Memoria
Vidas minadas, 25 años, publicado en 2022. Foto: Gervasio Sánchez
«Números» que sufren y sangran: Vidas minadas, 25 años
Raquel Kanorroel *
Febrero 23, 2024
Y al fin bajó hacia la guerra
¡Perdón! quise decir a la tierra
Silvio Rodríguez, Canción del elegido
El fotoperiodista español Gervasio Sánchez presentó su libro Vidas minadas, 25 años el miércoles 7 de febrero en El Salvador, del cual publicó la primera edición en 1997. Desde 1998 es Enviado Especial por la Paz de la UNESCO. En las páginas de su libro muestra fotografías de los protagonistas y de las víctimas de diversos conflictos armados alrededor del mundo, incluido El Salvador.
Estrés postraumático… ¿o simplemente dolor?
Niños africanos drogados por grupos armados matándose entre sí y cometiendo atrocidades… El dueño del hotel en Monrovia paga a los terroristas para que no hagan daño a sus huéspedes… Cada madrugada, testículos y penes cercenados la noche anterior por los envilecidos infantes brotan de entre la oscuridad y la sangre por doquier…
Al grito de «¡Hay que matar a todas las cucarachas!», hombres hutus asesinan a sus vecinos tutsis mientras sus mujeres señalan, implacables, a sus siguientes víctimas…
Miles de cadáveres de hombres, mujeres y niños —familias enteras, todos decapitados— en una fosa común en Irak; cuerpos de mujeres y niñas violadas por paramilitares —con palos introducidos entre las piernas— exhumados de la tropical y húmeda tierra guatemalteca; soldados acuchillando y mutilando con saña cadáveres de guerrilleros en Soyapango, luego de matarlos con más saña todavía, vengándose de los guerrilleros que a su vez se vengaban de los soldados, en un círculo vicioso de fratricidio; treinta kilómetros de edificaciones completamente arrasadas tras un bombardeo en Kabul, atestada de cadáveres ennegrecidos…
Y muchas, muchísimas más escenas dantescas que la lente de Gervasio captó mientras su psique era desgarrada y marcada para siempre.
Por muchos años despertó sobresaltado, sudando, después de soñar con algo que no podía —o no quería— recordar. Su esposa le contó posteriormente cómo gritaba por las noches en medio de intensas pesadillas.
«Estrés post traumático», diagnosticó el andrólogo. Y uno muy poco convencional ya que —quizá por ser testigo de tanta muerte— se manifestó en él en la forma de un bajo conteo de esperma que le impidió por entonces imprimir vida en el anhelante vientre de su esposa. Hasta que al fin lo logró, gracias a la cura que para Gervasio significó concebir y moldear el proyecto de Vidas minadas, cuya primera edición salió en 1997.
En una librería a las afueras de San Salvador, el fotoperiodista español Gervasio Sánchez presentó su libro Vidas Minadas, 25 Años, obra que recoge su estilo característico de narrativa visual. Foto: Oscar Rivera.
Gervasio y su familia universal
Vidas Minadas nace de la decisión de Gervasio de no seguir normalizando a las víctimas, tratándolas como entidades teóricas y no como seres dolientes de carne y hueso, con nombre propio… Se cansó, pues, de sólo contar los muertos, como contó los de El Salvador (de diez mil en diez mil) entre 1980 y 1984, país donde confiesa que perdió su «virginidad periodística».
Y es que las víctimas que aparecen en Vidas minadas no son «casos peculiares» de entre los muchos que conoció, sino su familia universal: «Trabajar en este proyecto me ha evitado ir al psicólogo y me ha convertido en una mejor persona, además de mejorar mi huella dactilar periodística», huella que incluye dos Premios Rey de España.
Esta familia incluye entre sus miembros a Sofía, mozambiqueña de 42 años, quien perdió ambas piernas a los 13 en una explosión. Gervasio —a quien ella llama «papá»— estuvo presente en dos de sus partos.
A Justino, nicaragüense que quedó mutilado recogiendo frijoles al pisar una mina antipersona y a quien su mujer dejara abandonado en el hospital.
A Mónica, joven colombiana de 27 años, quien quedó ciega y amputada de sus manos a los 7 años, luego de caer sobre una mina. Violada varias veces siendo una niña, perdió la cuenta de sus intentos de suicidio, pero al final conoció el amor.
Y a Manuel Orellana, salvadoreño que perdió ambas piernas a sus 20 años, a causa de otra maldita mina en el volcán de San Salvador, mientras laboraba en un cafetal —¡oh, ironía!— poco antes de los Acuerdos de Paz. Desde su natal Chalatenango vino a la capital a las colectas de café en busca de mayores ingresos para costear sus estudios y apoyar económicamente a sus progenitores, sabedor de que trabajaría en campos minados, pero urgido por la necesidad.
Tenía 9 años cuando comenzó la guerra. Escabulléndose junto a su familia, logró librarse de ser reclutado por el Ejército y por la guerrilla pero la guerra, sigilosa cual serpiente entre el monte, igual lo encontró y marcó para siempre.
Gervasio autografiando su libro para dos jóvenes colegas salvadoreños, varios de los cuales se dieron cita la noche del pasado miércoles 7 del corriente para escuchar sus anécdotas y reflexiones. Foto: Oscar Rivera
«El gran problema que queda después de cualquier guerra son siempre los desaparecidos: los países firman la paz, se reconstruyen los lugares destruidos, los muertos son enterrados, los heridos sanan, los mutilados sobreviven, los que enloquecieron quedan en el manicomio o milagrosamente se curan; pero, ¿qué pasa con los desaparecidos?», pregunta Gervasio. Así fue como en 1997 viajó a Chile y empezó otro libro, Desaparecidos, el cual publicó en 2011.
«En El Salvador nunca se hizo un trabajo serio al respecto: una completa falta de respeto por parte de toda la clase política salvadoreña», señala.
Nos cuenta que en 2009 entrevistó al recién electo presidente Mauricio Funes, su amigo y colega en ese momento y quien, ante la pregunta de qué iban a hacer él y el FMLN con respecto a los desaparecidos —muchos de los cuales desaparecieron precisamente por apoyar la causa izquierdista durante la guerra—, se levantó y se dispuso a marcharse.
Ante la insistencia de Gervasio, se limitó a responder que eso era «cosa del pasado». «¿Y eso le vas a decir a sus familias?», le replicó indignado el fotoperiodista. No obtuvo respuesta. Tampoco las familias.
El salvadoreño Manuel Orellana, quien perdió ambas piernas en el volcán de San Salvador en diciembre de 1991, con su hija Tania en 1997, 2006 y 2017. Foto: Gervasio Sánchez.
«Sin empatía no hay periodismo ni historias: hay que tratar a las víctimas como a uno le gustase que le tratasen si estuviese en una situación semejante. Por eso debemos abstenernos de tomar fotografías sensacionalistas que violen la privacidad o irrespeten el dolor de aquellas. Hay que documentar sus vidas respetando su dignidad», aconseja Gervasio a sus colegas jóvenes. «Debemos transmitir con decencia lo que ocurre, y para ello tenemos que empatizar con la gente».
Pero la decencia y la empatía no son pretextos para ocultar la realidad.
Ante el argumento de que hay que evitarle «zozobra» al público y abstenerse de brindarle notas y fotos crudas, Gervasio es contundente: «A la población no hay que evitarle la zozobra sino provocársela, enfrentándola con la realidad. Es obligatorio presentar a la gente que se levanta el domingo por la mañana a desayunar la tragedia que sucede a miles de kilómetros. Lo que invalida un proyecto de vida es vivir con los ojos cerrados. La guerra es violencia desnuda, brutal. Y sus consecuencias son brutales: lo pornográfico es evitar que la gente vea lo que pasa».
Al respecto, recuerda que «era miedoso. A los 14 años, en Tarragona, corría cuando tenía que pasar por el cementerio. Años después, me encontraba en Bosnia metido en neveras con miles de cadáveres… solo. Y es que quiero sentir, primero en mi interior, el impacto de la tragedia, para después poder transmitirlo con decencia».
Manuel Orellana, quien conoció a Sánchez en 1997, autografiando el libro del cual es uno de sus protagonistas. (Foto: Oscar Rivera)
Sobre la guerra y la ¿paz?
«Las guerras no comienzan cuando empiezan a importunar a la gente común, sino mucho antes: como muestra, el conflicto entre Rusia y Ucrania inició realmente en 2014, pero comenzó a afectar al ciudadano promedio europeo hasta 2022, cuando Rusia dio un giro a la situación», explica Gervasio, y nos cuenta que los humanos tenemos 150 siglos viviendo en guerra: existen pruebas antropológicas de una matanza ocurrida al sur de Sudán durante el Paleolítico superior, hace 15,400 años.
Mucha gente en Afganistán, por ejemplo, ha nacido, crecido, madurado, se ha casado, ha procreado y ha muerto en guerra: nunca supo qué es la paz.
A propósito, en 1984, cuando vino a El Salvador por primera vez, fue a un campamento de desplazados en Morazán, donde conoció a un niño junto al río, con el que caminó un buen rato en medio del calor asfixiante. En el trayecto el niño le preguntó de dónde era y si en su país había guerra. Él le contestó que era español y que ya no había conflicto en España, pero que sí hubo muchos a lo largo de su historia. Al fin se sentaron. Luego de un momento de silencio, el niño se le quedó mirando y preguntó: «Señor, ¿cómo es un país en paz?». Él no supo qué contestarle.
Y quizá no supo porque paz es mucho más que ausencia de guerra, que es lo único que en realidad conocemos los humanos.
El kurdo-iraquí Fanar Zekri, que perdió ambas piernas por la explosión de una mina antipersona cuando tenía ocho años, se pasea delante de tres de sus hermanas en mayo de 2023. (Foto: Gervasio Sánchez)
La colombiana Mónica Paola Ardila, que quedó ciega a los ocho años por la explosión de una mina antipersona, con uno de sus loros en mayo de 2022. (Foto: Gervasio Sánchez)
Portada de libro Vidas Minadas, 25 Años de Gervasio Sánchez.
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