Memoria
Dos sonrientes coroneles, Domingo Monterrosa (derecha) y Sigifredo Ochoa Pérez durante un operativo militar en San Vicente, en 1982.
Textos: Raquel Kanorroel*
Fotografías: Iván Montecinos
Octubre 4, 2024
«¡Lo que han hecho ustedes es una estupidez, con suerte no los mataron! ¡De haber ocurrido eso, hubiera sido un gran problema para el Gobierno y el Ejército!»
Quien así vociferaba era nada más y nada menos que el emblemático teniente coronel Domingo Monterrosa Barrios, al recibir a los cuatro periodistas que sus soldados habían capturado en las montañas de Chalatenango: el estadounidense Raymond «Ray» Bonner, corresponsal del New York Times; el argentino Juan Gaudenci, de Agence France Press (AFP); el italiano Marcelo Zanini, de la rama televisiva de United Press International (UPI) y el salvadoreño Iván Montecinos, fotoperiodista que por entonces también laboraba en la UPI.
Siempre molesto, el militar les espetó también, refiriéndose a Ray: «¡Ustedes han puesto en riesgo la ayuda militar de Estados Unidos a El Salvador, máxime si matábamos a este periodista gringo!».
«Ésa era la gran preocupación del coronel Monterrosa con relación a aquel grave incidente», explica Montecinos en Arriesgar la vida… para fotografiar la muerte, obra en la que relata la aventura acá expuesta, bajo el título «Así conocimos al Coronel Domingo Monterrosa».
Pero el jefe castrense muy probablemente no estaba molesto sólo por el riesgo en el que aquellos cuatro metiches habían puesto al GOES y a sus honorables Fuerzas Armadas —que ya era bastante—, sino también porque los intrusos llegaron a estropearle su recientemente adquirido estado de paz espiritual. Y es que, cuando los soldados llevaron a los capturados al campamento militar —según narra Iván en su libro—, el coronel no los recibió de inmediato, debido a que… «se encontraba en meditación, como haciendo yoga».
La aventura de aquellos hombres de prensa que terminaron siendo regañados por el colérico «yogui» Monterrosa y que pudieron haber terminado muertos a manos de sus soldados (el temible Batallón Atlacatl), inició cuando Bonner, «un periodista muy profesional y de una capacidad investigativa como pocos, me propuso viajar a Honduras para investigar esta noticia», relata Montecinos en su obra.
Con «esta noticia» Iván se refiere a un rumor que circuló entre los corresponsales extranjeros en junio de 1981: que el mencionado batallón «había realizado una operación encubierta para desalojar los campamentos guerrilleros ubicados en las montañas de Chalatenango, frontera con Honduras, específicamente en el lugar conocido como Los Filos y La Cañada», manifiesta el fotoperiodista.
Por «una buena historia» (o «una buena foto»), la verdadera gente de prensa es capaz de transformarse en una especie de Agentes 007 y arriesgar el pellejo.
El rumor decía que, para realizar tal operación de desalojo, «helicópteros de la Fuerza Aérea Salvadoreña trasladaron a los soldados del Atlacatl a territorio hondureño, para que atacaran por la retaguardia a la guerrilla, que mantenía campamentos en ese lugar, violando de esta manera la soberanía territorial de Honduras», continúa relatando Montecinos.
El plan de Bonner era muy arriesgado, pues consistía en realizar una pesquisa que comenzaría por encontrar el lugar donde los helicópteros dejaron a los soldados del batallón salvadoreño en territorio hondureño, para luego rastrear a dichos soldados hasta encontrarlos. El riesgo que corrían al realizar tal operación periodística se agravaba, cuenta Iván, porque «desconocíamos la geografía de aquella zona; pero llegamos a la conclusión de que era una buena historia y valía la pena intentarlo».
Es decir, por «una buena historia» (o «una buena foto»), la verdadera gente de prensa es capaz de transformarse en una especie de Agentes 007 y arriesgar el pellejo. De modo que Bonner y Montecinos se reunieron con los otros dos resueltos periodistas (Gaudenci y Zanini) «para discutir y planificar el viaje (…), luego nos trasladamos a San Marcos de Ocotepeque, donde dormimos una noche».
El periodista argentino Juan Gaudenci ondea la bandera de «prensa», en las montañas de Honduras, en 1981, cuando un helicóptero de la Fuerza Aérea Salvadoreña los sobrevoló a él y a sus compañeros mientras buscaban al Batallón Atlacatl.
Muy temprano al día siguiente, aquellos cuatro James Bond llegaron al pequeño pueblo de Valladolid, donde interrogaron a los pobladores sobre los helicópteros que llegaron a dejar soldados salvadoreños por esa zona, y no les costó encontrar quienes les dieran información: unos niños se ofrecieron para mostrarles el lugar donde acaeció tal arribo, al que llegaron en pocos minutos.
Por las evidencias que encontraron, no dudaron hallarse en el lugar correcto: regada por el suelo había allí una gran cantidad de envoltorios de productos salvadoreños, como cigarros, galletas, jugos, churros, etc. «Platicamos con unos campesinos que nos indicaron la ruta que tomaron los soldados y comenzamos a seguir los visibles rastros por donde transitaron, dispuestos a encontrarlos», refiere Montecinos.
Luego de subir la montaña —llevando consigo un pesado equipo fotográfico y fílmico— y de caminar cerca de tres horas en una zona totalmente deshabitada y desoladora, los cuatro compañeros se detuvieron a descansar en un descampado, cuando de repente apareció un helicóptero de la Fuerza Aérea Salvadoreña, sobrevolándolos y provocándoles temor.
Los cuatro se detuvieron a descansar en un descampado, cuando de repente apareció un helicóptero de la Fuerza Aérea Salvadoreña, sobrevolándolos y provocándoles temor.
Aunque tensos, los periodistas entendieron que no era conveniente correr ni esconderse, sino al contrario: Bonner, Zanini y Montesinos pidieron a gritos a Gaudenci que levantara y agitara una bandera blanca que llevaba, escrita sobre la cual estaba la palabra PRENSA, con letras grandes, a fin de que los tripulantes de la aeronave se percataran de que eran agentes noticiosos.
Efectivamente, el helicóptero se fue, «aunque concluimos que no dispararon porque se dieron cuenta de que nos encontrábamos en territorio hondureño», acota Iván.
Asustados por el incidente y, encima, fatigados por la travesía, comenzaron a discutir acaloradamente sobre la conveniencia de continuar con su aventura. Sin embargo, acordaron reiniciar la marcha y caminaron alrededor de dos horas, sólo para enfrascarse en otra estéril discusión al llegar a lo que consideraron era la cresta de la montaña en territorio salvadoreño, decepcionados por no haber encontrado al elusivo Batallón Atlacatl.
Desesperados por el cansancio, el calor y la frustración, un muy molesto Gaudenci le solicitó a Iván en cierto momento: «¡Mirá por la mierda del teleobjetivo, a ver si ves algún pendejo!».
«Y yo, bien mandado —relata el fotoperiodista— comencé a observar, pero era inútil: no se veía a nadie», hasta que…
«Discutiendo sobre lo que deberíamos hacer estábamos, cuando de repente nos empezaron a llover balazos en forma nutrida. Ante esta inesperada situación cada cual salió por su lado», recuerda Montecinos, a quien su instinto de conservación lo impulsó a correr agachado y en zigzag, «como un conejo asustado perseguido por una jauría… pero de balas».
En la frenética carrera, con los tiros zumbándole por la cabeza, Iván encontró por suerte «un hueco al pie de un pequeño cerro, donde me quedé muy quieto, tratando de recuperar el aliento (…)». Cesó el tiroteo y hubo un profundo silencio, mientras él pensaba en cómo salir de aquella difícil situación, a la vez que sentía preocupación por sus amigos, al no escuchar sus voces.
Salió muy despacio con las manos en alto, y al rato le ordenaron que subiera la pendiente, «pero al poco tiempo de caminar ya no soportaba el cansancio, las piernas me temblaban».
Atribulado, y sin saber si sus agresores eran soldados o guerrilleros, comenzó a dar gritos, diciendo: «¡Somos periodistas extranjeros, no disparen!… ¡Aquí están un periodista norteamericano, un argentino y un italiano!… ¡No disparen!».
Un profundo y lúgubre silencio de varios minutos fue la respuesta, hasta que una voz en la lejanía y pendiente arriba gritó, varias veces: «¡Si es cierto que sos periodista, salí con las manos en alto!». Lleno de miedo, Montecinos se dispuso a salir de aquel agujero, diciéndose antes en voz baja: «¡A la puta, hoy sí creo que me llegó la hora!».
Con la terrible sensación de su inminente muerte, se puso una cámara al cuello y se cercioró de que la mini grabadora estuviera encendida en el bolso del chaleco, con el propósito de que, si lo mataban, quedase evidencia de aquel incidente. Salió muy despacio con las manos en alto, y al rato le ordenaron que subiera la pendiente, «pero al poco tiempo de caminar ya no soportaba el cansancio, las piernas me temblaban».
Iván todavía no miraba a nadie, aunque intuía que eran soldados, así que imaginó la noticia que distribuiría el Comité de Prensa de la Fuerza Armada, COPREFA, cuando encontraran los cadáveres de él y sus compañeros: «Cuatro periodistas que andaban con la guerrilla en la zona de Chalatenango murieron en un enfrentamiento con nuestros valientes soldados».
Así, después de caminar unos cuantos metros y ver que no disparaban, «agarré un poco de coraje, me detuve a mitad del cerro y grité: “¡Vengan a traerme, estoy muy cansado, no aguanto más!”». Fue así como, de repente y de la nada, «comenzaron a aparecer los soldados, a quienes identifiqué por sus atuendos y el casco de militar (…), sin ninguna duda eran del Batallón Atlacatl».
Soldado del Batallón Atlacatl posa con un fusil M16, mismo tipo de arma con la cual apuntaron a los profesionales de prensa que buscaban al batallón en el territorio hondureño.
Los soldados «formaron un círculo que se cerraba poco a poco a mi alrededor, yo con las manos arriba esperaba temeroso el desenlace (…). Cuando estuvieron cerca, me apuntaron con sus fusiles amenazadoramente, diciéndome: “¡Lanzanos las armas que andás!”. Con la voz cansada respondí: “Soy periodista, no tengo armas, sólo cámaras”. Enseguida les lancé el bolso con el equipo fotográfico y la credencial de prensa», recuerda Montecinos con un estremecimiento.
Luego de revisar con cierta precaución el maletín de Iván y asegurarse de que decía la verdad, los soldados agarraron confianza y el oficial al mando de la tropa le dijo: «¡Puta! Por poco y te matamos», a lo que Iván, ya sintiéndose fuera de peligro, respondió con humor negro: «No lo lograron por falta de pulso, ya que están estrenando los fusiles M-16».
Un tanto aliviado respecto a su propia seguridad,
una aguda espina seguía perturbando al fotoperiodista: nadie le daba razón de sus amigos.
Los militares soltaron la carcajada y le preguntaron que cómo sabía eso, a lo que Iván respondió: «Solamente el Batallón Atlacatl tiene esa nueva arma en el ejército». En efecto: los fusiles M-16 habían sido enviados recientemente por el gobierno estadounidense para que los estrenaran los del reconocido batallón de élite.
Aunque un tanto aliviado respecto a su propia seguridad, una aguda espina seguía perturbando al fotoperiodista: nadie le daba razón de sus amigos, así que se imaginó lo peor. Fue cuando los soldados lo llevaban prisionero a su campamento en territorio hondureño que unos gritos desaforados pronunciando su nombre y le devolvieron el alma al cuerpo: eran sus tres compañeros, con quienes se abrazó muy emocionado. A Dios gracias, todos estaban ilesos.
Después de la épica regañada que les endilgó a los cuatro imprudentes, el emblemático coronel Monterrosa se quedó siempre encachimbado, aunque silencioso. Los periodistas trataron en vano de entrevistarlo, y les negó permiso para filmar y sacar fotografías. El italiano Marcelo Zanini llegó hasta a rogarle, diciéndole: «Coronel, ¿cómo es posible que hayamos venido desde tan lejos con el riesgo de nuestras vidas y no poder filmar?» Pero nada lograba conmover al emputado militar.
Hasta que, un rato después, cuando «se apartó un poco de nosotros, yo tímidamente me le acerqué y, sin mayores preámbulos, a boca de jarro le hice el siguiente comentario: “Disculpe Coronel, ¿usted es de Berlín?”».
Aquella inocente pregunta fue la clave para que el enfurruñamiento de Monterrosa se disipara, pues resultó que la madre del jefe castrense era madrina de la progenitora de Iván, Lina Montecinos. Ya más animado, el militar le dijo al fotoperiodista: «Entonces tú eres hermano de Chico León», que era el apodo del hermano mayor de Iván por parte de madre, Rafael.
Así, quien momentos antes fuera el temible comandante del Batallón Atlacatl que echaba fuego por los ojos y la boca, era ahora un usuluteco emocionado al recordar la amistad con el pariente de Montecinos y cómo ambos combatieron juntos en la guerra de las Cien Horas contra Honduras. De allí se puso a bromear con los cuatro periodistas sobre el grave incidente de aquel día, en el que por poco sus hombres les daban chicharrón.
En fin, «como ya se estaba haciendo tarde, nos recomendó salir lo más pronto de la zona», acota Montecinos, no sin antes permitirles filmar y fotografiar todo lo que pudieran. Ni cortos ni perezosos, los hombres de prensa tomaron imágenes de soldados en barricadas, de tatús abandonados por los guerrilleros y otras cuestiones; «pero, como el tiempo era corto, trabajamos lo más rápido posible y comenzamos el descenso de la montaña, con la sensación de haber vuelto a nacer».
* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).
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