Memoria
Ivan Montesinos narra una de las aventuras que vivió en los ochenta. Fotografía: Luis Galdámez
Agosto 9, 2023
Esta anécdota también se encuentra en el libro de Montesinos Arriesgar la vida… para fotografiar la Muerte (2012) de Editorial LIS, la cual reproducimos a continuación con el permiso del autor.
«Durante la guerra en El Salvador, por regla general, los primeros días de cada año eran de relativa calma, no pasaba mayor cosa, la guerrilla y el ejército bajaban la intensidad de su accionar, como si pactaran una tregua no declarada. En este tiempo los corresponsales extranjeros casi no realizábamos visitas a las zonas conflictivas, nos tomábamos un corto descanso en nuestro ajetreado trabajo.
»A inicios de enero de 1983, llegó Cintia Brito, una joven fotoperiodista brasileña cuyo objetivo era tomar buenas fotografías para publicar en su periódico y como era usual en aquel tiempo, los nuevos corresponsales llegados al país, especialmente buscaban imágenes donde aparecieran guerrilleros ya que estas se cotizaban bien.
»Cuando platiqué con aquella agraciada fotógrafa brasilera me planteó la necesidad de hacer fotografías de combatientes y me explicó cómo un amigo en común le había sugerido me buscara, aduciendo que yo era la persona indicada para llevarla con mayor seguridad por las zonas conflictivas donde podría encontrar buen material fotográfico. Tomando en cuenta su proposición y como la situación de guerra estaba calmada, decidí darle un “tour” por algunos lugares donde era probable localizar a los “muchachos”.
»Iniciamos nuestro viaje por la carretera Panamericana, donde después del desvío a San Vicente era factible encontrar un retén de la guerrilla; pero para mala suerte de la fotógrafa, no encontramos nada; luego subimos a Berlín y bajamos por una maltrecha calle de tierra bordeada por extensas plantaciones de café en total abandono, los terratenientes ya no las trabajaban por causa de la guerrilla que dominaba esos lugares y a menudo se registraban fuertes enfrentamientos.
»Llegamos a San Agustín, un pequeño poblado cuya característica principal era permanecer sitiado por los insurgentes, aquí los militares custodios del pueblo estaban protegidos por fuertes trincheras de piedra y cemento ubicadas en lugares estratégicos, desde donde se controlaban las diferentes entradas al pueblo.
[El guardia nacional me dijo:] “Usted es de esos que hablan mal de la Guardia Nacional”.
Miliciano frente a una pinta rebelde en el interior del país: varios pueblos, al igual que San Agustín, fueron alternadamente tomados por la guerrilla y el ejército.
»La plaza central de San Agustín, en aquellos tiempos, se encontraba totalmente descuidada, en el centro unos viejos árboles rodeados por un piso de tierra y a un lado una vieja torre donde un carcomido reloj había paralizado la hora, justo cuando el pueblo fue atacado por primera vez durante la ofensiva guerrillera de enero de 1981. Para la fotógrafa brasileña fue un alivio encontrar en aquel lugar a un grupo de voluntarios de la Cruz Verde Salvadoreña, que afanosamente repartían víveres a unos campesinos en calidad de desplazados, esto le permitió hacer algunas buenas fotografías que reflejaban el sufrimiento de la gente viviendo en una zona de guerra.
»Entre los socorristas de la Cruz Verde, me sorprendió encontrar a un buen amigo, el abogado Joyser Avoleván, a quien saludé extrañado por su presencia en este conflictivo lugar. Joyser me explicó que era originario de esta población y aprovechaba esta oportunidad para visitar a su familia, de quienes hacía mucho tiempo no tenía noticias, una pariente de mi amigo era dueña de una farmacia ubicada en el portal norte de la plaza. Al poco tiempo de platicar con Joyser, me hizo un ofrecimiento difícil de rechazar, tomar una rica taza de café bien calientito, esto fue motivo suficiente para dejar a mi amiga entretenida tomando fotografías, mientras yo calentaba la barriga.
»Llegamos a una casa típica de pueblo caracterizada por un amplio portal y después la gran sala donde se encontraba la farmacia, por la estantería y los mostradores llenos de botes antiguos vacíos de todos los tamaños y del típico color café oscuro en los cuales se podía observar, que en un lejano tiempo aquella botica fue saludable y un fructífero negocio de la medicina; pero ahora solamente era un triste recuerdo. El interior de la casa estaba conformado por un amplio corredor donde el único mueble era una gran mesa de comedor con dos bancas rústicas.
Una campesina trae consigo víveres entregados por la Cruz Roja, institución que realizó su labor humanitaria a lo largo del conflicto en todo el territorio nacional.
El CICR brindó apoyo humanitario a los pobladores durante todo el conflicto armado.
»En unos pilares del corredor se encontraba una desaliñada y desteñida hamaca de pita, donde placenteramente descansaba un guardia nacional que entre sus brazos sostenía un fusil G3, como si fuera un bebé. Cuando entramos con Joyser no le dimos mayor importancia al guardia, le saludamos y nos sentamos, enseguida mi amigo me presentó a su tía, una agradable anciana que estoicamente se resistía a salir del pueblo, con el argumento de que era mejor morir en aquella casa de sus ancestros que vagabundear por lo desconocido; la amable señora enseguida nos ofreció un suculento desayuno con frijoles y huevos de amor o sea de gallina india, lo cual acepté de buena gana, la anciana salió a la cocina para hacer los preparativos culinarios.
»Mientras esperábamos por el desayuno, mi amigo me explicaba con detalles cómo fue su vida de niño en aquel pequeño pueblo donde el comercio floreció gracias a las grandes fincas donde se cultivaba el café y en la época de cosecha llegaban centenares de cortadores de diversos puntos del país.
»Nuestra amena charla fue abruptamente interrumpida cuando se escuchó la voz del guardia nacional, quien con un tono poco perceptible y sin levantarse de la hamaca dirigiéndose a mí dijo: “¡Hey, joven! Acérquese”, yo sin sospechar nada de lo que tramaba aquel uniformado, me acerqué. Al estar a su lado, el guardia inmediatamente me preguntó si yo era periodista, muy confiadamente le respondí que trabajaba para una agencia de prensa internacional. Al escuchar esto, el tipo se crispó, le cambió la expresión y con un tono poco amigable dijo: “Usted es de esos que hablan mal de la Guardia Nacional”. Sin pensarlo mucho, negué rotundamente aquella acusación y traté de explicarle, de la mejor manera, cuál era nuestro trabajo profesional; mi respuesta para nada convenció a aquel hostigoso militar, quien en una brusca acción amenazadora levantó uno de sus pies diciéndome: “Entonces me vas a amarrar las botas”. Ante semejante chocante petición, resueltamente con coraje le respondí que eso no lo iba a hacer.
»Al escuchar mi firme negativa a amarrarle las botas, aquel despreciable uniformado se sentó en la hamaca y tomó el fusil G3, cuya boquilla me puso en el pecho a la vez que me decía: “Me amarrás las botas o te morís”. Un helado escalofrío recorrió todo mi cuerpo como si hubiese recibido una descarga eléctrica, inmediatamente me sacudió un temblor conjugado de miedo y coraje, mientras tanto el guardia insistía: “¿Qué preferís, amarrarme las botas o morir?”. Luego, en tono de burla agregó: “¿Sabes cómo quedan los que mueren por una bala de G3?”. Claro, lo sabía perfectamente, durante mi trabajo fotografié centenar de ejecutados con esta arma mortal, no tenía que darme explicaciones, las balas del G3 son tremendamente destructivas y rompen totalmente lo que encuentran a su paso. Ante la seriedad de aquellas amenazas, yo con una mezcla de rabia, miedo e impotencia, de la manera más humillante, me agaché para amarrarle las botas a aquel militarucho que seguramente estaba endrogado; pero no borracho, no olía a aguardiente.
Inexplicablemente aquel engendro del mal airadamente le reclamó a Cintia diciéndole: «¿Por qué me has tomado fotos?».
»Durante aquella terrible representación dramática que bien podría titularse “El fotógrafo y la bestia”, mi amigo Joyser era un testigo silencioso. Al terminar de amarrar aquellas sucias y apestosas botas, me dispuse a salir, para alejarme pronto de aquella pesadilla.
Miembros de la Guardia Nacional en Tejutepeque, Cabañas. Llamada también la «Benemérita», fue un cuerpo policial-militar que atemorizó a la población durante sus 80 años de existencia.
»Pero no todo terminó ahí, justo cuando me aprestaba a abandonar el lugar para huir de aquel engendro del demonio, apareció Cintia, quien ajena a todo lo que acababa de pasar, llegó muy alegre por las fotos recién tomadas y al entrar colocó sus cámaras sobre la mesa.
»Al percatarse de esto el testarudo guardia utilizando la misma táctica llamó a la fotógrafa quien se acercó sin advertir el peligro que le acechaba, la segunda parte de un nefasto drama.
»Inexplicablemente aquel engendro del mal airadamente le reclamó a Cintia diciéndole: “¿Por qué me has tomado fotos?”. Ella con una mezcla de portugués y español respondió no haberlo fotografiado, lo cual era cierto, pero este tercamente insistió agregando: “El que le toma una foto a un guardia nacional, se muere”. Yo preocupado por lo grave de la situación y más cuando noté que Cintia a pesar de no hablar bien el español, comprendía lo delicado del momento; en un arranque de valor le supliqué al guardia no molestar a la señorita y bastaba con que yo ya le había amarrado las botas. Mis súplicas no fueron suficientes, al contrario, mis palabras parece que enfurecieron más al enloquecido guardia, quien enseguida nos apuntó con el G3 diciéndonos: “Aquí los dos se mueren, vayan contra la pared que los voy a fusilar”.
»Al escuchar aquellas fatídicas palabras Cintia comenzó a sollozar y yo para darle un poco de valor le tomé la mano que estaba fría y sudorosa por la angustia del mal momento, la apreté diciéndole: “agarre su bolso y no se preocupe vamos a salir de ésta”. Cuando el engendro repitió: “Los dos contra la pared”, en cuestión de segundos, sin pensar en las fatales consecuencias le dije a la fotógrafa: “Ahora salgamos y no mire para atrás”. En un arranque de inconsciencia cerré los ojos y rápidamente le dimos la espalda a aquel embrutecido guardia nacional, esperando oír el tronar del fusil; lo cual no sucedió, no sé por qué razón, sin dudas ahí se acababa de realizar un verdadero milagro. Cintia y yo salimos presurosos a la calle y abandonamos aquel pueblo fantasma con una rapidez impresionante que no me permitió despedirme de mi amigo.
Dos soldados se apoyan al finalizar un combate. Lo que se vivió durante la guerra cobró su precio en la psique de los combatientes de ambos lados.
»Regresamos a San Salvador con la sensación de haber podido morir a manos de aquel, ya no sé ni cómo llamarle. La fotógrafa brasileña pasó el susto de su vida y poco tiempo después de esa amarga experiencia, salió del país más que con buenas fotos, una historia verdadera para contar a sus futuras generaciones.
»Al buen amigo Joyser Avoleván lo volví a ver hasta varios años después de finalizada la guerra y al recordar aquel grave incidente me dijo: “Iván, yo no sé cómo tuviste huevos, para darle la espalda al guardia, cuando eso sucedió yo cerré los ojos y sólo esperaba oír el tiroteo y ver los cuerpos de ustedes destrozados. Mira, aunque ha pasado mucho tiempo, al recordar ese momento, todavía se me pone la piel como carne de gallina”. Y era cierto, tenía la piel crispada al igual que yo, siempre me sucede eso cuando recuerdo esta dramática historia.
»Tantas situaciones peligrosas, como la vivida en Santiago, me fueron formando un carácter reflexivo, donde el planteamiento fundamental era, lo difícil que sería salir con vida de esta guerra, donde a diario los periodistas nos encontrábamos en riesgo, no solamente por los combates entre los soldados y la guerrilla, sino por hechos como el aquí relatado.
«A pesar de los años transcurridos, me cuesta creer lo que hice: Amarrarle las botas a un guardia nacional… para lograr vivir».
* Fotoperiodista salvadoreño
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