Opinión
Ilustración: Luis Galdámez
Laura Flores*
Agosto 23, 2024
Hace unas semanas vi un video en Tik Tok donde una chica se para junto a su abuela y cada una debe dar un paso adelante si pudo elegir lo que quería ser, con quién se quería casar o si no quería hacerlo, etc. Y luego, muy conmovida, la chica se queda a observar lo que las separa, todos los pasos que ella sí pudo dar, el camino que las mujeres hemos avanzado, pero también los derechos que les fueron negados a las que estuvieron antes que nosotras.
El derecho a soñar, para las mujeres, ha sido un camino lleno de piedras. A estas alturas, a muchas niñas se les pregunta qué quieren ser cuando sean grandes, aunque las condiciones, que son siempre cuesta arriba en El Salvador, no les faciliten cumplir ese sueño. Muchas tenemos en nuestros cuadernos de la escuela dibujos de profesoras, empresarias o cualquier ocurrencia de lo que soñamos ser en nuestra vida de adultas. Tenemos, por lo menos, la posibilidad de soñar. Nos han abierto una pequeña ventana.
Para esta columna, conversamos con Sandra (así la llamaremos para proteger su identidad), una mujer de 84 años. Intentamos hablar sobre sus sueños. Pero, aunque se lo pregunté de diferentes formas, la palabra no le sonaba muy familiar. Cuenta que, cuando era jóven, nunca pensó en qué quería ser o en algo que, apasionadamente, le gustaría hacer. Tampoco hubo alguien que le diera el regalo de hacerle esa pregunta. Hasta hoy, no se había puesto a pensar que realmente podía decidirlo.
Ella fue una joven de 15 años en 1955, cuando las mujeres en El Salvador tenían 5 años de tener derecho al voto y unas pocas ya estudiaban carreras universitarias. Para entonces, Rosario Lara había entrado y salido del cargo de alcaldesa en Berlín, Usulután, convirtiéndose en la primera mujer en ocupar el cargo en El Salvador. También fue una época que los libros de historia describen como de «bonanza económica» por el café, en la versión de la historia de los ganadores. Pero esta, la historia de Sandra, es la historia de las mujeres campesinas, que para entonces, eran la mayoría.
Sandra llegó hasta el tercer grado, porque la escuela estaba muy lejos de su casa. Sabe leer y escribir con bastante soltura y se expresa con mucha claridad. Su única memoria sobre sus sueños es que quiso ser sastra (confeccionar y diseñar ropa). En los años cincuenta la industria de la ropa no era lo que conocemos hoy. No había muchos centros comerciales y tampoco demasiados ingresos para tener acceso a comprar ropa prefabricada. La sastra, entonces, ponía a la moda a todo el pueblo.
Los trabajos de cuidado y formar una familia fueron, hasta hace muy poco, las únicas opciones que las mujeres podían tener en su proyecto de vida.
En ese momento no había escuelas para aprender el oficio. La opción era ofrecerse de ayudante de una sastra. Y la única que podía enseñarle a Sandra vivía en una zona retirada, donde tenía que caminar por senderos muy solitarios, a través del monte. Su sueño, entonces, murió ahí. Sandra es una de las chicas que se dedicó a moler, lavar y ayudar en casa. En sus pocos ratos libres, veía televisión en blanco y negro, en su casita de tierra. En esa época sonaban las rancheras de Vicente Fernández y Lola Beltrán, que para entonces eran muy jóvenes.
Su juventud transcurrió entre oficios domésticos, junto a sus abuelos, hasta que se casó, cuando tenía 23. Esta decisión no cambió mucho el panorama, pues siguió haciendo trabajo no remunerado, pero para su esposo y, luego, para sus hijos. Asistía a la iglesia, iba a la feria del pueblo, y así pasaron los años. A sus 84 años sigue cuidando: cocina al gusto de su esposo y es la principal cuidadora de su hermana, una mujer con una enfermedad mental. Hace unos seis años dejó de cuidar a su madre, una anciana de más de 90 años.
Los trabajos de cuidado y formar una familia fueron, hasta hace muy poco, las únicas opciones que las mujeres podían tener en su proyecto de vida. En general, dice Sandra, no es que hubiera mucho tiempo ni dinero para pensar «qué quería», incluso en cosas pequeñas: qué ropa ponerse o qué hacer con su tiempo. Hablar de tiempo libre, por ejemplo, era una locura. Solo existía el espacio que quedaba entre un oficio y otro.
Las mujeres muy soñadoras, es decir, las que se apoderaron de ese derecho, eran castigadas, pues el derecho al disfrute de la vida, de la juventud, no estaba permitido, incluso en cosas pequeñas. Sandra dice que le estaba prohibido bailar, y por eso, por mucho tiempo, iba a las fiestas solo a ver, hasta que tomó la decisión desafiante de hacerlo. Pero en otras cosas, que requerían dinero, los sueños se desvanecen o, en el peor de los casos, las mujeres crecían sintiendo que su proyecto de vida estaba encerrado en cuatro paredes.
Sandra es abuela, y a estas alturas ha visto a varias de sus hijas casarse, ser sastras, poner sus negocios y a unas cuantas de sus nietas graduarse de la universidad. Aunque han pasado muchas generaciones entre la suya y la nuestra, las muchas desigualdades sociales hacen que en El Salvador, de cada cien mujeres entre 14 y 25 años, 42 no se encuentran ocupadas en actividades académicas ni laborales, según datos de UNFPA. Es decir, aunque hemos avanzado en el derecho a soñar, muchas todavía no tienen oportunidades para cumplir esos sueños.
* Periodista salvadoreña
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