Opinión
Carlos Santos *
Fotografías: Luis Galdámez
Diciembre 2, 2022
Esta es una pequeña crónica contra la impunidad. Roberto Franco, titiritero salvadoreño desaparecido un 23 de noviembre de 1983, es difícil de olvidar porque en esa fecha mientras a Franco lo conducían al peor de los destinos, junto a dos compañeros del bachillerato en Artes del Centro Nacional de Artes (CENAR), a nosotros nos llevaban al centro penal La Esperanza, conocido como Mariona, en Mejicanos.
A Roberto lo conocí mientras estudiaba teatro en el CENAR. Nuestros primeros encuentros fueron tirantes; los títeres nos convirtieron en enemigos.
Franco era un titiritero fogueado y yo apenas comenzaba a crear y manejarlos. Yo cargaba dos muñecos de guiñol y hechos de varillas, una mezcla de las que Franco se reía al verlos. A mis 15 años de edad, una afrenta de este tipo sólo podía responder con desprecio directamente contra su Rana Aurora o saliendo a mitad de las presentaciones de títeres que, junto a Chicho (Narciso Cruz), realizaban en el teatro del Instituto Nacional Francisco Menéndez (INFRAMEN).
En el fondo siempre traté de copiar la estructura de los títeres de Roberto, las historias y el manejo que él hacía de las escenas.
A comienzos de noviembre, lo encontré tomando café en el pan Lourdes, enfrente del Teatro Nacional de San Salvador. Era normal llegar a tomar café con pan y discutir sobre la guerra y el arte en general. Ese fue el último encuentro, el tono fue amigable y Roberto me enseñó todos los proyectos que tenía planeado realizar con comunidades pobres, me mostró fotografías de marionetas gigantes, me ofreció trabajar juntos. Alegre le dije que sí, que aceptaba la oferta, pero que antes iría a San Miguel de vacaciones y que podíamos comenzar a trabajar juntos al regresar al CENAR el siguiente año.
Nunca más lo volví a ver. El 9 de noviembre de 1983 los escuadrones de la muerte nos capturaron en San Miguel. Éramos tres estudiantes del CENAR. Nos capturaron saliendo de la Casa de la Cultura porque el director de dicho lugar nos había denunciado como guerrilleros.
Después de desaparecernos y torturarnos por 15 días, nos trasladaron un 23 de noviembre al centro penal, acusados de sospechosos guerrilleros. Esa misma tarde Franco había sido capturado por los escuadrones de la muerte. Algunos afirman que las mismas Fuerzas Populares de Liberación (FPL, organización a la que pertenecía) lo habían desaparecido.
Un mes después, mientras guardamos prisión, Corina Mejía, esposa de Franco, llegó a visitarnos, acongojada y destruida física y mentalmente. No la reconocí a pesar de haberla visto en el CENAR o el Teatro Nacional muchas veces.
Su primera pregunta fue si habíamos visto a Roberto en las cárceles clandestinas, impactado no pude responder, no sabía de lo que hablaba. Poco a poco se calmó y me dijo que a Roberto lo habían desaparecido y lo andaba buscando. La vi a los ojos y comprendí su agonía, comprendí el dolor permanente, que por años llevaría a cuestas, como una cruz de penas y amarguras.
A Roberto Franco lo habían obligado a desaparecer dejando una estela de dolor, un tiempo suspendido. Hace poco he vuelto a conversar con Corina y hemos hablado sobre Roberto; le comenté que mientras me interrogaban me preguntaron si yo andaba con el de los títeres y dije que no sabía de qué hablaban.
Junto a Roberto Franco hay miles de historias, miles de rostros, sueños, vida, dolores y esperanzas. Si el olvido ha sido la premisa de los gobiernos pasados y presentes, debemos levantar las voces de los desaparecidos, asesinados. Recordar que sus cuerpos ocultos gritan desde la oscuridad tantas traiciones e infamias cometidas en el país, con la impunidad que aún reina.
* Escritor salvadoreño residente en Canadá
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