Memoria
Mural en memoria de las víctimas de las masacres que entre el 4 y el 5 de noviembre de 1983 realizó el Batallón Atlacatl en Copapayo y San Nicolás, Cuscatlán. | Foto: Cortesía Comunidad Copapayo
Raquel Kanorroel*
Noviembre 1, 2024
«¡Diosito, sálvame de ésta, porque yo quiero ver crecer a mis hijos!», musitó angustiado el corpulento hombre de 29 años mientras se aferraba, junto a siete acompañantes más, a la lancha volcada en medio de las aguas del embalse del Cerrón Grande (también conocido como lago Suchitlán). El naufragio sucedió alrededor de las tres de la tarde del 18 de noviembre de 1983, en el municipio de Suchitoto, departamento de Cuscatlán.
Aquel hombre —Javier Carrillo, prestigioso camarógrafo mexicano de la cadena American Broadcasting Company, ABC— y cinco personas más de las que zozobraron aquella tarde eran periodistas: Jorge González (asistente de sonido de Javier y también mexicano); los británicos John Charles Carlin (escritor) y Timothy Ross (periodista), ambos corresponsales de la British Broadcasting Corporation, BBC, y las periodistas estadounidenses Kim Conroy, de Public National Radio, y Linda Drucker, de Latin Reuters. A ellos se sumaban Bernardo Bonilla, motorista de ABC, y Santiago Alas, lanchero lugareño.
Pero, ¿cómo habían ido a parar en medio de aquellas aguas saturadas de ninfas y serpientes?
Para 1983, las masacres ya eran parte de la «rutina» bélica cuscatleca: mediante la táctica de «tierra arrasada» o de «quitar el agua al pez», el ejército «peinaba» o «rastrillaba» los territorios donde había importante presencia guerrillera, exterminando a su paso a todo ser viviente.
Precisamente, el grupo de periodistas extranjeros arriba mencionado llegó a Cuscatlán a cubrir una masacre pocas veces nombrada pero no por eso menos horrorosa, ocurrida a inicios de noviembre en el cantón Copapayo, a manos del tristemente célebre Batallón Atlacatl. Dicho cantón está ubicado en las riberas del lago artificial Suchitlán, al oriente del pueblo de Suchitoto.
En Radio Venceremos se enteraron poco tiempo después del suceso, el cual los locutores insurgentes denunciaron por varios días. Así fue como los corresponsales se informaron de la terrible matanza y, como solían hacer, entre varios medios armaron una expedición en conjunto al sitio, para apoyarse y protegerse mutuamente.
En aquella época, Suchitoto permanecía cercado por retenes militares, de modo que los mencionados corresponsales, haciéndose pasar por turistas —y escondiendo muy bien sus equipos—, lograron pasarlos sin problemas. Y, como por entonces el Ejército minaba los caminos, contrataron al pescador Santiago Alas para que los transportara en su lancha al cantón atacado.
Cadáveres de distintas edades y de ambos sexos, devorados ya por las aves de rapiña hasta los huesos, reposaban regados a lo largo del camino…
El Batallón de Infantería de Reacción Inmediata Atlacatl fue creado en 1980 y entrenado en la Escuela de las Américas y en Fort Bragg, Carolina del Norte, Estados Unidos. | Foto: Luis Galdámez
Siniestra complicidad entre los vientos y las aguas
Los zopilotes sobrevolando la zona y el creciente hedor a muerte que percibían a medida avanzaban por la vereda, anunciaron a los periodistas que lo que encontrarían tierra adentro les provocaría pesadillas desde ese momento en adelante…
En efecto, puesto que los corresponsales llegaron al lugar de los hechos con dos semanas de retraso —la masacre de Copapayo se perpetró entre el 4 y el 5 de noviembre—, la escena de aquella matanza indiscriminada fue doblemente dantesca: cadáveres de distintas edades y de ambos sexos, devorados ya por las aves de rapiña hasta los huesos, reposaban regados a lo largo del camino que llevaba hasta los escombros de una pequeña casa de adobe, bajo la cual yacían hacinados más cadáveres, confundidos en una masa purulenta y escalofriante.
«Creo que, si se hubieran dado a conocer esas imágenes, habría cambiado mucho la ayuda de los gringos al Ejército en El Salvador», reflexiona Carrillo. Redactores de aquella época estuvieron de acuerdo con él, pues el enfoque hubiese sido que las armas norteamericanas se utilizaban entonces para matar civiles inocentes.
Luego de fotografiar y filmar aquella ignominia disfrazada de «táctica de guerra», los periodistas y sus acompañantes volvieron a la lancha, ansiosos por mostrar su horrendo descubrimiento al mundo, esperando que las imágenes captadas lograran detener aquel fratricidio en virtud de la tragedia en ellas reflejada.
La lancha en la que viajaban se volcó, y toda la evidencia
que llevaban de la masacre fue a parar al fondo de
las aguas del embalse.
El atracadero de Copapayo, en las riberas del lago Suchitlán, desde el cual seis corresponsales y dos colaboradores partieron a documentar la masacre de Copapayo en 1983. | Foto: Cortesía Comunidad Copapayo
Pero, justo cuando navegaban en medio de la enorme masa de agua, el viento se tornó en contra de sus esperanzas y a favor de la impunidad: arreció de tal forma que arremolinó la superficie del lago y volcó la lancha, yendo a parar toda aquella valiosa evidencia a los escombros de los cantones sumergidos bajo las aguas del Lempa al ser creado el embalse en los años setenta.
Los náufragos se aferraron al bote con todas sus fuerzas, pataleando con vigor en dirección a Suchitoto; pero el agua sólo parecía densificarse cada vez más. De modo que, para aligerar el peso de sus cuerpos, se quitaron las camisas (impregnadas con el olor a la gasolina del motor) y los zapatos. Kim y Linda «se quedaron en pantaletas en el afán de salvarse», refiere Javier.
Ross, de complexión atlética, al ver que no avanzaban, nadó solo hasta la anhelada orilla, salvándose así de pasar una noche entera pataleando en vano, sin ver nada más que oscuridad y estrellas y temiendo ser picado por una serpiente acuática, como les tocó a sus compañeros. Después de salir, reportó cuanto antes el incidente a sus respectivas compañías noticiosas y no a las autoridades, pues éstas hubiesen procedido a aplicar la táctica de «sacar del agua al pez para freírlo», es decir, a los desventurados corresponsales.
Mientras tanto, Kim y Linda intentaron emular a Timothy, lanzándose también ellas a nadar hacia las orillas de Suchitoto, aunque sin lograrlo: comprensiblemente cansadas —e histéricas—, decidieron volver a aferrarse a la lancha.
Pero hubo alguien que sí quería hundirse: don Santiago, el lanchero, un señor ya de edad. «Él decía: “¡Ya, déjenme, ya no puedo, me voy a morir!”, y yo le decía: “¡No, agárrese, señor, agárrese!”», recuerda Carrillo, conmovido. Pero don Santiago replicaba que qué iba a hacer, si su motor se había echado a perder y lo debía. «No se preocupe: yo lo voy a ayudar. Si salimos de ésta, lo voy a ayudar», le prometió entonces Javier.
Hasta que comenzó la madrugada, «con esos amaneceres del campo, preciosos, que reflejan la luz en el cielo y quitan la penumbra. Y ya veíamos la costa y… ¡a patalear!: salimos a un lodazal inmenso y dimos gracias a Dios. Todos nos salvamos», relata con júbilo Carrillo.
«En el camino encontraron una choza, donde habitaba
una anciana que, «cuando nos ve, nos pregunta:
“¿Son guerrilleros?”». Javier Carrillo.
Comienza el pataleo para huir del ejército…
Cuando los náufragos salieron a tierra, aún era de madrugada y estaba un tanto oscuro. «Nos quedamos escondidos porque volaban helicópteros —explica Javier—. Seguramente nos andaban buscando»: el grupo dedujo que, al dar Timothy la voz de alarma en los medios, inevitablemente la noticia había llegado a oídos de las autoridades. Pero, una vez que la luz del sol brilló a plenitud y no escucharon más helicópteros, comenzaron a caminar, desorientados.
En el camino encontraron una choza, donde habitaba una anciana que, «cuando nos ve, nos pregunta: “¿Son guerrilleros?”, pues andábamos en un estado desastroso. Y se da cuenta que las muchachas andaban en pantaletas», recuerda Javier, explicando que, a causa de la situación traumática que acababan de atravesar, los hombres no repararon mucho en ese «detalle» del vestuario de sus compañeras.
Entonces la señora, conmovida, les invitó a pasar a su pobre vivienda y les regaló a las dos jóvenes algo para taparse, a Carrillo una camisa y a todos «una taza de café y unas tortillas embarradas de frijol… ¡Miren qué generosidad en eso!», exclama Javier, quien considera tal acto como muy propio de la gente salvadoreña.
Después encontraron a un señor campesino que venía por la vereda con su burrito. Carrillo le pidió que subiera al animal a las muchachas —quienes, extenuadas, ya no podían caminar— y también que los guiara a todos hasta su destino. Suchitoto quedaba como a una hora de allí, yendo a pie. Aunque su cartera estaba completamente mojada, traía dinero consigo, así que le dio al campesino todo el que andaba.
El señor atendió el pedido. Llegando cerca de Suchitoto, Javier decidió que él no se presentaría en la facha que andaba en el pueblo. Además, tampoco permitiría que las dos jóvenes periodistas, tapadas con trapos a manera de faldas, lo hicieran. Así que ambas se bajaron del animal, ya que Carrillo le dijo a su asistente: «A ver, Jorgito, a ti te tocó: móntate en el burro y andá así, sin camisa y sin zapatos… ¡Y ahí se va el tipo!», recuerda Javier, divertido.
El simpático Jorge fue muy popular por entonces, pues, según lo describe Carrillo, era «tremendamente parecido con “El Mágico” González, lo confundían con él». Y, para colmo, era su homónimo. Caminando junto a Georgie Boy —así le decían a Jorge— fue Bernardo, el chofer de ABC, a quien Javier solicitó que recogiera la camioneta que dejaron aparcada en el pueblo.
De modo que, cuando en Suchitoto vieron entrar al campesino, a Bernardo y a González —este último desgreñado, semidesnudo y descalzo, montado sobre el animal—, todos los transeúntes preguntaban si Jorge era guerrillero y que si a entregarlo iban al cuartel: el episodio fue cómico, sin duda. No obstante, la situación ya no sería para nada graciosa después de que los corresponsales aventureros volvieran a San Salvador…
La embajada de EEUU notificó a las agencias para las cuales trabajaban los corresponsales que un escuadrón militar tenía la orden de eliminarlos.
El camarógrafo mexicano Javier Carrillo (de blanco, al centro) junto con otros colegas en el interior del país durante el conflicto armado de los ochentas. | Foto: Cortesía Javier Carrillo
Un paranormal recordatorio… y pedido de auxilio
«Fue una gran noticia esa, porque nos daban por desaparecidos: la anécdota está en todos los periódicos de esa época», señala Carrillo, quien, el mismo día que el grupo de corresponsales volvió a la ciudad desde Cuscatlán, se trajo consigo a don Santiago al hotel Camino Real —conocido en los ochentas como el «Cuartel de la Prensa Internacional»—, donde abogó por el lanchero ante sus jefes, porque éstos «eran buenas personas, sí me escuchaban».
Efectivamente, al señor le regalaron una cantidad para que comprara lo que había extraviado en la amarga jornada anterior. Fue así como Javier cumplió con la promesa de ayudarlo, «y ya no supe nada más de él, pues me sacaron del país», acota Carrillo. El motivo de tal salida fue que la embajada de Estados Unidos notificó a las agencias para las cuales trabajaban los corresponsales involucrados en el episodio del lago, que un escuadrón militar tenía la orden de eliminarlos, de modo que debían salir del territorio salvadoreño antes de que aquella orden se hiciese efectiva.
Javier fue enviado entonces por un tiempo a Honduras, hasta que se apaciguaran aquí las cosas. Volvió a El Salvador a los seis meses. Y, justo al año de haber atravesado por la traumática experiencia en el lago Suchitlán, ocurrió otra no menos impactante.
«Mi esposa (…), cuando nos íbamos a acostar, apaga la luz de la recámara (…) y me dice: “Oye, mañana se cumple un año del accidente del lago”. En ese momento, abren la puerta de la recámara con violencia, como si fuera un huracán. Todo vuela (…) y prenden la luz». La señora gritó, pero él le dijo que no se preocupara; pues, misteriosamente, se le ocurrió esta idea: «Ha de ser don Santiago Alas, que me viene a recordar…».
Es decir, fue de esta forma extraña que Carrillo supo —sin lugar a dudas— que el lanchero había muerto; a pesar de que, desde su obligada salida del país meses atrás, no había vuelto a tener contacto con él.
Al siguiente día, muy temprano a la mañana en el Camino Real —los periodistas entraban a trabajar a las seis—, Javier desayunaba solo cuando llegó Hans, el botones del hotel, a notificarle que lo buscaban: «Jefe, allí lo busca una familia. Vienen para que les dé para la leche —bromeó Hans—, porque traen niños y traen su foto».
Y es que El Diario de Hoy y La Prensa Gráfica habían sacado la imagen de los periodistas náufragos en primera plana. Carrillo termina de desayunar, sale al vestíbulo y se encuentra con un grupo de gente campesina muy humilde, cuyos integrantes comienzan a cuchichear entre ellos: «¡Sí, es él!», luego de lo cual Javier les dice directamente: «Ustedes son la familia de Santiago Alas, ¿verdad?», a lo que responden: «Sí, señor. Venimos a pedir ayuda».
A través de ellos se enteró de la manera en que el lanchero había fallecido: poco después de que Carrillo se fuera a Honduras, llegaron soldados a sacar a don Santiago de su casa para ejecutarlo, acusándolo de ser «colaborador» de la guerrilla, puesto que llevó a aquellos corresponsales «metiches» a una escena que nadie debió ver nunca. Y, tal como hiciera Javier con el ahora occiso meses antes, consiguió que la compañía ABC le brindara apoyo a su familia: sólo entonces pudo don Santiago navegar en paz hacia la eternidad…
«Ese rostro… no lo olvido. Cómo caía la lágrima, una sola: se le habían acabado las lágrimas a la señora…». Javier Carrillo.
Uno de los tantos retenes que permanecían en los alrededores de las zonas con mayor presencia guerrillera, por los cuales no siempre era fácil pasar para los miembros de la prensa. | Foto: Iván Montecinos
Una guerra que golpeaba muy de cerca…
Carrillo afirma que una peculiaridad del conflicto salvadoreño fue que pudo ser retratado a corta distancia: «Fue una guerra “de gran angular”, a diferencia de otras que se captan sólo con telefoto, de lejos». Una guerra en la que el llanto podía retratarse en el momento mismo en que brotaba de los ojos, como fue el caso de una mujer que venía acompañando una silenciosa procesión en la que cargaban un pobre féretro hacia un pobrísimo sepelio en el campo.
«La señora se sienta, se agarra la cabeza y comienza a mirar en la nada. En eso la enfoco, con un close up muy cerrado y, en el momento en que yo corro la cámara, a la señora le sale una lágrima, que corre y corre… Dejé correr la cámara. Y sentía el dolor de esa señora (…)», expresa Javier.
«Ese rostro… no lo olvido. Cómo caía la lágrima, una sola: se le habían acabado las lágrimas a la señora, era la última que le salía así. Y dejé correr la cámara, y me sentía mal al final de cuentas…», evoca emocionado el prestigiado camarógrafo, quien este año cumplirá siete décadas de vida y casi cinco de carrera, pues aún asiste regularmente a filmar eventos artísticos y culturales, cubriendo los cuales inició su carrera.
Quizá por eso mismo dictó conferencias en los noventa sobre la Estética de la tragedia en Xochimilco, México. Esto es, sobre la estética de la guerra, la terrible estética del dolor y del horror, la cual fue especialmente patente durante el conflicto salvadoreño. A propósito, Carrillo confiesa llevar a El Salvador en su corazón y en su mente: el país no fue para él una zona bélica más que cubrir, sino que lo cautivó en lo personal… a pesar de haber estado a punto de ahogarse en el lago Suchitlán hace 41 años.
«Soy creyente, y debo serlo, por todo lo que me pasó, porque estoy vivo»: estas palabras reflejan fielmente cómo Javier vivió al filo del peligro mientras filmó distintas contiendas y calamidades alrededor del mundo, en el afán de mostrar gráficamente a ese mismo mundo sus terribles verdades, y con la esperanza de que algún día la humanidad las entienda y cese de repetirlas…
Carrillo, quien se desempeñó como camarógrafo para ABC News, es dolorosamente consciente de la estética de la tragedia. Suya es la icónica foto de la estatua de Sadam Hussein mientras era derribada en Irak. | Foto: Cortesía Javier Carrillo
* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).
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