Entrevista
«Yamileth» en la actualidad. Su labor como brigadista guerrillera es legendaria entre los excombatientes de Suchitoto y sus alrededores. | Foto: Luis Galdámez
Consuelo, «Yamileth», la sanitaria guerrillera
Luchando por salvar vidas en medio de una orgía de muerte
Primera parte
Raquel Kanorroel *
«Hubo, pues, la necesidad de hacer
un conflicto armado, aunque no se quisiera (…)»
Consuelo Escamilla, enfermera en la guerra civil salvadoreña
«En el derecho público, el acto de justicia más severo es la guerra,
porque puede tener por efecto la destrucción de la sociedad».
Montesquieu, pensador y jurista francés
«¡Cipotas, hijos: mataron a Monseñor!… ¡Esta guerra viene más cruel de lo que pensábamos! ¡Tanta razón tenía mi esposo cuando decía que la guerra en Nicaragua era un juego en comparación a la que iba a haber en El Salvador!», expresaba Tomasa Acosta a sus hijos aquel trágico lunes 24 de marzo de 1980.
Apenas una semana antes, Tomasa había perdido a su consorte, el líder campesino Inocente Escamilla (alias «Rogelio»), quien también era militante de la Resistencia Nacional, RN. Juntos habían tenido 11 hijos, entre ellos Consuelo, en ese momento de nueve años. Inocente murió a manos de guardias nacionales mientras dirigía la toma de la Hacienda Colima el 17 de marzo de 1980, a sus 44 años.
«No se me olvida la gran bulla de cuando habían masacrado todas las haciendas. Mi hermano, Pedro Manuel (alias «Johny») —también de la RN— dirigía la toma de la Hacienda Las Bermudas (…). Todo fue por lo de la Reforma Agraria», explica Consuelo, ahora con 54 años y sanitaria de profesión, como lo fuera durante el conflicto.
En efecto: para entonces, había cundido un gran enojo entre los movimientos populares salvadoreños por la mencionada reforma, una iniciativa de la primera Junta Revolucionaria de Gobierno, la cual era considerada por la población organizada más bien contrarrevolucionaria, al igual que el resto de medidas de corte populista que dicha Junta estaba tomando.
Tomasa, al enterarse del asesinato de su compañero, se auto recluyó en su dormitorio: el luto la hizo buscar su habitación como quien busca un vientre maternal, uno dentro del cual guarecerse del mundo cada vez más cruel que la circundaba… Pero, irónicamente, perdió al que hubiera sido su décimo segundo hijo en aquella misma habitación que en vano buscó como vientre protector para sí misma: el dolor, la preocupación y el ayuno al que se sometió por varios días la devastaron.
«De tales palos, tales astillas»
El alias de Tomasa durante el conflicto fue «Janet», era enfermera de profesión y fungía como sanitaria jefa de masas en las filas insurgentes: atendía cualquier emergencia de salud que surgiese en su comunidad –Caserío La Presa en el Cantón Los Platanares de Suchitoto– y los alrededores.
A excepción de «Janet», todos en la familia Escamilla Acosta fueron guerrilleros, pues tomaron las armas. De hecho, su casa era llamada «la cuna del guerrillero»: allí se incorporaron a la lucha popular armada más de 80 jovencitos, a los cuales se les dio alojamiento y se les atendió, además de ser entrenados, lo cual fortaleció a la organización insurgente local.
Porque, «luego de ver tanta injusticia, nuestro papá nos fue involucrando a todos en la lucha», declara nostálgica Consuelo: «Él luchaba mucho por el bienestar del campesino (…). Fue un gran padre, muy amoroso, no sólo con la familia, sino con todo el mundo (…): se sacaba el bocado de la boca para que otro comiera», al igual que Tomasa.
(Fabián Ventura) decía que, si él lograba matar a toda la gente del Cerro Guazapa, lo iban a ascender a coronel.
De modo que, aquel lunes, la viuda escuchaba por radio la misa de Monseñor Romero, cuando oyó el matrero balazo que convirtió en mártir al controversial Arzobispo, balazo que también impactó en su psique de mujer aguerrida: en ese momento reaccionó y, luego de ocho días de encierro, salió de pronto con el radio en la mano a informar a sus retoños de la infausta noticia y a exhortarlos a luchar, pronunciando un pequeño discurso que marcó grandemente a sus oyentes para siempre:
«Esta guerra será cruel. Su papá dio la vida por un cambio social, por el bienestar del campesino y del obrero. Si mataron a Monseñor Romero, que era un santo que predicaba la Palabra de Dios (…), ¿cómo no iban a matar a mi pobre viejo, que apenas era un pobre líder que defendía campesinos? Así que aquí nos quedamos: ¡vamos a luchar, vamos a enfrentar lo que viene, vamos a dar lo que podamos, pero que el legado de su papá no se muera, no quede en vano! ¡Porque la guerra que viene no será fácil, pero es necesario defendernos!».
El incumplido sueño del sanguinario «Don» Fabián
De hecho, la crueldad mencionada por la viuda se había encarnado desde hacía ratos en un habitante de los alrededores, Fabián Ventura —acaudalado cacique lugareño, reconocido paramilitar y «oreja» del ejército—, quien comandaba a los tristemente célebres escuadrones de la muerte en la zona. Ventura tenía un pequeño cuartel bien montado, hasta con sótano, ubicado arriba del Caserío Los Almendros en el Cantón El Zapote (siempre en Suchitoto), en donde trabajaba de tú a tú con los militares regulares.
Fue por su medio que se empezó a perseguir a las familias del lugar que colaboraban con la guerrilla, y decía que, si él lograba matar a toda la gente del Cerro Guazapa, lo iban a ascender a coronel: el hecho de que nunca hubiese sido soldado era un «detalle» sin importancia, pues un paramilitar no forma parte de las fuerzas armadas oficiales de un país, mientras que un soldado sí. «Y dicen que el primer bombardeo que enviaron a la zona con unos helicópteros, él lo había pagado. Ese señor mataba a sus propios hermanos», declara Consuelo.
Además de sanguinario, era pirómano. Fue así como, a los meses de la muerte de Inocente y poco después de ser también asesinado un hermano de éste, Ventura mandó incendiar las casas y los graneros y a exterminar a los animales del Cantón Los Platanares, desalojando a muchas familias que recurrieron a los Escamilla Acosta, pues Fabián, extrañamente, no llegó a quemar las propiedades ubicadas en el Caserío La Presa.
El cacique escuadronero realizó cuantas atrocidades se le ocurrieron, amparado por sus amigotes uniformados y siempre bajo el estímulo de ser en algún momento nombrado coronel. Sin embargo, los poderes celestiales —así como las muy materiales organizaciones insurgentes— lo tenían en la mira…
En julio de 1981, unos responsables de masas llegaron a llevarse a la gente al cerro, previniendo un operativo enemigo inminente.
En la madrugada del 14 de agosto de 1980, Tomasa tuvo un sueño. Despertó a sus hijos inmediatamente para contarles que había soñado con la Virgen del Carmen, quien con gran suavidad le puso un montón de escapularios en las manos, diciéndole: «Tomasita, por favor no tengas miedo, que Fabián Ventura jamás los volverá a molestar, ni a ustedes ni a nadie».
Intrigada, la viuda de Escamilla se preguntaba si acaso «ese viejo tal por cual» moriría ese día… precisamente en el ataque que la RN perpetraría contra su amado cuartel privado. «Y justamente allí murió: se oyó la balacera horas después de que mi mamá tuvo el sueño», relata Consuelo. Cuando volvían, sus hermanos mayores participantes en la operación, venían con la gran noticia de su ajusticiamiento… el cual les fue facilitado por la misma esposa de Fabián Ventura.
Momentos antes, cuando los guerrilleros ya habían iniciado el fuego, ella se encontraba con Fabián en el sótano del dichoso cuartel, pues el cacique se preparaba para escapar por un túnel que había construido allí. En eso apareció su hijo de 14 años y le pidió a su progenitor que se rindiera, que ya no hiciera tanto daño… Y Ventura le dio una respuesta tajante: le pegó un disparo y lo mató. Porque nadie se interpondría entre él y su sueño de ser coronel.
Así que la llorosa y consternada madre —viuda por propia elección a diferencia de Tomasa— les señaló inmediatamente dónde hallar al homicida. Hubo un intercambio de disparos, luego del cual lo encontraron herido en el sótano, notando inmediatamente en él algo «peculiar» …
Y es que «Don» Fabián Ventura, la antítesis de Inocente Escamilla, el temible cacique escuadronero con aspiraciones a ser «ascendido militarmente», pretendía huir por aquel túnel… disfrazado de mujer.
Uno de los tantos tatús o refugios utilizados por la guerrilla en el Cerro Guazapa para protegerse de los «papayazos» o de las bombas de 500 libras arrojadas por la Fuerza Aérea. | Foto: Luis Galdámez
Acechan demonios nocturnos, rondan mortales aves metálicas… y nace «Yamileth»
Pasó el tiempo y las cosas sólo empeoraron: los operativos militares por tierra y por aire eran cada vez más fuertes. Debido a la creciente peligrosidad de la situación, para finales de 1980 el uso de seudónimos entre los insurgentes se comenzó a generalizar. Fue así como hasta los niños de la familia Escamilla Acosta recibieron también el suyo.
El nombre de guerra «Yamileth» para la pequeña Consuelo lo escogió Yuri Gagarin Eliseo Ponce Figueroa —apodado «Chele Neto» y compañero de vida de su hermana María Amelia, alias «Cristina»— «(…), porque Yuri decía que, si tenía una niña, le pondría así», explica Consuelo.
Consuelo, la menor de las hijas en la familia Escamilla Acosta, convertida en «Yamileth» durante la guerra, brinda su testimonio al final del conflicto armado, 1992. | Foto: Giuseppe Dezza
De modo que, a finales de julio de 1981, unos responsables de masas llegaron a la zona a llevarse a la gente al cerro, previniendo un operativo enemigo especialmente violento. «Lo malo es que, en ese entonces —son experiencias que en la guerra se van ganando— a veces los líderes daban información sobre para dónde nos llevaban», expone Consuelo, ya rebautizada como «Yamileth» o «Yamilethcita» para esa fecha.
Y eso era así porque la gente, quizá para calcular la distancia que tendrían que caminar —«especialmente aquellas madres que llevaban a un montón de niños en los brazos»—, preguntaba hacia dónde se dirigían.
En posteriores traslados los líderes ya no volvieron a dar información, pues por responder a tal pregunta el enemigo se enteraba del itinerario a seguir.
En aquella ocasión, cuando pasaron por Aguacayo de noche, dos personas —a las que no pudieron distinguir a causa de la oscuridad— les preguntaron que hacia dónde se dirigían, y ellos respondieron que hacia Zacamil, zona ubicada cuesta arriba del Cerro Guazapa. Posteriormente, cayeron en la cuenta de que tales enigmáticos interrogadores eran «orejas» de los escuadrones de la muerte, quienes inmediatamente pasaron el dato recabado a los militares destacados en Suchitoto.
Pero los soldados gritaban a su vez, entre amenazantes y divertidos: «¡No se corran! ¡Los fusiles ya huelen a sangre y nadie se va a escapar!».
«Apenas llegamos, todos cansados, comenzó la aviación a rondar. Nosotros teníamos como estrategia que, si llegaba la aviación, nos escondíamos, porque, si no miraban a nadie y no había ningún movimiento, no tiraban las bombas», explica Consuelo.
La aviación rondó casi por dos horas, «los aviones caían en picada, como si ya tiraban la bomba, pero no la tiraban. Todo el mundo se escondió en el zacatalito verde —como en ese tiempo es lluvia— (…) para que no nos vieran (…). Recuerdo que mi mamá atendía a tres jovencitas que estaban pariendo en ese momento en ese callejón», narra «Yamileth», refiriéndose con «callejón» a un paraje natural relativamente estrecho. Tomasa andaba consigo a un hijo suyo de corta edad.
Quien ayudaba a Tomasa («Janet») con los partos era la hermana mayor de Consuelo, María Esperanza —alias «Paola»—, quien entonces tenía 8 meses de embarazo de su primer hijo y a quien el movimiento insurgente había enviado con anterioridad a Cuba, a prepararse en salud. «Ella nos había dado un huacalito de morro con una leche condensada que había traído de allá —continúa “Yamileth”—; nos echó un poquitito porque traíamos una gran hambre por no haber comido todo el día. A probarla íbamos, cuando de repente…» …
Diabólica astucia, crueldad orgiástica: la masacre de Zacamil
«¡Alto allí, nadie se mueva! ¡Están rodeados! ¡El que se corra, se muere!»: eran los soldados. En ese momento, los aviones comenzaron a tirar las bombas, para que la gente no escapara.
Y es que el enemigo ya conocía la estrategia de la gente de esconderse en el zacate. De modo que, mientras «según nosotros no tiraban las bombas por lo mismo que no nos habían visto (…), la tropa avanzó por tierra. El objetivo de ellos era agarrarnos vivos (…). Montaron todo un operativo bien estratégico», reconoce Consuelo con un estremecimiento.
Entonces mucha gente empezó a hincarse a orar, quizá creyéndose aquello de que «¡El que se corra, se muere!», cuando, en realidad, aquellos gorilas iban a matarlos igual, tanto si corrían como si no. De modo que «Paola», cuando vio que comenzaron a agarrar a la gente para torturarla y matarla a machetazos, gritó desesperada: «¡Corran, corran! ¡No es momento de orar!… ¡Si van a orar, oren… pero corriendo! ¡Dios dijo: “Ayúdate que te ayudaré”! ¡Estos hombres no entienden de religión! ¡Los van a matar si no corren!».
Pero los soldados gritaban a su vez, entre amenazantes y divertidos: «¡No se corran! ¡Los fusiles ya huelen a sangre y nadie se va a escapar!». En el paroxismo de infligir torturas, confesaron que mataban así a la gente como «escarmiento», para que quedara claro que así moriría todo aquél que se metiera a la guerrilla. En una palabra, «para meter pánico. Machetearon tanto a la gente…», recuerda «Yamileth», sobrecogida.
Mientras tanto, las mujeres que parían en medio de la matanza exhortaron a Tomasa a que se fuera: «¡Váyase con sus niñas, no podemos hacer nada! ¡Corra con sus niñas!». Y la sanitaria, con el dolor de su alma, así lo hizo. Mientras corrían, les caían pedazos de cuerpos encima, de la gente al estallar las bombas… «¡Y aquella gritazón terrible, y aquellos llantos…!», narra Consuelo, cerrando los ojos…
Mueren por querer dar vida
Iban corriendo Tomasa, su hijito y sus hijas por una vereda cuando se toparon con un cerquito de piedra, «y, cuando me tiré ese cerquito, mucha gente se tiró sobre mí (…). Me levanté toda adolorida y atarantada, y ya no vi a nadie de mi familia (…)», lo cual desconcertó a «Yamileth».
En medio de una lluvia de balas y bombas, la pequeña se metió a otro zacatalito, esta vez uno arriba de la lomita que quedaba frente a la quebradita donde su mamá estuvo atendiendo los partos momentos antes, y que «cabalito quedaba para ver todo el zanjón donde estaba la gente que se quedó rezando (…). Allí me quedé sin moverme, porque dije: “Si me muevo (…), los aviones me van a ver y a tirar las bombas”… La cuestión es que me paniquié (…)».
Y fue así que aquella niña que aún no cumplía los 11 años presenció cómo los soldados, blandiendo corvos como autómatas y como quienes parten sandías, de un solo golpe les abrieron el vientre a las jóvenes encinta y destrozaron a las criaturas dentro, aferradas aún a lo que momentos antes eran tibios recintos de vida: «Sólo gritaron ellas. Después las degollaron», dice Consuelo en tono escueto, pero recordando vívidamente aquella visión y aquellos gritos.
Sin embargo, «a mí lo que más se me quedó (…) fue una señora que iba con cuatro niñas. Le acababan de matar al esposo. Estaba sentadita. Tenía a dos niñas en los brazos y a otras dos a la par. Y sintió que quizá a las cuatro no las podría salvar, porque tenía una de seis días de nacida (…). Y recuerdo que sólo la besó a la niña y la puso en el zacatal», relata ella con la voz quebrada. Acto seguido, la desventurada mujer agarró como pudo a sus otras tres hijas y comenzó a correr con ellas… «¡Qué valor de madre!», exclama «Yamileth» con los ojos llorosos.
Pero el salvajismo y la tragedia presenciados por la niña no terminaron allí.
«Vino otra señora que, al ver que la bebé estaba llorando de hambre, se la prendió en los pechos. Se llamaba doña Cande Regalado, tenía como 60 años quizá. Y, cuando la tenía así (…), llegó un escuadronero con el corvo y la insultó: “¡Vieja tal por cual, quizás pensás que por eso no te vas a morir! ¡Ni siquiera era tuya esa niña! ¡Estás vieja para que tengás hijos tiernos!”» Y, mientras así la insultaba, «¡le voló todo el pecho, con todo y la cara de la bebé…!», musita Consuelo, conmovida.
A esas aberraciones sólo se sumaron más aberraciones, porque a todas las niñas de alrededor de diez años que corrían por allí despavoridas, «a toditas las violaron y después las mataron. Y yo con el gran pánico, que sólo cerraba los ojos (…)».
Aparecieron tres guerrilleros y empezaron a pelear contra los militares, mientras exclamaban: «¡Si hay alguien con vida, salga!…».
Pequeño monumento en el caserío Izcanal o Hacienda Quemada, en Guazapa. En los setenta funcionó allí una cooperativa agrícola, la que fue incendiada y bombardeada al inicio del conflicto. | Foto: Luis Galdámez
Tres salvadores, un demonio guardián y la huida entre muertos vivientes
Quizá pasó una hora cuando, de repente, aparecieron tres guerrilleros y empezaron a pelear contra los militares, mientras exclamaban: «¡Si hay alguien con vida, salga! ¡Nosotros vamos a dar la vida por ustedes! (…) ¡Corran! ¡Es momento de correr si hay alguien escondido (…)! ¡No vamos a dar mucho abasto! ¡Lo que andamos de parque es poquito para combatir!»
«Pero yo seguía paniqueada y no me moví. Hasta que de repente dijo uno: “¡Ay, me hirieron!” Luego dijo el otro: “¡Ya sólo me queda un disparo!”». Fue entonces que «Yamilleth» reaccionó: «(…) y me vine rodando; como era ladera, rodé y rodé y caí encima de los muertos. Y empiezo a correr y a correr y las bombas cayendo. También había gente corriendo que iba herida y ensangrentada», relata.
Cuando corrió el equivalente a 5 cuadras abajo, encontró a su hermana Erlinda, un año mayor que ella y cuyo alias durante la guerra era «Jacqueline». La alegría de reencontrarse fue opacada por la angustia de haber perdido de vista al resto de su familia. Decidieron seguir corriendo, pues «no queda otro remedio». Más adelante se encontraron con «Paola». Juntas las tres y siempre corriendo, encuentran a su octogenaria y afligidísima abuela materna: «¡Vamos a correr, porque vamos a salir con vida!», le dijeron, tomándola del brazo.
Pero, más abajo, un tipo ya mayor y armado con un gran corvo quiso disuadirlas de continuar bajando, porque, según él, «… ¡allá está el escuadrón picando a la gente!». Consuelo ya se regresaba cuando «Paola» la detuvo, diciéndole que ese viejo mentía, que ya había intentado engañarla a ella momentos antes. Y entonces se enfrentó al hombre, gritándole: «¡O se aparta o lo aparto, porque yo creo que el escuadronero es usted!».
El hombre ya iba alistando el corvo para herirla cuando la joven encinta agarra una gran piedra y se la deja ir, le quita el arma blanca y le avienta una patada. Después, «Paola» arrojó el corvo lejos y le gritó a la gente que andaba por allí: «¡Si se quieren salvar, este es el momento de correr! ¡Vámonos por aquí, a ver si nos salvamos!» Y corrió el montón de gente tras ellas.
A medida corrían y corrían sin parar a pesar del cansancio, veían cómo la gente herida caía y caía muerta. Y también las bombas seguían cayendo y volando en pedazos a la gente…
Mentiras blancas para dolores negros
Al fin llegaron, como las 5:00 de la tarde, a la quebrada El Chaparral, lejos del lugar de la masacre y luego de correr cerca de dos horas. «Allí fue triste, porque todo mundo gritaba, lloraba: “¡Mataron a mi hijo!”, “¡Mataron a mi madre!”, “¡Mataron a mi esposo!”… ¡A quién no le habían matado algún familiar! (…) Cuando uno va corriendo por salvar su vida, no piensa en otra cosa que en salvar su vida; pero, ya en el descanso, como que ahí viene lo duro», reflexiona «Yamileth».
Entonces las hermanas comienzan a preguntar por su madre y el hermanito que andaba con ella. Cada vez que preguntaban, les decían que Tomasa «iba zacatal arriba para ver si atendía heridos», en dirección hacia donde estaba la tropa «picando gente». Simplemente, le pedían ayuda y ella no podía negarse. Y las hijas se dijeron: «¡La mataron!».
Como a la una de la mañana, llegó un señor, preguntando si había alguien allí con vida. Todo mundo gritó, pues creyeron que era escuadronero. El hombre se presentó como Norberto, les dijo que sólo quería ayudar y preguntó si había allí alguna hija de Tomasa. Las tres hermanas pensaron lo peor, y la mayor respondió que sí. Entonces Norberto exclamó: «¡Ay, bichas! ¡Su mamá está viva (…)!».
También su hermanito se había salvado. Todavía incrédulas, salieron con su abuela a un maravilloso reencuentro con sus familiares: milagrosamente, ninguno de ellos pereció en esa masacre.
Pero, en eso, «voy viendo a la señora con las tres hijas que estaba viva allí, gimiendo por su niña: “¡Mi muchachita! ¡Tal vez me la salvó alguien, tal vez alguien me le dio de comer!”…» Y Consuelo sólo pensaba: «Si supiera…». Entonces la pobre mujer le preguntó si la había visto, y ella le dijo que no, que sólo vio cuando la puso en el zacate…
Cuando «Yamileth» fue madre después de la guerra, recordaba aquella escena y pensaba: «¡Qué duro dejar un hijo tirado sabiendo que lo matarán, pero quiero salvar a los otros! Ésa también es valentía de madre. Porque, si ella no lo hubiera hecho, hubiesen muerto todas quizás (…)».
Una pequeña resurrección
«Pero aquí viene el milagro que quiero contar: como a los ocho días fueron a enterrar a la gente en una fosa común. Se encontraba ya toda putrefactada. Y, cuando estaban tirando los cadáveres, agarran el de un niño como de cinco añitos», relata Consuelo. En eso, el pequeño «cadáver» exclamó: «¡No me maten, no me tiren, que estoy vivo!». Según lo describe ella, tenía «un balazo en la manita, otro en la orejita… ¡Estaba todo engusanadito!».
Entonces otro niño lo reconoció y gritó: «¡Mi hermanito!». Al decir esto, el pequeño rescatado de la muerte abre los ojos y dice: «¡Sos vos, hermano! ¡Y yo pensé que eran los soldados que estaban aquí, que me iban a enterrar! Y yo me hice el muerto otra vez…». Al preguntársele cómo había quedado vivo, el «resucitado» declaró que, cuando los tres guerrilleros llegaron para defender a las víctimas, los soldados dejaron de machetear a la gente y procedieron a ametrallarla… «y yo quedé debajo de mi mamá (…). Y, como me vieron con balazos, pensaron que había muerto».
Aquel pequeño aguantó ocho días sin comer y sin tomar agua en medio de aquella putrefacción. «Yamileth» se pregunta cómo él resistió eso, y ella misma se responde que por milagro: «Siempre, en cada situación difícil, allí está Dios (…)». Y pone como ejemplo la lucha insurgente misma: «No había casi ni armas. Hemos comenzado casi con nada y, ¿cómo es que siempre se salía victorioso?… Entonces, Dios realmente estuvo allí», enfatiza.
Para ella, la guerra fue inevitable, porque los campesinos y los obreros «eran ultrajados, humillados, golpeados, masacrados y nadie decía nada (…). Hubo, pues, la necesidad de hacer un conflicto armado, aunque no se quisiera, porque, ¡quién iba a querer eso! Creo que nadie (…)», recalca esta resistente mujer, quien valerosamente le hizo honor a su nombre de pila —Consuelo— entre los combatientes enfermos y heridos durante los siguientes 11 años que duró la guerra.
Aunque, desde 1980 en adelante, siempre la llamaron con su nombre predilecto, «Yamileth».
(Continuará)
* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).
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