Mis pies tienen memoria,
no se astillan fácilmente.
Acostumbrados de andar chuña,
tropezando con las mismas piedras,
pisando sapos, aplastando espinas,
quemados de sol o luna.

Mi boca tiene memoria,
los vientos del Sur arrastran el olor a tortilla recién hecha,
aquellas que en tiempos de guerra  apaciguaban mi hambre.

Mi corazón tiene memoria,
amo con la misma intensidad las nubes,
que como barcos pasivos se deslizaban en el cielo.
Yo desde la tierra las observaba,
muda de imaginación: Una mariposa, una flor, un fusil.

Mi dolor tiene memoria,
esa noche que llore amargamente.
Entre los muertos de guerra estaba mi padre.
No llore por él,
lloré por la tristeza de aquella gente que los lloraba a ellos.

Mi soledad tiene memoria,
cuando de un año fui encarcelada,
a punta de fusil y metralla,
por haber nacido en un vientre pobre.

Mi solidaridad tiene memoria,
cuando en la cárcel, los volcanes de otra madre,
me amamantaron y me salvaron la vida.

Conservo mi corazón de pobre,
mis manos de jugar con polvo,
la costumbre de tirarme sin paracaídas,
mi alegría por vivir,
mi hábito de tender mi mano a la muerte
y sonreírle como viejos camaradas.