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Cultura/letras

Ilustración: Luis Galdámez

Estampas de la tierra de los «muñecos de barro»

Guillermo Mejía*

octubre 4, 2024
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Cómo olvidar la tierra que nos vio nacer y donde crecimos junto a la familia, amigos y las figuras que, en conjunto, moldearon nuestro carácter, nuestra forma de ser y sentir. Esa experiencia nos comparte el escritor Ramón Rivas en su reciente obra Lo me que me contaron y viví en Ilobasco (Editorial Arcoíris, 2024).

El también antropólogo y director de Cultura y del Museo Universitario de Antropología (MUA), Universidad Tecnológica de El Salvador, reúne en su obra 34 pasajes cortos, sencillos y amenos, en los que relata lo que vivió en esa ciudad del departamento de Cabañas, en cada etapa de niño y adolescente, así como sus reflexiones ya siendo adulto.

En el prólogo de la obra, el colega Carlos Ernesto Deras refiere que «El presente libro, no solo nos reseña la vida cultural de Ilobasco a partir de la propia memoria de Ramón Rivas, no. Como académico e investigador, Rivas consultó a muchas personas de avanzada edad, desde los años 90 y fue sistematizando sus vivencias, que fueron también las experiencias de los pares de él».

En esa dirección, nos cuenta el autor que «cerdos, patos, gallinas y perros pululaban en los patios y la calle» y ya entrada la noche y después de la cena «la gente colocaba sillas en la calle y se sentaban en familia y con amigos a platicar hasta bastante entrada la noche, siempre había de qué hablar», y los niños jugaban «escondelero», «esconde el anillo» y «arranca cebolla», entre otros juegos.

Las esperadas vacaciones de fin de año servían ya sea para aprender a nadar o «chupar caña», tan abundante en la región, en un tiempo en que —según Rivas—, todos en Ilobasco nos conocíamos. Era el tiempo en que del pueblo había que salir los domingos por la tarde, para poder ver y comer algo de las muchas ventas en las esquinas de las calles.

«Era el pueblo de calles empedradas, de casas con paredes de adobe, blancas y techos de teja de un color pardo rojizo. Era el tiempo en que casi nadie se veía en la calle. Los días eran largos, los meses tardaban en llegar y un año era toda una vida», relata.

Recuerda a todos los profesores que lo formaron siendo pequeño. «Aún veo al profesor Oliverio dibujando en la pizarra esas primeras imágenes que aprendí para la vida: el cuerpo humano, plantas, continentes con sus ríos, volcanes y desiertos del mundo; pero también recuerdo los dibujos de pájaros, abejas, etc., y su importancia para la vida humana».

Cuando en 1969 cursaba el sexto grado, con el profesor Zelaya, se dieron acontecimientos que le marcaron la vida. El maestro explicó lo que sucedía. «Por ejemplo, en ese año se dio la guerra entre El Salvador y Honduras, ahí estaba listo para decirnos cómo teníamos que actuar en caso de emergencia; pero también fue el año en que por vez primera el ser humano puso pie en la luna, cuando las noticias eran que Neil Armstrong había dicho desde allá: “es un pequeño paso para un hombre, pero un gran salto para la humanidad”, algo que a mi edad era incomprensible».


Fue también don Juan Córdova el artesano del barro que creó las muy famosas “pistolas de barro” (mitad pistola y mitad pene) en diferentes tamaños.


En ese año, también El Salvador hizo la hazaña para asistir al Mundial México 70: «Pero el profesor dijo que lo importante eran las clases y ¡cuidado como uno de nosotros se quedara “esquiniando” para ver un partido! Pero, además, era el tiempo que en Ilobasco sólo unos pocos podían disponer de televisión». Por cierto, la suegra del profesor Zelaya, doña Tomasa Rosales, tenía televisor, era blanco y negro, y del tamaño de un cajón para guardar ropa.

Como todo oriundo de esa localidad, Rivas se refiere a lo que llama «Leal y honrosa generación del barro», peculiar quehacer popular que caracteriza a sus coterráneos y la ciudad.

«Los vientos y el frío de la noche anunciaban la Navidad. Había que ir pensando en adornar los nacimientos con los muñequitos, también conocidos por la gente como pichinguitos de barro», nos cuenta. Ahí encontrabas La siguanaba, Chepe Toño, «sopeándose» un botellazo de aguardiente, el Duende, el Cipitío, la pareja de guardias nacionales, los viejitos canosos que les temblaba la cabeza, porque en el cuello tenían un diminuto resorte, los novios y los músicos.

Se agregaban San José, la Virgen, el niño Dios y chivos blancos guiados por pastores. Los barbudos reyes magos se veían impecables sobre los camellos.

«Fue don Juan Córdova, el artesano que le dio vida a los nacimientos, él, don Juan, creó el bonito “misterio”, que luego lo moldeó y así se convirtió en el nacimiento tradicional que mostraba a Jesús, José y María, acompañados por el buey y la mula. Esta singular obra de barro se ha perpetuado hasta nuestros días», relata.

«Fue también don Juan Córdova el artesano del barro que creó las muy famosas “pistolas de barro” (mitad pistola y mitad pene) en diferentes tamaños, que fue una verdadera atracción para muchos y escándalo para otros», agrega Rivas.

El autor se refiere al impacto de la guerra civil de 12 años y que culminó en 1992, mediante los Acuerdos de Paz. 

«La guerra cambió por completo la vida del pueblo, y si antes, luego de la cena, todo mundo salía a platicar y sentarse en las puertas de sus casas o las esquinas de las calles, la gente ya no lo hizo y, poco a poco, el pueblo se fue convirtiendo en una especie de ciudad vacía, llena de miedo; por las noches, después de las seis, la gente se encerraba y una especie de cultura de la desconfianza comenzó a prevalecer entre todos sus pobladores», lamenta.

Los costos y los cambios culturales, que permearon la sociedad salvadoreña en esos años del fratricidio, sabemos que fue una experiencia común en cada pueblo, incluido Ilobasco.

Ramón Rivas hace una reflexión muy sentida al final de su libro: «Lo que vi y lo que yo he escuchado del “Ilobasco de mis recuerdos” es como una historia sin fin que con el transcurso de los años, en determinados momentos, ha sido como empujada, consiguiendo un crecimiento sin precedentes: el auge del deseo de vivir de su gente; voluntad de pertenecer a un lugar, de identificarse con ese lugar y su historia; pero también, el aparecimiento de la creciente violencia, la desidia y la maldad, de lo económico, de las migraciones y la desafortunada desintegración familiar. Aparejada con la destrucción de casi todo su patrimonio edificado. Ilobasco ya no es la misma comunidad de vecinos y conocidos de los que fue hasta el inicio de la década de los años 80. ¡Qué lo siento!».

Ficha técnica

Rivas, R. (2024). Lo que me contaron y viví en Ilobasco (1.ª ed.). Editorial Arcoíris, San Salvador, El Salvador. 

* Periodista salvadoreño.


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