Cultura

Ilustración: Luis Galdámez
Introducción o introspección
Max Herrador *
Junio 6, 2025
Al contrario de lo que creí en este encierro
forzoso por el COVID 19, he mejorado la salud mental;
ahora, nada cohibido, platico fluido entre Yo y Mí… Acá
les comparto uno de esos diálogos.
—Oiga, don Yo, ¿le podría preguntar algo? —y sin esperar aprobación o respuesta alguna continué— ¿Cuál cree que debería ser la verdadera reflexión sobre esta pandemia? ¿Usted cree que Nayib es un dictador?
Rascándome la cabeza en señal de indignación, contesté:
—El Decamerón es un libro escrito por Giovanni Boccaccio. Fue un hito. Marcó el inicio de una nueva era, el Renacimiento. Él lo hizo durante una cuarentena como esta, por la famosa peste negra que azotó Europa al final del Medievo.
—Mire, don Yo… le estoy preguntando en serio, no evada el tema. A usted ya lo conozco, no sea ambiguo, por favor.
—Lo que le estoy tratando de decir, mi estimado, es que en vez de estar preguntando tonteras debería de aprovechar el tiempo en esta cuarentena para terminar esa su novela, que ya lleva casi dos años haciéndola.
—¡Si ya la escribí!, pero revisándola, no estoy conforme con el final del libro.
—Revíselo más o haga ese cierre otra vez…
—No es tan fácil… Esto no es como soplar y hacer botellas, no es como decir dos más dos es cuatro.
—Solo son desvaríos los escritores… ¡ni usted se cree esas excusas!
—Lo que sucede es que para usted, don Yo, que es periodista, todo es blanco o negro; sin embargo… la realidad no es así.
—Claro que es así; ser o no ser, ¡fácil!… lo que pasa es que le cuesta entender eso porque usted, Mí, amigo, no es ni chicha ni limonada.
—Bien sabe que no caigo en esos clichés existencialistas que usted usa a cada rato. Hace años que no resbalo en pláticas chocarreras ni en elocuencias de cafetín, así que no intente usar conmigo ese truco barato del principio de la no contradicción.
—¿Qué es eso de «principio de la no contradicción»?
—No se haga el maje, si no se acuerda vaya a desempolvar sus cuadernos de filosofía y retórica.
—¡Yo ya boté todas esas tonteras!, ya casi cumplo 50 años… ¡no me joda!
—A pues gugléelo, ahí aparece en Wikipedia. No soy su profesor para estárselo explicando de nuevo.
—Solo de intelectual trabaja usted… Además, le recuerdo que esa palabra de «gugléelo» no existe.
—Pero la están considerando en la RAE —hubo entonces un largo silencio, caminé hacia un espejo y enfocando fijo a los ojos, bajando con el dedo índice un poco las lentes sobre la larga nariz y haciendo un contacto visual directo, continué—: ¿me va a contestar o no?… ¿Cuál cree qué debería ser la verdadera reflexión sobre esta pandemia?
—Mejor vaya a terminar su libro, hombre… o haga otro, ya que veo que tiene tiempo.
—¡No puedo!… ¿no ve que los escritores si no resolvemos cuestiones como estas, lo único que logramos es ser unos botatintas?
Hubo entonces otro largo silencio, pero a diferencia del anterior este fue aún más enigmático. Después de un extenso suspiro, Yo contesté: —Verá… la vida no será la misma pasada esta emergencia. Tenemos ahora la gran oportunidad de cuestionar los valores humanos que al parecer están caducos, solo mire a todos los políticos sacar raja de la emergencia global, se les nota a legua que nunca les ha interesado el bienestar de la gente, son unos mezquinos; ahora no digamos si reflexionamos de temas como qué tan justo es el comercio que practicamos, o bien, si debemos o no asumir que la inversión en preservación de la especie debería pasar por una nueva óptica de lo que es la educación, la ciencia, la tecnología o el dinero como tal. No obstante, los verdaderos daños de esta pandemia apenas inician en este año 2020 y lo que sí le puedo vaticinar es una seria crisis de credibilidad hacia las instituciones a nivel mundial.
—Pero mire, no me contesta lo otro… ¿Es Nayib un dictador o no?
—¡No joda!… mejor vaya a ver si parió la tunca… Yo prefiero ir a preparar un café; además, quería sugerirle que buscara los archivos de aquel hombre anónimo de voz tenue, el que le contó hace tiempo un montón de historias extraordinarias… ¿se acuerda?
—Sí, ya que lo menciona, sí, hace poco estaba revisando esos archivos de audio.
—¿Qué le parece si cuando regrese platicamos de eso?
—Está bien… está bien… pero me trae una taza a Mí también por favor, y le echa un tantito de panela.
La voz anónima del Calvario
Hace muchos años, cuando reporteaba como periodista, siempre estuve a la caza de fotos e historias insólitas. Así fotografié muchas escenas de jóvenes pandilleros en sus entornos, o bien, cuando estos permanecían recluidos en las cárceles. De igual forma, grafiqué cantidad de asesinatos consumados y no eran menos dantescas las escenas en las que retrataba la miseria y la pobreza extrema.
Entre las coberturas que más odiaba hacer estaban los actos políticos. Me resultaba repugnante darle notoriedad a una clase de gente tan falsa y patética, responsable inequívoca de los males que nos han aquejado a lo largo de la historia, en especial a las personas comunes y corrientes, tal como somos tú, yo, nosotros, vosotros y ellas también.
Pero a veces, los jefes y las mesas editoras pedían notas y fotos que no fuesen con tanta carga política como las que solía enviar; era de esa manera que hacía por algunos días «notas de color», como se les suele decir a ese tipo de práctica periodística.
Me tomaba todo el día para caminar con cámara y libreta en mano por el centro de la ciudad; ahí encontraba a las señoras vendedoras pregonando, o bien, las áreas donde estaban los comedores, pues los temas culinarios locales siempre son bien apreciados para este tipo de género.
Sin embargo, les soy sincero, mi lugar preferido era el barrio El Calvario, donde estaba la parroquia Somasca, más conocida por el mismo nombre de Calvario; allí encontraba una riqueza de insumos originales y únicos, en especial en sus alrededores. A un costado estaba el pasaje Cañas, de libre comercio, donde veía zapatos, ropa deportiva, bisuterías y maniquíes con sus lencerías bien talladitas, entre tantas cosas.
El otro costado de la iglesia era aún más interesante, atinaba los puestos de hierbas medicinales y curas mágicas, donde estaban las personas versadas en tradicionales hechizos y conjuros para todo tipo de ocasión. Se distinguían rápido por los canastos llenos de especies, entre estas: jengibre, cúrcuma, chichipince, uña de gato, zarzaparrilla y quina roja; también, colgaban desde los techos camándulas, rosarios, candelas retorcidas como columnas salomónicas y cuentas con ojos de venado entrelazadas a manera de camándulas.
En los escaparates había sales de alcanfor y ungüentos de suelda consuelda. Entre tantos menjurjes que solían tener, al fondo de algunos de estos puestos había unos cubículos improvisados con velachos de plástico y retazos de tablones donde leían en privado el futuro a través de los naipes españoles, o bien, realizaban algún ritual hechicero; no obstante, hasta ahí nunca entré, mi curiosidad no daba para tanto.
Al final de mi recorrido solía ir a la fachada pictórica de la iglesia de El Calvario. Pero esa vez en particular, recuerdo que era un atardecer veraniego, de esos de vientos frescos de finales de año que dan celajes limpios de nubes y luces mágicas al ocaso, entonces, viéndome tentado por los haces de luz que se reflejaban a través de los vitrales ingresé al templo y, en verdad que sí, en esa ocasión encontré el interior coloquial, con sonidos y colores embriagantes a los sentidos, tanto, que lograba escuchar al detalle los murmullos de las querencias de la gente pidiendo a Diosito Todopoderoso y a la Virgen Santísima por sus dolencias y preocupaciones: la madre rezando por el hijo que se fue tres meses atrás como indocumentado a Estados Unidos y aún no sabe nada de él; la abuelita pidiendo que apareciese su nieta secuestrada por las pandillas; el papá arrodillado y angustiado por no poder llevar la cena a su familia al final de la jornada.
No sé cómo, pero todo lo podía escuchar. Me imaginé en ese instante el suplicio de ser Dios con tantas querellas de gente necesitada, entrándome de repente un sentimiento culposo por la vida de excesos que a veces llevaba; vi de repente, así de reojo, un confesionario y me dije a mí mismo: ¿por qué no?, después de todo, no había descargado mis pecados desde que hice mi sacramento de confirmación, al final de mi adolescencia.
Entré entonces a ese confesionario, que era como un roperón viejo de madera de caoba sin cielo; tenía algunas entradas de luz a los costados, con intrincados tramados moriscos. Adentro, tras una rejilla, estaba un hombre que me dijo para mi sorpresa:
—Tu eres Max, el periodista, ¿verdad?
—Sí —respondí perplejo.
—Te he observado varias veces cuando vienes de fisgón con esa tu cámara.
—Me quisiera confesar —le expliqué.
—Hoy no. No es el tiempo para tu confesión. Al menos ahorita no. Más bien, vas a escuchar lo que tenga que contarte. —Hubo un corto silencio y sin dejarme reaccionar continuó—: Vas a venir todos los jueves a esta hora y entrarás a este confesionario, quiero que registres como periodista lo que tenga que decir, siempre y cuando guardes mi anonimato; si estás de acuerdo con mi condición, te espero el próximo jueves.
—¡Claro que sí! —le dije y me quedé en silencio esperando a que dijera algo más, sin embargo, después de unos segundos noté que se había ido el extraño sin percatarme de su salida. Abrí la puerta del reducido cubículo y vi de nuevo el interior de la iglesia: nadie me observaba, el tipo había desaparecido como humo.
A la semana siguiente, hice lo indicado por aquella voz extraña: llegué justo al cierre crepuscular, entrando al mismo confesionario y, para mi sorpresa, estaba él esperándome.
Pasaron así muchas semanas en las que llegué de manera religiosa cada jueves, a esa misma hora, para escuchar, hasta que hubo una vez que ya no le encontré, no sé por qué, ya que a lo largo de todas sus confesiones me daba a entender que eran interminables sus historias distópicas, las que compartió un relato a la vez durante el tiempo que estuve yendo.
Corrieron los años y nunca encontré tiempo ni espacio para publicar todas esas cosas que me contó. Hasta ahora, en estos largos días de encierro y confinamiento que vivo a causa de la pandemia del coronavirus, aprovecho a transcribir todas estas narraciones a las que denomino «La voz anónima del Calvario» y de esta manera es que les doy fe sobre todo lo que registró mi grabadora: de los archivos, uno tras otro, de aquella voz tenue y anónima que tantas cosas extraordinarias me contó.

Puede leer el libro completo y demás obras de Max Herrador * en: https://maxherrador.com/
* Max Herrador es un viaje interminable por la cultura, la imaginación y un estilo particular de decir las cosas. A pesar de ser un escritor nuevo y tener pocos años de haber incursionado en el mundo de las letras latinoamericanas, promete una nutrida producción literaria en temas diversos, formando una curiosa amalgama de elementos que viajan entre la ficción y la realidad, pero narrando a su vez sorprendentes historias. Biografía: https://maxherrador.com/biografia/
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