Opinión

Ilustración: Luis Galdámez

La soberanía informacional frente al abuso de las plataformas digitales

Guillermo Mejía *

Mayo 19, 2023

El abuso y negocio que hacen las plataformas digitales sobre los contenidos que exponen los ciudadanos de todo el mundo a través de sus autopistas en la red de Internet abrió la discusión y reflexión sobre la necesidad de ejercer un mecanismo de regulación, donde se reflejen los derechos de las sociedades, a fin de garantizar la soberanía informacional.

En Brasil existe una batalla sobre la pertinencia de esos mecanismos que propone el proyecto de ley conocido como PL 2.630/2020, que establece una ley de Libertad, Responsabilidad y Transparencia en la Internet, para evitar que a través de esos sistemas se cometan, por ejemplo, delitos como racismo, intento de golpe de Estado, terrorismo o violencia de género.

Como era obvio, las plataformas digitales se oponen a estos mecanismos de regulación bajo el argumento de que son “neutrales” sobre la circulación de los contenidos de personas o grupos a través de sus autopistas, como si no se conociera el involucramiento de redes sociales a favor de intereses económicos o políticos determinados.

Un grupo de asociaciones académicas de comunicación brasileñas sostiene que “La regulación democrática de las empresas de plataformas de comunicación, como Alphabet, Meta, TikTok/ByteDance, Telegram, entre otras, es una medida urgente y necesaria para asegurar la libertad de expresión ciudadana”.

“La libertad fue privatizada por esos grupos empresariales que monopolizan el flujo de información en el mundo. Para que Brasil se convierta en una democracia de hecho, es necesario garantizar su soberanía informacional. La Internet, en vez de un espacio amplio y democrático, se convirtió gradualmente en un espacio privatizado y monopolizado por las formas de negocio de esas y de otras plataformas”, advierten.

Critican que la finalidad de esas empresas es actuar como medio de comunicación: ellas extraen la producción de contenido de sus usuarios como producto a ser organizado y ofertado en flujo de datos. Esos datos son extraídos de los contenidos producidos y también de las identidades de los usuarios (llamados metadatos). Esas informaciones son procesadas y vendidas en lotes para el mercado publicitario (publicidad programática). De esa manera, cuanto más un contenido se expande en la red, más atención alcanza, y, por tanto, más datos son colectados, mayor es el lucro.

“Es necesario resaltar que los datos colectados no integran apenas lotes de perfiles anónimos, producen, sobre todo, perfiles individualizados, cuyos ciudadanos son localizables e identificables, inclusive, con sus preferencias culturales, políticas y vínculos emocionales. Las denuncias sobre las campañas electorales de (Donald) Trump y (Jair) Bolsonaro demostraron esas funcionalidades”, añaden.

“La libertad fue privatizada por esos grupos empresariales que monopolizan el flujo de información en el mundo”.
Académicos brasileños.

Para el profesor brasileño Marcos Dantas, especialista en comunicación e Internet, Alphabet, dueña de YouTube, o Meta, dueña de Facebook e Instagram, pueden recolectar minuto a minuto, datos de 2 a 3 billones de personas en todo el mundo diariamente, para ellas los datos son una auténtica mina de oro o —según The Economist— el petróleo del siglo XXI (eso sí inagotable).

Si bien las mineras pueden extraer petróleo u oro obedeciendo leyes específicas: “Alphabet, Meta o TikTok extraen su oro, o petróleo, sin haber recibido ninguna autorización y mucho menos recaudan impuestos a la altura de sus ganancias en todo el mundo”, afirma Dantas. Para el caso, el lucro líquido de Alphabet fue de 60 billones y de Meta de 23,2 billones, en 2022.

En tanto las plataformas digitales estén fuera de cualquier control social o estatal, “Ejercen el poder exclusivo de decidir, a través de sus algoritmos, lo que cada individuo puede ver u oír, configurando comportamientos individuales y sociales, incluidos los políticos e ideológicos”, advierte Dantas.

“Desde Estados Unidos pueden decidir —y han decidido— elecciones. Si los datos son el ‘petróleo del siglo XXI’, recordemos que el petróleo era (sigue siendo) no solo una fuente de riqueza sino también de poder. Se cometieron guerras, golpes de Estado, inclusive asesinatos para decidir quién controlaba las fuentes de petróleo”, agrega.

Las plataformas como reguladoras del discurso público

En otra oportunidad me he referido al peligro que significa que plataformas digitales como las mencionadas controlen el ejercicio de la libertad de expresión de los ciudadanos, siendo que son privadas y están más allá del papel que debe jugar el Estado y las organizaciones de la sociedad civil.

Para ello retomé las advertencias de los académicos argentinos Martín Becerra y Silvio Waisbord en su artículo “La necesidad de repensar la ortodoxia de la libertad de expresión en la comunicación digital”, publicado en Desarrollo Económico. Revista de Ciencias Sociales, Vol. 60, número 232, correspondiente a mayo de 2021, en Buenos Aires.

Basados en la experiencia del flujo de informaciones y opiniones durante la pandemia de la Covid-19, entre otros eventos, los especialistas afirman que “varias decisiones de las plataformas dominantes generaron enormes controversias sobre su posición descollante y la atribución de ser las grandes editoras del discurso público”.

Recuerdan la decisión de Twitter de remover “posteos” del presidente Jair Bolsonaro, de Brasil, y suspender las cuentas de funcionarios del ministerio de Salud Pública de Venezuela y la Revista Crisis, de Ecuador. Además, de Facebook, de ocultar mensajes de Bolsonaro o silenciar a periodistas y activistas de Túnez.

“Los ejemplos previos —y el posterior bloqueo a Trump en las vísperas del fin de su mandato— dejan a las claras que las compañías actúan de hecho como reguladoras del discurso público según, en principio, lineamientos de conducta corporativos”, advierten los académicos argentinos.

“Son decisiones problemáticas por varias razones. Una de ellas es su discrecionalidad, en tanto que no son aplicadas estandarizada o sistemáticamente en todos los casos cuando determinados ‘posteos’ van contra sus propias reglas. Los casos mencionados no son los únicos en los que supuestamente gobiernos o medios de información producen contenidos contrarios a los términos y condiciones de cada plataforma”, agregan. 

Por si fuera poco, las decisiones de las plataformas sociales digitales son opacas, ya que no suelen explicar las razones que tienen para aplicar la censura o intentan involucrar a varios actores públicos en la definición de áreas problemáticas de discurso y respuestas necesarias. Gozan de una enorme autonomía frente al Estado, la sociedad civil y otros actores.

Nos dicen Becerra y Waisbord que “los objetos y prácticas que tenían como referencia directa los trabajos señeros sobre libertad de expresión, de los que las leyes del siglo XIX hasta mediados del siglo XX fueron su representación normativa, ya no funcionan como antaño ni vehiculizan la mayor parte de los intercambios de noticias y opiniones en las sociedades contemporáneas”. 

“Nuevas prácticas, masivas y globales, colocan los estándares sobre libertad de expresión en una zona de incomodidad para satisfacer con respuestas claras y expeditas a problemas de reciente aparición: la discriminación y el acoso sistemático de trolls contra una persona o grupo de personas en plataformas digitales puede acabar con su reputación y amenazar su vida misma antes de que se sustancie el correspondiente trámite judicial que demandaría la lógica pensada en tiempos en los que la prensa, la radio y la televisión contaban con responsabilidad editorial sobre sus emisiones y rutinas productivas que hoy parecen parsimoniosas en comparación con el vértigo de las redes”, añaden.

 “¿Cómo regular lo aparentemente imposible de regular? (…) ¿Cómo proteger al mismo tiempo el derecho a la expresión y los derechos múltiples que las democracias deben garantizar a la ciudadanía?”. Becerra y Waisbord.

En ese marco, según los autores, la libertad de expresión asentada en principios del liberalismo moderno, especialmente la noción del “mercado de ideas” como principio rector, es insuficiente para definir lo que entendemos como “comunicación democrática”, de acuerdo al paradigma universalista sobre el derecho a la expresión cristalizado por la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 y los estándares que, desde entonces, fueron instituidos en el mundo. 

“La maximización de la expresión de una voz más poderosa —ya sea el Estado o el mercado— que limita la intervención de cualquier actor produce fenómenos contrademocráticos que atentan contra derechos humanos fundamentales para la vida pública, como el derecho a la vida, la no discriminación, la privacidad, y la protección de datos. La versión maximalista, que rechaza cualquier tipo de regulación o cortapisa a la presunta absoluta libertad individual de expresión en su dimensión individual, entra en cortocircuito con otros derechos fundamentales para la democracia desde las postrimerías de la Segunda Guerra Mundial”, agregan.

Frente a los desafíos de ese control de hecho de las corporaciones que dominan las plataformas sociales digitales, Becerra y Waisbord concluyen: 

“Si reconocemos que tanto el discurso del odio como otras formas de expresión contrarias a una comunicación democrática, como la desinformación y el acoso digital son ingobernables, no queda claro cuáles son las posibles intervenciones sociales y opciones regulatorias. ¿Cómo regular lo aparentemente imposible de regular? ¿Qué hacer frente al discurso violento destinado a negar la humanidad de otros, eliminar reglas básicas de la comunicación en democracia y socavar las bases de lo público? ¿Cómo proteger al mismo tiempo el derecho a la expresión y los derechos múltiples que las democracias deben garantizar a la ciudadanía?”

“Estos interrogantes son medulares en la estructuración del espacio público (y en el reposicionamiento del espacio privado) de comunicación y, por ello, la vocación democrática del proceso elegido para la búsqueda de respuestas condicionará no solo su posterior eficacia, sino su legitimidad. Dejar en manos de unas pocas corporaciones esta tarea, por el contrario, le restará ambos atributos, con los efectos ya conocidos y padecidos en materia de derechos civiles y políticos”.

En nuestra latitud, el problema no trasciende a la discusión pública por parte de los políticos o las organizaciones de la sociedad civil, muchos de ellos impresionados —o más bien fascinados— con el acceso a las redes sociales para exponer sus puntos de vista frente al concierto de opiniones diversas sobre infinidad de tópicos.

Mucho menos se ve con preocupación en la ciudadanía, ya que parece ser que se han tragado la píldora de que con las nuevas tecnologías de la información y la comunicación realmente se puede hablar de la “democratización” de la sociedad, ante la cual tienen una gran deuda los medios de comunicación tradicionales por las barreras que imponen.

Y, por supuesto, mucho menos se escucha un discurso crítico frente a esa intervención desproporcionada de las compañías transnacionales por parte de gobernantes de turno, como el presidente salvadoreño Nayib Bukele, que se muestra cómodo en ese espacio virtual desde donde “postea” cualquier información, comentario e incluso desinformación.

Al menos, cada vez se escuchan más voces que advierten sobre el problema que amerita una respuesta inmediata, pues si estamos viendo la impunidad de las plataformas digitales, que hacen negocio redondo con nuestros datos y regulan para sí el discurso público, ¿qué se puede esperar con la propagación de los mecanismos de la inteligencia artificial? Les dejo la inquietud.

* Catedrático universitario

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