Opinión
Ilustración: Luis Galdámez
Texto: Nayda Acevedo*
Noviembre 29, 2024
Hablar sobre la guerra civil en El Salvador, sus causas y sus consecuencias, implica una serie de aristas que no se circunscriben a la gran deuda de la justicia y el fiel cumplimiento de los preceptos de verdad y justicia. Nos llama a reconocer otras tantas deudas, como la historia; a trabajar los lutos postergados, a abrazar la memoria y a plantearnos el tipo de sociedad que queremos ser, ojalá de una vez por todas, si no menos traumatizada, al menos consciente de reconocernos desde ahí: esa vorágine de sucesos que nos parten el alma en mil pedazos y la cual intentamos hilvanar maquillando nuestro sentir.
El extracto del relato que comparto a continuación no es ficción. Es la vivencia de un sobreviviente de una de las masacres que entre 1980 y hasta 1992 y la firma de los Acuerdos de Paz, sucedió en El Salvador, es la narración desde la vivencia de uno de los sobrevivientes de la masacre de Copapayo (1983):
En los primeros días de noviembre de 1983 todos esos soldados se metieron en toda la zona que así se le conoce como Cinquera-Radiola. Se fueron a meter al cerro Timpincuqui. Desde esa altura los soldados nos vieron, éramos quizás más de 300 que del cantón Hacienda Copapayo nos estábamos escondiendo en una quebrada a la orilla del lago Suchitlán. Con el miedo en las canillas, nos brincaba puro caballo el corazón porque nos iban a matar, solo eso pensábamos, nos iban a matar. Los soldados bajaron a la quebrada y empezaron a disparar sobre los matochos, donde estábamos todos nosotros… así sentíamos de cerca las balas. Montones de gente intentaron huir en 3 lanchas al otro lado del lago, pero ellos [los soldados] seguían ametrallando a las lanchas y toda esa gente murió ahí, apenas logramos salir por una vereda sin que nos vieran. Los soldados rastrillaron los montes y mataron a todita la gente que fueron hallando. A otra gente, al menos unas cien personas más, se las llevaron amarradas allá por el cantón La Escopeta, ahí violaron a las muchachas y niñas y las decapitaron después. A la siguiente mañana llegaron a San Nicolás, donde encerraron a otros hombres del cantón en una casa y las mujeres y niños en otra. Nosotros nos escondimos en los montes por montón de tiempo, yo ni sé cuánto fue. Y ya al pasar toda la balacera, con un gran miedo, fuimos a buscar a nuestras familias. A unos los logramos enterrar al pie del cerrito de La Escopeta, ahí donde ve ese palito, ahí los enterremos. Apurados, con miedo, con el llanto quedito para no hacer bulla… así. Yo encontré a mi niña y le arreglé el vestidito, sí… ahí está mi niña.
Todo esto me lo decía mientras su tic en el ojo era visible y yo tomaba su testimonio para iniciar el proceso de exhumación de las personas ahí asesinadas. Sus ojos evitaban el contacto directo, su voz era profunda y lenta y su razón intentaba llevar la batuta de la plática, como si no hubiera nada que sentir, como si se tratara de un día más que había pasado, como si necesitara nuevamente resguardarse para sobrevivir.
La esposa de la persona que brindó este testimonio no pudo asomarse siquiera. El dolor le late demasiado fuerte, le galopa cada día y la única forma en la que logró salir adelante fue blindando su memoria. «No quiero saber ya nada de eso», me decía. ¿Y quiénes somos nosotros para juzgar tal sentencia, cuando el dolor es demasiado profundo? Apenas observadores y proponentes de otras formas de abordar estos temas que nos laten con cada fecha de conmemoración.
Al escuchar de las masacres sucedidas durante la guerra, muchos prefieren cerrar su umbral de escucha, colocar el hartazgo antes que la empatía, desentenderse.
41 años han pasado luego de esos sucesos de Copapayo. Mucha gente al leer esto, al escuchar de las masacres sucedidas durante la guerra, al escuchar de tantas violencias de antes, durante y después de esos años, prefiere cerrar su umbral de escucha, prefiere colocar el hartazgo antes que la empatía, prefiere desentenderse.
Sin embargo, la pregunta: ¿eso los convierte en malas personas? ¿Eso los convierte en gente indeseable para quienes logramos desarrollar un umbral diferente de conexión con estos dolores sociales? No lo creo. Aprender a abordar nuestros dolores, nuestros traumas colectivos, gestionar todas esas emociones y esa vorágine de vivencias profundamente impactantes no ha sido algo que interese a ningún tomador de decisión. Abordar estas vivencias más allá del ejercicio de la revictimización, sin dotar de herramientas de dignificación, sin reconocerse como sujetos humanísimos, en primer lugar, y, dentro de ello, portadores de derechos, y trascender del hecho traumático, tampoco lo ha sido.
Estos hechos traumáticos no cruzan solamente a las personas que los sobreviven, son parte de los tejidos familiares que generaciones anteriores y siguientes tejen en su convivencia cotidiana, porque en efecto, el trauma cruza a la persona, es eso: una ruptura que, sin un trabajo adecuado, descoloca completamente y distorsiona la manera en que nos enfrentamos nuevamente al mundo, incluyendo la forma en la que se relacionan las familias entre sí y con la sociedad en su conjunto.
Algunos autores que han desarrollado su teoría sobre los traumas históricos establecen que este sucede cuando existe un marcado comportamiento de discriminación y opresión de un grupo sobre otro y que estos comportamientos no finalizan de manera inmediata ni clara, por lo que genera un trauma de largo plazo que marca a la sociedad en general.
En estos casos, no solo hablamos de traumas existentes en la población víctima y sobreviviente de los hechos, sino también en aquella que la perpetra. Muchos de los silencios y rechazos a hablar sobre estos temas son posiblemente una manifestación de esos traumas históricos, tanto como las negaciones y las desconexiones de los perpetradores, que de manera constante argumentan y justifican desde su estatus o privilegio.
Lo cierto es que en ambos casos se actúa en función de la sobrevivencia sin entender ni atender lo vivido, incluso sumando comportamientos que lejos de sobrevivir, se convierten en obstáculos para ello, tal es el caso de la característica violencia en diferentes manifestaciones dentro de la sociedad salvadoreña. Tal es el caso de la violencia en el tráfico, en la calle, en las parejas, dentro de las escuelas y fuera de ellas, de padres o madres a hijos e hijas y eso no discrimina condición socioeconómica, es una característica devenida del trauma colectivo.
La tan inconfundible forma en la que reaccionamos ante el trauma es un ejemplo práctico de lo anterior: hablar de la masacre de Copapayo devuelve el luto postergado y tan poco trabajado de las personas sobrevivientes que aún esperan justicia.
Para mí, las conmemoraciones de las masacres deben ser un parteaguas de cómo aquellas vivencias dolorosas se convirtieron en faro.
Pero no solo desde el tribunal se resuelven los dolores colectivos, sucede que mirarnos al espejo es ya una necesidad de la sociedad, ver las atrocidades cometidas desde un ejercicio de autoconocimiento individual que afecta nuestra colectividad. Escucharnos, sentir el dolor propio y el ajeno, asumirlo y darle forma, una forma que nos permita relacionarnos de distintas maneras a la que lo hacemos ahora, en la cual el odio al otro es condición constante.
Hoy no escribo bajo el estandarte de la lucha más reconocida por la defensa de los derechos. Hoy no escribo desde la denuncia, en cambio, escribo desde la pluma de una hija que también exhumó a su padre, una mujer que se reconoce fragmentada por los dolores que deja una guerra, un ser humano capaz de verse al espejo y reconocer todas esas heridas, una profesional que ha alzado su voz y a abierto sus brazos desde incluso su propio dolor y en gran medida, la repetición de mis propios dolores en la elección de mi quehacer. Hoy escribo desde mis luces y mis sombras, que no son pocas, desde mis miedos y mis inseguridades, desde mi rabia y frustración que ahora reconozco y conozco la fuente. Acompañar la historia de un pueblo traumatizado pasa por reconocernos parte de él, pasa por trabajar nuestros propios demonios para, desde la empatía, pero también desde un espacio más sano, podamos sumarnos a otras formas de construirnos.
Hoy escribo bajo la construcción de la individualidad tan fragmentada y dolida, desde mi propia corporalidad que día a día ha elegido sanar todas esas ausencias y dolores, porque cada vez que hablamos de la memoria histórica, lo hacemos desde una herida sangrando, desde una vivencia que nos invoca los dolores y no desde esa condición humana de empatizar hasta con nosotros mismos por lo vivido, desde la solidaridad colectiva cada vez más difuminada entre la individualidad, esa que ya hemos mencionado, que está a su vez tan golpeada y dolida.
¿Qué significa recordar la masacre de Copapayo, entonces? Para mí, las conmemoraciones de las masacres deben ser un parteaguas de cómo aquellas vivencias dolorosas se convirtieron en faro. Cómo aquellas vivencias nos pueden hacer brotar nuestras lágrimas y rabias eternas. Cómo estos hechos pueden permitirnos sentir. Y solo a partir de ahí, cuestionar cómo nos relacionamos. ¿Es la rabia el único lenguaje? ¿Es el dolor el único sitio desde el que podemos hablar?
Una vez una muy querida escritora me dijo: hay dolores luminosos. Que la falta de justicia, que la historia de terror, que la frustración misma nos sirva como faro hacia adentro, para replantearnos la manera en la que nos tejemos como sociedad, como familias, que nos permita volver la mirada individual, para comprender la colectividad que tanto enardecemos.
Tal vez así logremos avanzar en nuestras propias formas de relacionarnos, desde un sitio más sano, capaz de escuchar y empatizar con el otro, capaz de elevarse del juicio… y así caminar.
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