Opinión
Ilustración: Luis Galdámez
Hace un par de años le dije a un niño de tres años que me parecía muy brillante. Era entonces —porque tengo mucho tiempo de no verlo— un niño extrovertido, platicador, con unos ojos redondos muy grandes enmarcados con unas pestañas enormes y colochas. Se lo dije un sábado, luego de terminar una clase que les había dado a él y a otros pequeños más o menos de su edad. Se lo dije porque respondió sin ningún error a todas las preguntas que le hice. Eso, aunque parecía que no prestaba atención. Se distraía con las sillas y las mesas. Con cualquier cosa que le permitiera alejar sus ojos y manos de la clase. Yo lo dejaba tranquilo. Era un niño de tres años.
Se lo dije porque realmente lo pensaba y porque, además, me había sorprendido mucho con sus respuestas. Hablaba, pensaba yo en ese momento, como un niño grande. Quizá era así porque en países como este a los niños les toca crecer con mucha prisa. El “¡pero qué niño tan brillante!” lo hizo, por fin, volver a verme y sonreir. Así, por un par de segundos antes de que regresara a las crayolas y al dibujo que lo ocupaban en ese momento.
Lo vi después de dos semanas. Fue lo mismo: se pasó toda la clase jugando con las rayitas que se dibujaban en la pared de cemento. Con los dedos hacía formas cuando juntaba las manos. Jugaba a cualquier cosa que le hiciera la clase, de 15 minutos, menos fastidiosa. Cuando terminé de hablar, corrió hasta donde yo estaba y sacó un borrador (en forma de un animalito que ya no recuerdo) de la bolsa del pantalón. Me contó que se lo había ganado. ¿Y eso?, le pregunté, ¿cómo se lo ganó? Su respuesta fue hermosa. Fue también, como en el poema de Geoffroy Rivas, una de esas cosas queridas que si se rompen una pasa la vida buscando “por todos los rincones de la soledad” —sabiendo que quizá nunca va a encontrarla—. Respondió que se lo había ganado porque era muy brillante. Eso, sin más, “porque soy muy brillante”.
Y sí, lo era. Él, entonces, lo sabía. No hubo, al menos en esas dos semanas, fuerza humana ni sobrehumana que le hiciera olvidarlo. Su voluntad de niño de tres años se aferró a la idea pese a todo. Porque si algo no está en discusión es que vivimos en un sistema que hace todo lo posible por hacernos sentir seres opacos. Que nos bombardea con ideas que nos hacen pensarnos pequeños. Bajar la mirada. Y callar. Este sistema es más peligroso cuando no hay un contradiscurso en nuestro entorno. Cuando todo lo que un niño o una niña escucha es que es tonto o tonta (como menos). Cuando es esa la semilla que se siembra.
Lo único que puedo desear en este momento es que el corazón de aquel niño atesore todavía la idea de que es brillante. Que la abrace con todas sus fuerzas. Que se la repita a sí mismo cada vez que pueda. Porque lo cierto es que nadie debería crecer luchando contra esta lógica carroñera que nos hace olvidar que valemos la pena.
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