dedos, les dijo.

La misa del padre Ortiz se realizó al aire libre en las afueras de Catedral y como la de Rutilio Grande también fue misa única. El arzobispo Romero indignado en la homilía de aquella ceremonia luctuosa llamó mentiroso al presidente Romero Mena. El país ardía con fogonazos de violencia que brotaban por todas partes. Los militares enfebrecidos ordenaban a la tropa disparar sin contemplación y los escuadrones de la muerte que eran los mismos militares actuaban y asesinaban con la mayor impunidad. Grandes huelgas de reivindicación salarial provocaban la ira de los empresarios millonarios, como fue la interrupción de labores en la embotelladora La Constancia en enero de 1979. Como siempre monseñor Romero ejerció como mediador exhortando a los ricos con la parábola de los anillos: compartan las sortijas antes de que pierdan los dedos, les dijo. El 22 de enero del mismo año, 500 sacerdotes y religiosas realizaron en las calles de San Salvador una marcha silenciosa como protesta ante la persecución y represión que sufría la iglesia católica.

El 1 de febrero el ERP detonó varias bombas, una de ellas con osadía al interior de la Policía Nacional «el castillo», causando una veintena de muertos. Todo apuntaba hacia una guerra civil de grandes proporciones. El ejemplo de los sandinistas en Nicaragua era el modelo para la insurgencia local. La oligarquía culpaba al arzobispo y a los jesuitas de lo que sucedía en el país. El mayor Roberto a través de la televisión y sin autorización del presidente, azuzaba los ánimos y señalaba públicamente a los supuestos responsables de manera específica a los curas. Sin duda el mayor era uno de los líderes, si es que no el líder principal de los escuadrones de la muerte. A través de la pantalla el militar como un personaje surgido del Delomelanicon, destilaba odio con los ojos enrojecidos y fuera de órbita, mientras las señoras de la oligarquía le aplaudían y repetían que el arzobispo Romero estaba loco y requería un exorcismo. Las amenazas a monseñor llegaban a diario por docenas, así como de cada cinco llamadas telefónicas cuatro eran para decir que lo iban a matar.

Recogiendo cadáveres
Miguel Ángel Chinchilla
A la venta en Librerías de la UCA. 

* Miguel Ángel Chinchilla es un poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y periodista salvadoreño nacido en 1956 es una de las figuras relevantes de las Letras en la segunda mitad del siglo XX. Co-fundador del desaparecido suplemento literario Los Cinco Negritos en Diario El Mundo y miembro del consejo de redacción de la revista Amate.

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