Opinión
Ilustración: Luis Galdámez
Laura Flores Amaya
Abril 19, 2024
Dejar de tomar, cada día, un antidepresivo, es como lanzarse a nadar cuando uno ya tuvo un susto en una piscina. Aterra. Los tomé durante 13 meses, por un trastorno ansioso depresivo. Y cuando me los recetaron, no quería empezar, porque escuché a muchas personas decirme que «me iba a hacer adicta», «que no era tan grave como para eso», y otros comentarios muy comunes.
Pero lo cierto es que cuando la depresión me paralizó, me quedé sin opciones. Y el hecho de saber que ir al psiquiatra y luego tomar un medicamento quizás podría ayudar, solo esa pequeña posibilidad de salir de ese mar, me dio esperanza. Y eso le ocurre a muchas personas. Esto no lo digo solo yo, también lo dice Marian Rojas Estapé, en su libro Cómo hacer que te pasen cosas buenas, —sí, yo que pensaba que este tipo de libros eran una pena, pienso ahora que todo lo que sirva para sobrevivir a los males de este siglo es valioso.
Empezar a tomar las pastillas fue un torbellino en el agua. El primer mes, sentí que la depresión incluso empeoró. Viví los momentos más oscuros que he tenido. Pero el proceso químico es así, y pude lograrlo gracias al acompañamiento de mis amistades y familia que me sostuvieron cuando lo único que quería era morir y pararlo todo.
Pasados tres meses de iniciado el tratamiento, empecé a sentir algunos cambios. Ya era más fácil levantarme cada mañana, pensaba menos en suicidio, tenía crisis menos profundas, y me empezaba a sentir valiosa. El cariño de mis seres, ya se empezaba a sentir tibio de nuevo.
Hice muchos cambios, tomé decisiones difíciles, tuve conversaciones que necesitaba tener. Y así llegué a momentos de mucha estabilidad.
Así continué el tratamiento los siguientes meses, y fui mejorando. Di varios pasos, retomando rutinas y cambiando otras. En el camino, nunca abandoné la terapia psicológica, que me dio herramientas para entender por qué había llegado a casi ahogarme en ese torbellino y cómo enfrentarlo. Ella, mi psicóloga, me llevó de la mano.
Empecé a encontrar pequeñas actividades que me hacían sentir que todo tenía sentido, pero lo más importante es que hice muchos cambios, tomé decisiones difíciles, tuve conversaciones que necesitaba tener. Y así llegué a momentos largos de mucha estabilidad. En medio de esto, claro, hubo muchas recaídas. Unas más difíciles que otras.
Entonces, llegó el momento en que junto a mi psiquiatra consideramos que era hora de bajar los medicamentos. Primero tomé la mitad, luego distancié la dosis por días y ahora estoy libre de medicamentos. ¿Me siento sana? Sí y no. Nunca es tan claro, pues el miedo cuando se presenta una situación que me puede llevar a la crisis me hace pensar que la estabilidad es temporal.
Pero también siento que he aprendido mucho, que estoy segura de que conozco el camino que me llevó al torbellino, y que sé cuáles son los pasos para volver a la estabilidad. También aprendí que la depresión no llega solo por motivos particulares, sino estructurales. Esto no debería sorprender al vivir en El Salvador, un país machista, con difícil acceso a vivienda propia, situaciones laborales de acoso, violencia sexual y social.
Hasta ahora, lo que más me asusta, es saber que podría volver a estar ahí, y que ya sé cómo es. Eso no me quita las ganas de vivir. Más bien, estoy buscando cómo cuidar de mí, y cómo darle a mi cuerpo, de forma natural, lo que le ofrecían las pastillas. Digamos que quiero que recuerde cómo ser feliz por sí mismo. Y volver a nadar.
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