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Diciembre 15, 2021

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Hugo Rivas: “Quise ironizar a partir del poder que tiene el arte: para mí es una especie de forma de corregir el imaginario…”

En la oscuridad de la historia:
el Estado salvadoreño, Miss Universo y todos nuestros muertos

Edgardo Ayala

Fotografía: Luis Galdámez, Óscar Rivera,  Giuseppe Dezza

Artistas jóvenes plasman en sus piezas hechos que revelan parte de la convulsionada historia de El Salvador, y de cómo esos eventos trágicos y dolorosos han moldeado al país de hoy: una nación pobre y violenta.

Hugo Rivas artista plastico

Como quien ha entregado su vida en cuerpo y alma al bienestar de la humanidad y a la paz mundial, y que, ahora retirado, se dedica a cuidar a sus nietecitos, el rostro del general Maximiliano Hernández Martínez luce apacible, plasmado en un mural enorme y de color blanco, negro, y de un sinfín de grises que cubren la pared este de la Sala de Exposiciones del Centro Cultural de España, en San Salvador.

El expresidente militar de El Salvador ha sido dibujado así adrede, con ironía, y con semblante dulce, sosegado y algo melancólico, como si fuera alguien que no mata una mosca. Tiene el rostro afable de los oficiales nazis que al final de la Segunda Guerra Mundial huyeron en submarinos a la Argentina o a Brasil, y se convirtieron, ya viejos, en vecinos cordiales y hasta bondadosos.

Pero ya se sabe el historial oscuro de Martínez, presidente de facto de El Salvador entre 1931 y 1944.

Luciría impecable, con su gorra de general sobre la cabeza, si no fuera porque, en realidad, se ve bastante ridículo ahí sentado, enfundado en el vestuario de una mujer indígena de, digamos, Panchimalco.

Tiene un atuendo típico: amplio cuello con revuelos en el borde y una chonguita a la altura del corazón, y falda larga.

En el mural, el general comparte espacio con otros elementos que resultan familiares: una iglesia colonial en el fondo (la de Panchimalco), unas flores de izote y, en un extremo, otras dos mujeres indígenas, también con trajes típicos, pero sus rostros no son sus rostros. Son los de hombres de caras feroces, duras, con bigotes. El de la izquierda exhibe las clásicas botas militares.

“Quise ironizar a partir del poder que tiene el arte: para mí es una especie de corregir el imaginario y ponerlo más cercano a la realidad, como para desnudarlo”.

Hugo Rivas

Esos dos tipos están tejiendo en un telar una pieza de tela militar, como la de los uniformes con que los soldados se camuflan en el verdor del monte. A su lado, una mano sale de la tierra, que es señal evidente de que un cuerpo ha sido semienterrado ahí y que quienes cometieron el crimen no terminaron de cubrir.

La obra es una reinterpretación que ha hecho el artista Hugo Rivas de un cuadro del pintor salvadoreño José Mejía Vides (19031993). En el cuadro original se puede apreciar a la mujer indígena solita, sin nadie más, ya entrada en años, en la misma pose en que Rivas ha colocado al general teósofo en el mural. Tiene el mismo vestido —en la versión de Mejía Vides está pintado con muchos colores— y las manos puestas en la misma posición.

No es difícil establecer rápidamente la conexión entre todos esos elementos y la historia del país: la matanza de indígenas y campesinos que llevó a cabo el régimen del general Martínez hace 90 años, en enero de 1932, en el occidente de El Salvador.

“La idea era hacer este pastiche de la obra de Mejía Vides, y sustituir elementos que fueran muy icónicos. Colocar la mano de una persona ausente, que está enterrada o semienterrada. Quise ironizar a partir del poder que tiene el arte: para mí es una especie de forma de corregir el imaginario y ponerlo más cercano a la realidad, como para desnudarlo”, explica Rivas, delante de su obra.

Este muchacho, oriundo de San Salvador, estaba muy chico cuando sucedió la ofensiva guerrillera de noviembre de 1989, y aunque solo tenía cuatro años, tiene imágenes vívidas de aquellos días de angustia, de cuando él y su familia tuvieron que irse de Cuscatancingo y refugiarse con unos parientes en la Colonia Rábida.

“Tengo imágenes bien claras de cuando estábamos en el cuarto de mis papás y, de pronto, salimos huyendo. Mi abuela iba con una yina de una y otra de otra, y ya habíamos salido, íbamos lejos, pero ella quería regresarse a traerla (la yina correcta)”, recuerda, con una risita. Todo eso lo marcó lo suficiente como para que terminara imprimiendo en su obra el contexto social en el que le tocó vivir.
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La “Panchita” de Mejía Vides

Arte enraizado en la convulsión de los tiempos

Artistas jóvenes como Rivas han plasmado en sus obras esa conexión con la historia del país, al igual que Melissa Guevara y Ronald Morán, por citar a algunos.

Han plasmado, sobre todo, hechos dolorosos que marcaron para siempre a la sociedad salvadoreña. Por ejemplo, Guevara ha desarrollado una obra llamada “Yunque y Martillo”, que es una instalación que retrata la masacre de El Mozote, cometida por unidades del ejército, en diciembre de 1981.

Morán, para el caso, tiene una pieza, “Pirámide”, que habla sobre el cultivo del café durante la oligarquía cafetalera y de su impacto en las convulsionadas décadas que siguieron.

“El arte no lo concibo como un medio de evasión ni de mera contemplación, sino como un medio poderoso de expresión que te permite llegar a tu libertad; y en esa libertad desinhibida se adquieren compromisos”, sostiene Morán.

También los artistas citados conectan con otros hechos, como la represión militar de los años 70, por ejemplo, y luego la reacción de la población que se levantó en armas en los años 80 y que dio paso a la guerra civil. Toda esa violencia histórica se ha venido arrastrando hasta nuestros días, en un El Salvador que sigue siendo violento y pobre.

Quizá esta no sea la única ni la principal explicación de por qué el país ha sido extremadamente violento en las últimas décadas, pero tanto artistas como investigadores tienen claro que hay una conexión.

“Creo que este círculo de violencia está enraizado profundamente. O sea que tenemos esta cultura, un constructo, un imaginario social, como decía Jung, un imaginario colectivo con sus particularidades que ya está normalizado”, remata Rivas.

Para este joven artista, la masacre del 32, que sucedió como resultado de la brutal represión militar desatada por el ejército de Martínez contra el levantamiento indígena-campesino, representa una contradicción, en especial porque el gobierno del general fue uno de los que más promovió y vinculó la idea de la cultura con lo indígena, explica.

Y, además, hay una contradicción que no será exclusiva del general dictador en la historia posterior del país: el Estado salvadoreño ha sido el que, en lugar de buscar la mejoría en la vida de las personas, como parte de una visión amplia de la cultura ha sido el que ha arruinado miles de vidas.

Es un Estado que ha llegado al colmo de la infamia al organizar en sus tierras el concurso de Miss Universo, el 19 de julio de 1975, y dos semanas después (el 30 de julio) masacra a estudiantes de la Universidad de El Salvador que protestaban por los allanamientos realizados por militares en el Centro Universitario de Occidente, y por otras violaciones a los derechos humanos.

Video: “De locura y cultura”

El Estado que todo lo ve y todo lo reprime

“Por ejemplo, durante el mandato de Martínez estaba en boga la teosofía, que es una corriente llegada desde toda Latinoamérica. Por eso Martínez tenía esa conexión con Salarrué y Mejía Vides. Su círculo de la cultura eran teósofos, era lo que los unía. Salarrué fue su funcionario cultural. Él fundó la Sala Nacional de Exposiciones”, explica Rivas.

En efecto, Martínez, nacido en 1882, en una cuna humilde de San Matías, La Libertad, era mitad dictador y mitad “brujo”. Abrazaba fervientemente la teosofía, una corriente religiosa-filosófica cuyos seguidores creen recibir un conocimiento místico, recibido de un espíritu superior que les permite entender los secretos del universo.

Solía dar a sus allegados, para curarlos de algún mal, “agua embotellada en frascos azules, rojos y verdes, expuestos al sol en la terraza del Palacio Presidencial; y cuando se desató una epidemia en la capital, hizo cubrir las lámparas del alumbrado público con celofán de colores”, contó en su libro “Democracias y tiranías del Caribe de 1957” el corresponsal de la revista Time para Centroamérica, William Krehm.

Krehm también contó en su libro que Martínez esparció el rumor de que legiones invisibles lo cuidaban y que podía espiar a los conspiradores sin que lo vieran; como un Estado que todo lo ve y todo lo reprime.

Sobre el mural con el general vestido de “Panchita”, Rivas prosigue: “Dos años después de la masacre, en 1934, Maximiliano le pide a Salarrué que organice un certamen centroamericano de pintura, y lo hacen en San José, Costa Rica. Y el ganador es Mejía Vides, con una Panchita. Entonces, a partir de eso, el gobierno de Martínez es el que más impulsó la imagen del indígena, a nivel iconográfico y cultural”.

Y dos años antes, su régimen exterminó a un buen número de indígenas y campesinos, en el occidente del país, quienes se alzaron en armas contra una situación que era ya intolerable.

No se sabe con exactitud cuántos murieron.

Los historiadores e investigadores han manejado diferentes cifras a lo largo de los años. Esto ha sido así, en parte, porque nunca se ha tenido acceso a los archivos militares de esa época, dice el historiador Knut Walter. Pero estas cifras oscilan entre las 2,500 y las 60,000 muertes.

“(John) Anderson estima que fueron entre 8,000 y 10,000 los muertos. Roque Dalton y Miguel Mármol hablan de 20,000. Y hace poco, en un libro de un alemán, vi la cifra de 60,000. Me interesaría mucho saber cuánta gente participó en el levantamiento. Eso sí sería un indicador de la magnitud del movimiento insurreccional”, señala Walter.

Los machetes como respuesta

Las razones del levantamiento son varias, pero podría señalarse que la crisis de los años 20 estremeció los cimientos de la república oligárquica salvadoreña, gestada a finales del siglo XIX. Esta era una sociedad dominada por familias señoriales que crearon un sistema de producción agrícola que sumió en la pobreza a muchas familias campesinas.

Ya en 1880, en tiempos del presidente Rafael Zaldívar, se habían promulgado leyes con las que se expropiaron tierras a los indígenas para expandir el cultivo del café y obtener miles de braceros para su recolección. Además, la crisis económica mundial, iniciada en 1929, golpeó por todos lados. Y El Salvador no fue la excepción.

“La masacre ocurrió en enero del 32, cuando el café no se estaba recolectando. No había trabajo porque no había forma de venderlo (por la crisis mundial). La gente también protestaba por la falta de ingresos y por la pobreza que  ya era muy extrema”, recalca Walter.

Una sociedad dominada por familias señoriales que con el cultivo del café, crearon un sistema de producción agrícola que sumió más en la pobreza a buena parte de las familias, sobre todo a las rurales, campesinas e indígenas.

Jeffrey Gould, historiador norteamericano, es uno de los investigadores que más estudió el levantamiento de 1932 y la represión del gobierno de Martínez. Sostiene que, además de la crisis económica y de la pérdida de tierras, hubo cierta apertura política de parte del presidente Pío Romero Bosque, y que esta allanó el camino para que sindicalistas y radicales de izquierda entraran en contacto con algunos sectores indígenas, y estos se convencieran de que era necesario alzarse en armas.

Por esa razón muchas personas, sobre todo de derecha, siguen calificando la insurrección como “comunista”. Además, para entonces el proceso de mestizaje cultural caminaba a paso ligero, y en las escuelas era mal visto hablar en náhuat, según Gould.

Él también señala que, en contraposición a ese mestizaje cultural, hubo una revitalización del movimiento indígena en cantones de Izalco, Nahuizalco y Tacuba; y que sí hay una conexión evidente entre acontecimientos históricos traumáticos y la realidad cotidiana actual de El Salvador, llena de violencia y pobreza: “Creo que es evidente (ese nexo). Si uno vive tanto trauma, este no solo puede ser individual, sino también colectivo”.

El historiador expresa, además, que la violencia que ha caracterizado a El Salvador desde el fin de la guerra civil tiene sus orígenes también en los años 90, y en la política migratoria de los Estados Unidos. Este país expulsó deportó a miles de jóvenes, quienes encontraron en las barriadas salvadoreñas el caldo de cultivo perfecto para sembrar la cultura pandilleril.

Y explica que la violencia se debe además al Consenso de Washington: la fábrica ideológica de donde salió un nuevo mantra de la prosperidad: el neoliberalismo.

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Melissa Guevara denominó su obra Yunque y martillo, en clara alusión a esa táctica militar durante la guerra civil.

En eso está de acuerdo Melissa Guevara, una artista que comenzó a mostrar su talento en el Colectivo Artificio, en San Salvador, allá por el año 2008.

“Es una contradicción, pero los intereses a los que responde un Estado de cualquier país, sobre todo de Latinoamérica, son los neoliberales. Es como tratar de dar un poquito para mantener tranquila a la gente. No hay un interés real en hacer cambios estructurales porque no les conviene”, asegura.

En 2018 montó parte de su obra “Yunque y Martillo”, que trata sobre la masacre de El Mozote, cometida por unidades del ejército, en diciembre de 1981.

La instalación consistió en traer tierra de El Mozote, en Morazán, y esparcirla en la avenida que pasa frente al Palacio Nacional, en el centro de San Salvador.

“Para mí fue muy impactante el hecho de que los cuerpos se hayan quedado ahí, y que la masacre se haya negado de forma tan sistemática, estando los cuerpos ahí, la evidencia. Todo estaba ahí. (Todas las pruebas) de lo que había pasado. Y que los cuerpos se empezaran a descomponer y que quedaran en ese territorio”, cuenta Guevara.

El caso de El Mozote permaneció archivado desde 1993 debido a la Ley de Amnistía aprobada ese año, como parte de los Acuerdos de Paz de 1992. Sin embargo, fue reabierto en septiembre de 2016.

El listado original de oficiales acusados era de 33, pero 40 años después algunos ya han fallecido, y actualmente son juzgados 16, en un caso aún abierto.

Según varios testimonios, el operativo fue liderado por el coronel Domingo Monterrosa, comandante del Batallón Atlacatl, que era una unidad élite de contrainsurgencia entrenada por los estadounidenses.

Expertos han declarado en el juicio que la matanza fue del total conocimiento de los estadounidenses. Por ejemplo, está el testimonio de Terry Karl, investigadora de la Universidad de Stanford, quien participó como perito en una audiencia celebrada en abril de 2021, en San Francisco Gotera.

Karl dijo que durante el operativo realizado en El Mozote estuvo presente el asesor estadounidense Allen Bruce Hazelwood.

Eso dejó en evidencia no solo el pleno conocimiento que tenía el gobierno de Estados Unidos de los operativos militares en donde hubo masacres de civiles, sino su participación de forma directa.

“En el caso salvadoreño, no creo que el ejército hubiera resistido sin el apoyo de los Estados Unidos. En el caso de Nicaragua, la Contra no se hubiera desarrollado como se desarrolló sin los Estados Unidos”, señala el historiador Gould.

Los militares guatemaltecos, por su lado, eran más independientes, y ya en la década de los 50 tenían una milicia bien desarrollada. En los 80 Carter les cortó la ayuda, según Gould, pero encontraron apoyo en Argentina e Israel.

Pero volvamos a Guevara y su obra.

La idea cuajó bien, parcialmente. Porque se logró traer parte de esa tierra desde El Mozote, y la esparcieron, pero no exactamente donde debía ser esparcida. Por problemas logísticos con el chofer del camión, la tierra se terminó soltando antes de llegar al Palacio Nacional.

¿Por qué frente al Palacio? “Es un lugar simbólico que, si bien no contiene los poderes del Estado, sigue teniendo ese peso simbólico”, dice Guevara.

Café espresso oligárquico y piramidal

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Obra “Pirámide” de Ronald Morán

En el estudio de Ronald Morán hay una especie de vitrinita del tamaño de una cocinita eléctrica de dos quemadores. Las paredes laterales y traseras están forradas con un material similar al algodón.

Adentro hay diez tazas forradas con el mismo material esponjoso y blanco. Están ordenadas en forma piramidal: en la base hay cuatro, sobre ellas otras tres, dos más arriba y una en la cúspide.

La pieza es parte de una serie llamada “Hogar, Dulce Hogar”, que muestra un ambiente familiar: un cuarto donde duerme algún niño, con todos los elementos, todo forrado de ese blanco espumoso. Pero es una ironía inmensa.

“Es una ironía total, como decir Aquí no pasa nada, todo está muy bien, cuando vos sabés perfectamente que es lo contrario. Y (muestra) cómo la violencia doméstica es muchas veces pasiva”, cuenta Morán.

Este artista nació en Chalchuapa y, al igual que su colega Rivas, su infancia estuvo marcada por la guerra civil de los 80.

La pieza de las tazas también habla sobre el café, ese monocultivo al que ya se hizo referencia al abordar el tema del levantamiento de 1932.

Esta obra, llamada “Pirámide”, “tiene que ver con la cultura del café; con cómo casi 200 años después de la independencia ese cultivó significó una expropiación; les quitaron las tierras a los indígenas”, señala el artista. “Ves que es una pirámide perfecta”, añade.

Hay otra pieza similar, llamada “Lo que quedó”, donde las tazas están cayéndose.

“Era lo que quedó de toda esa cultura del café; hace también alusión a todo el conflicto que generó. Toda esa economía cimentada en un monocultivo se vino al suelo”, remata.

Morán también ha explorado otros ámbitos geográficos y culturales, y los ha transformado en arte.

Una de sus piezas, llamada “Entre las Flores”, está compuesta por flores hechas de papel que revelan una verdad desgarradora: contienen frases que representan testimonios de indígenas guatemaltecos sobre masacres que atestiguaron.

Ronald Morán en su estudio

El poder chamánico del arte

Regresemos a Hugo Rivas.

Además de ser artista, ha trabajado en el Ministerio de Salud, en el área de la salud mental.

Desde siempre le interesó la temática, y luego descubrió que hay dos cosas que pueden ir de la mano: que el artista sane al sacar todos sus traumas, y que también lo haga quien observa su obra, al enfrentar sus demonios internos por medio del arte.

Pero estos procesos deben ir acompañados por profesionales en arteterapia, disciplina sobre la cual Rivas está cursando una maestría en una universidad de Barcelona.

“Para cualquier ser humano que haya sufrido algún nivel de trauma o vejación, el arte es una herramienta poderosísima para sacarlo y mirarlo. Ahí hay material de trabajo, (formas) de confrontarse, y una liberación”, dice.

No es muy difícil imaginarse que, a pesar de todas las convulsiones históricas vividas en el país en las últimas décadas, la asistencia psicológica por parte del Estado para quienes enfrentan traumas como consecuencia de la guerra es muy limitada.

Por ejemplo, al final de la guerra no hubo un proceso de sanación que comenzara por impartir justicia en casos de graves violaciones a los derechos humanos. Y esa aura de impunidad animó a muchos para creer que aquí quien comete un crimen se saldrá con la suya.

“Tiene que ver con el hecho de que no hubo sanciones para los violadores de derechos humanos ni para quienes cometieron crímenes de lesa humanidad durante la guerra. No ha habido sanción ni justicia, y eso crea un clima de impunidad”, explica Cecilia Pocasangre, psicóloga de la Asociación de Capacitación e Investigación para la Salud Mental (Acisam- El Salvador).

“Entre los municipios con menos violencia homicida y social están los de Chalatenango. Por ejemplo, en Arcatao y en sitios que fueron lugares de guerra, los índices de violencia social son bien bajos, por no decir nulos. En estos lugares se cultiva la memoria histórica, y se rinde homenaje a todas las personas que ofrendaron su vida”, agrega.

En Chalatenango, según Pocasangre, hubo un aproximado de 57 masacres, y la población conmemora la mayor parte de esos hechos y es acompañada en ese proceso. Y esa es una manera de ir sanando.

Sobre el origen de la violencia y su nexo con el presente, el criminólogo Carlos Carcach sostiene: “Yo creo que es la acumulación de frustraciones en varios sectores de la sociedad. Y estas tienen que ver con la manera en cómo los gobiernos han abordado la tarea de resolver los problemas económicos y sociales del país”.

El experto aclara, no obstante, que la violencia, sobre todo la que genera homicidios, siempre ha sido alta, incluso a inicios del siglo XX. En 1912 la cifra de asesinatos era ya altísima: 94 por cada 100,000 habitantes.

Ese dato está bastante cerca de los 103 por cada 100,000 registrada en 2015, señalado como el año más violento en El Salvador.

Con la diferencia temporal y espacial de por medio, y atareado en su taller ubicado en una exfábrica de baterías donde se escucha a Pink Floyd como fondo musical, Ronald Morán dice: “Todo ese gen se ha venido desarrollando. Y se ve a la primera:  todo ese desmadre en el tráfico”, en alusión al nivel de agresividad encontrado cada día en el caótico tráfico de cualquier avenida salvadoreña.

Fin

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