Opinión
Ilustración: Luis Galdámez
Cuando tenía quince años, una tarde, escuché a doña Carmen, mi vecina, dar gritos de terror. Los vecinos de la cuadra salieron para ayudarla, pero era incapaz de articular palabras. Me quedé mirando toda la escena, hasta que llegó un vigilante a registrar la casa, para verificar qué la había asustado. Cuando salió, estaba pálido. Dijo que la madre de doña Carmen se había quitado la vida. Todos se quedaron sin palabras.
Laura Flores Amaya*
Junio 2, 2023
Ese día supe que no era una muerte cualquiera. Que las frases no eran las que se dicen siempre que alguien muere. No. Se le cuestionaba su egoísmo. Se murmuraba sobre las posibilidades que tenía de disfrutar a sus nietos, de salir a caminar en una colonia segura, de descansar y mirar novelas en casa, sin ninguna preocupación. Algunos, incluso, hablaban del pecado que había cometido y de su segura condenación.
Luego, cuando tenía 25, supe del suicidio de una estudiante. Los comentarios, sin embargo, fueron un poco más variados: por qué no buscó ayuda profesional, que el sistema educativo era responsable, que la falta de servicios de salud mental eran la causa. Y, algunos, se ofrecían para escuchar a los potenciales suicidas.
Según datos del Instituto de Medicina Legal, de 2020 hasta 2022 se habían suicidado unas 1,500 personas en El Salvador. Es decir, aproximadamente un suicidio diario en un país muy pequeño. No sabemos cuáles son las causas de cada uno, porque, además, no hay estadísticas muy detalladas sobre el tema. Tampoco sabemos si estas personas tuvieron atención psicológica en algún momento.
Es cierto que, en este momento, algunas oenegés brindan atención de bajo costo e, incluso, gratuita. Pero no cualquiera lo sabe, ni tiene idea de cómo acceder. En ciertos casos, además, esa atención se suscribe a poblaciones específicas beneficiarias de sus proyectos.
¿Cómo hacemos, entonces, que las personas con depresión y otros padecimientos sepan que pueden y deben buscar ayuda profesional y dónde pueden hacerlo? Este es un país con un bajo nivel de escolaridad. ¿Qué tiene que ver eso con la depresión? Mucho. Solo por nombrar algo: la falta de información sobre el tema.
Y aunque parece que, en redes sociales, se habla mucho de salud mental, la verdad es que, en la práctica, pocos dominan el tema. Si no, preguntémonos: ¿todos sabemos cómo acompañar a una persona con depresión? Casi nadie. Hacemos lo que podemos. ¿Cómo se le dice a alguien que necesita ayuda profesional? ¿Cuánto hay que presionar? ¿Y si somos nosotros los que la necesitamos? ¿Lo detectaremos de inmediato?
Entre el grueso de la población (pensemos en el interior del país) cuando alguien tiene un problema de salud mental, buscar un psicólogo difícilmente será la primera opción. La tristeza se intenta combatir con cualquier clase de actividades que, a veces, funcionan. “Es falta de trabajo”, dicen los mayores. Y luego, si alguien logra la convicción de que necesita ayuda, pero no tiene recursos, ¿cómo logramos que estas personas que apenas tienen energías para despertar, se enteren dónde buscar estos servicios de bajo costo?
Ilustración: Luis Galdámez
Son dos preguntas importantes, pues las consultas psicológicas privadas tienen costos arriba de los $20 cada una. Y si requiere de un psiquiatra, cuesta más del doble, sin contar las medicinas. Claro, en el sistema público existe este tipo de atención, pero no hace falta decir lo poco ágiles que son para dar la atención que debería ser urgente. Y si pensamos en cuánto puede tardar un intento de suicidio, nos daremos cuenta de que no es un tema menor. Es urgente.
Superado esto, y suponiendo que encontraron recursos o consultas gratuitas o baratas, viene otra etapa difícil: el proceso terapéutico. Esto puede tardar varios meses, dependiendo de la situación. Al principio, con mucha (mucha) suerte, es posible que se encuentre apoyo y conciencia en el círculo cercano, en el trabajo u otro espacio que se frecuente.
Sin embargo, estos procesos son tan largos que, eventualmente, la carga laboral regresa, e incluso se duplica por el tiempo perdido. Algunas personas podrían cansarse de escuchar, una y mil veces, el mismo tono trágico (claro que siempre hay seres de luz). Y las actividades en pausa le gritarán a la persona con el padecimiento que está perdiendo demasiado tiempo. Todo esto luce como un círculo sin fin, aunque no lo es. Pero requiere algo que a nuestra sociedad le cuesta mucho: paciencia y ternura.
Pues, aunque la atención psicológica y psiquiátrica es importante, las redes de apoyo y de cuidado son igual de valiosas. ¿De qué le sirve a una persona ingerir un medicamento si tiene un contexto posibilitador de la depresión? Claro, podemos hablar de que tiene mejores herramientas si recibe atención profesional, pero cuando se trata de una situación como esta, todo es cuesta arriba. Se necesitan más que pastillas.
Es grave que, adentrados en el siglo XXI, nuestra única preocupación sea que una persona no se quite la vida, cuando lo que debería ocuparnos es que todas las personas tengan una buena vida y que les alcancen las energías para quererla vivir. Porque mantenernos con vida no basta. ¿Qué hay de estas sociedades, como la salvadoreña, que llevan a la muerte a alguna parte de su población en las pandillas, en las cárceles, en círculos de violencia intrafamiliar? Están con vida, pero nos merecemos más que eso.
Nota: Esta es la primera de varias entregas. En las siguientes, aportaremos referencias y conversaciones con personas que atraviesan situaciones de salud mental compleja, para que podamos instruirnos y saber cómo actuar.
* Periodista salvadoreña.
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