Memoria
En medio de la guerra y en condiciones paupérrimas, médicos y enfermeras ejercieron una labor bastante efectiva e indiscutiblemente heroica. | Foto: Cortesía Resistencia Nacional, RN
Consuelo «Yamileth», la sanitaria guerrillera
Luchando por salvar vidas en medio de una orgía de muerte
Segunda parte
Raquel Kanorroel *
Enero 10, 2025
«Sueño con dar nacimiento a un niño que pregunta:
“Mamá, ¿qué era la guerra?”»
Eve Merriam, poetisa estadounidense
Consuelo Escamilla Acosta —alias «Yamileth»— confiesa que para ella es difícil recordar con exactitud las fechas y ciertos pormenores de los eventos que atravesó durante todo el conflicto, no sólo por el tiempo transcurrido desde entonces, sino por los comprensibles sentimientos de dolor y desasosiego que tales memorias le suscitan. Sin embargo, desde un inicio enfatizó que «no se puede tapar el sol con un dedo», sino que «hay que dar a conocer la historia, haya sido como haya sido».
Pero, aunque un enjambre de detalles se le escape ahora, la médula de su historia está compuesta por hechos y sólo hechos, rostros inconfundibles y penas inolvidables. Así que, tras su dramática narración inicial, descansa un momento y sigue hilvanando en su mente, lo mejor que puede, los recuerdos, a fin de que las emociones que su relato le provoca a ella misma no atenten contra la coherencia de su testimonio.
De modo que, tras narrar la muerte de su padre —el líder campesino Inocente Escamilla— en la Hacienda Colima, cuando ella aún no cumplía los 10 años, los desmanes y el ajusticiamiento de Fabián Ventura —el paramilitar que falleció vestido de mujer— y la orgiástica crueldad perpetrada durante la Masacre de Zacamil en el Cerro Guazapa (todo ello ocurrido entre 1980 y 1981 en Suchitoto y sus alrededores), Consuelo, la menor de las hijas de la familia insurgente Escamilla Acosta, prosigue con su dramática historia, remontándose de nuevo al inicio de la sangrienta década.
«Agüita con jabón»: la iniciación en el arte de curar
Comenzaron a llevar guerrilleros heridos a casa de los Escamilla Acosta desde abril de 1980, poco después de la muerte del padre de Consuelo. «Recuerdo al primero que llevaron, impactado por una granada (…), por todos lados destrozado, casi ciego. Fue también el primer herido que ayudé a curar, cuando apenas había cumplido los 9 años», relata Consuelo, quien guarda imborrable la imagen de aquel desventurado hombre, quien no hablaba, sino que «sólo recuerdo que lloraba», dice ella.
Su madre (la sanitaria de masas Tomasa Acosta viuda de Escamilla, alias «Janet») y su hermana María Esperanza («Paola») trataban y suturaban a los heridos, mientras que «Yamileth» y su hermana apenas un año mayor —Erlinda o «Jacqueline»— se encargaban de «echar agüita y jabón para curar las heridas (…)». En la madrugada iban ambas niñas, alumbrándose con un candil, a lavar las gasas y vendas ensangrentadas, para que el enemigo no viera la sangre en el río.
«A “Paola” le gustaba un hospitalito que formaron en Palo Grande, donde estaba una doctora “Jazmín”, una mexicana que vino a colaborar con nosotros mucho, y
Consuelo, «Yamileth», recuerda las masacres a las que sobrevivió y, con cariño, los chiliyazos gracias a los cuales se libró de dos de ellas en 1983. | Foto: Luis Galdámez
estaba también un doctor al que le decían “Jorge”: ése sí era salvadoreño (…)», relata Consuelo, agregando que dicho doctor entró a la insurgencia en 1980 y «fue un gran médico de combate, quien atendía a los compañeros en las trincheras (…) y salvó muchas vidas».
Le decían «Jorge Ketalar» por cierta «ocurrencia» que tuvo: el Ketalar es un potente anestésico general, del cual él —con toda la buena intención— agregaba un centímetro disuelto en poquititos de agua a las inyecciones que suministraba a los guerrilleros heridos, «porque decía que era para que “agarraran valor” (…)», asevera «Yamileth». En realidad, lo único que lograba era drogarlos. Aunque al galeno le llamaron la atención por su tratamiento «estimulante», continuó en las filas insurgentes en la zona de Suchitoto hasta 1982.
«Luego se retira al extranjero y, según cuentan algunos compas, regresó para ejercer de nuevo en San Vicente, con las Fuerzas Armadas de Liberación, FAL, el brazo armado del Partido Comunista Salvadoreño, PCS. Recalco: este médico hizo una muy valiosa labor atendiendo heridos, tanto en las trincheras en medio de los combates como en el quirófano: salvó muchas vidas, de guerrilleros heridos y de civiles, por lo cual se le agradece grandemente», enfatiza Consuelo.
El Cantón Aguacayo quedó prácticamente despoblado pues, debido a los frecuentes operativos militares, la gente se trasladó a lugares alejados.
Civiles «en guinda» son guiados hacia un lugar más seguro ante un posible ataque del ejército. | Foto: Cortesía Resistencia Nacional, RN
Por su parte, Tomasa luchó durante todo el conflicto por la salud de las masas, atendiendo todo lo que se presentara. En cuanto a Consuelo, Erlinda y, posteriormente, su primita «Armida» —quien moriría años después en la Ofensiva hasta el Tope— le ayudaron a curar heridos «con agüita y jabón» por algún tiempo antes de ingresar formalmente en las filas insurgentes, lo cual hicieron a muy temprana edad.
«Yamileth» recuerda especialmente a una enfermera, «hermana de un gran compañero de lucha al que le decían “Chancoca” y la que nos colaboraba mucho, regalándonos bastantes medicinas para los heridos». Hasta que un día dicha enfermera se enteró de que los escuadroneros andaban buscándola para matarla, así que escapó. Pero pronto su alivio se convirtió en dolor, pues los paramilitares «mataron a la hermanita, a quien violaron (…) y descuartizaron», narra Consuelo.
«Táctica insurgente», confusión casi mortal y paliza maternal
Por esos días, el Cantón Aguacayo —o San Luis Aguacayo, situado sobre la carretera a Suchitoto— quedó prácticamente despoblado, pues, debido a los frecuentes operativos militares, la gente se trasladó a lugares alejados. Allí solían reunirse los insurgentes y llegaban Tomasa y sus hijos.
Debido a la necesidad, durante todo el año 1980 a «Yamileth», «Jacqueline» y «Armida» las enviaron «a Suchitoto por el monte, a comprar víveres y dejar mensajes: en el ruedito del vestido nos los metían y después los volvían a coser», explica Consuelo. Luego de entregar los mensajes a los destinatarios, éstos les ponían otros vestidos y las despachaban: esa fue como su preparación previa a la actividad propiamente insurgente, dando muestras muy pronto de su temple para el riesgo.
«La Guardia Nacional se ponía en un parquecito arriba de El Trifinio (por donde está el Penal) a asolear los cartuchos de G3, FAL y M16. Y, en la esquina de la calle que va para Aguilares, cerca del cementerio, se ponía el retén para ceriar (revisar) todito lo que traíamos», relata «Yamileth». De modo que, para evitar dicho retén, las tres niñas se iban por un callejón llamado Los Pichacas, haciendo lo cual salían más adelante de donde estaban apostados los militares.
Al observar los cartuchos bajo el sol, a Consuelo se le ocurrió una idea. Y es que, para entonces, la guerrilla ya había obtenido varios ejemplares de ese mismo tipo de armamento, pero no las municiones correspondientes, por lo que de nada servían. Y esto lo sabía «Yamileth», de modo que, en cierta ocasión, pidió a su prima que distrajera a los soldados en lo que ella robaba parqué, «peinitos de 10 disparos que metí en una cestita. Entonces me fui contenta, porque llevaba 10 disparos de cada arma», cuenta Consuelo, divertida.
Cuando volvían de cumplir con el mandado, las niñas vieron venir el pick up de un compañero de lucha. Para evitarse caminar una buena distancia llevando tanates —pues ese día les habían regalado sueros para los heridos y unas botas de combate—, se subieron. Nomás lo hicieron, se detuvo el vehículo y los tres hombres que iban en la cabina se bajaron: eran hermanos de su «compa», quien pertenecía a una linda familia compuesta por papá, mamá y siete hijos… cuatro guerrilleros y tres escuadroneros —llamados también patibolos—, fenómeno bastante frecuente durante el conflicto armado.
Y es que, poco antes, los hermanos «derechosos» le habían quitado el carro al hermano «izquierdoso». Los sujetos les ordenaron a las cipotas que les mostraran lo que llevaban. «¡Ya nos mataron!», pensó Consuelo. Entonces, en un impulso repentino brotado del puro instinto de conservación, se aventó del pick up y le gritó a Erlinda: «¡Se me olvidó el dulce que mi mamá me encargó! ¡Hoy me van a pegar! ¡Lo voy a ir a traer! Si quieren, me esperan aquí…». La hermana, «agarrándole la onda», le dijo que la acompañarían, que no la dejarían irse sola.
«¡Sentíamos que las patitas nos temblaban!», manifiesta Consuelo, rememorando el nerviosismo experimentado mientras se alejaban de los tres sujetos.
El Cerro Guazapa fue irónicamente uno de los escenarios más activos durante el conflicto en los ochentas. | Foto: Luis Galdámez
«¡No, niñas! (…) Aquí quédense, esperen a su hermanita… En todo eso vamos a ver qué es lo que llevan», dijeron los hombres, entre amigables y amenazantes. Entonces «Jacqueline» les dijo que no, porque la madre la castigaría si dejaba ir a «Yamileth» sola, pues ésta era la más chiquita. Y «Armida» dijo enfática que se iría con las hermanas Escamilla Acosta, porque con ellas había venido. «¡Mejor nos esperan aquí, no nos vayan a dejar!», dijeron las niñas en coro a los hermanos.
«¡Sentíamos que las patitas nos temblaban!», manifiesta Consuelo, rememorando el nerviosismo experimentado mientras se alejaban a paso apurado de los tres sujetos. Cuando llegaron a la carretera que va de Suchitoto a San Martín, caminaron rápidamente unas cuadras hasta ingresar al callejón Los Pichacas, sintiéndose ya un poco aliviadas.
Allí se encontraron con un primo lejano de los Escamilla Acosta, Luciano Casco, encuentro que las hubiese confortado más… si no fuera porque le habían deshecho con una piedra la cabeza al pobre hombre. Espantadas, ya no siguieron por ese camino, sino que se tiraron por el monte, sintiéndose más perseguidas que al principio de su huida hacía unos momentos.
Cuando al fin llegaron a Aguacayo, los «compas» las esperaban. Las tres jadeantes niñas contaron deshilvanadamente lo que les ocurriera con los hermanos escuadroneros y el tétrico hallazgo del cadáver de Luciano. Los hombres las escuchaban con semblante grave.
Entonces «Yamileth», ya más sosegada luego de desahogarse, decidió alegrar a sus compañeros anunciándoles muy orgullosa que ahora sí podían comenzar a ocupar el nuevo armamento, pues les llevaba unos cartuchos ad hoc. Pero ellos sólo abrieron tamaños ojos, preguntándole inmediatamente que adónde los había conseguido, y Consuelo les relató su hazaña en el parquecito cercano al Penal, esperando que al final de su relato le llovieran los aplausos… pero lo que le llovieron fueron regaños en coro.
«¡No hubieras hecho eso!… ¡Te hubieran matado!… ¡Le vamos a contar a tu mamá para que no lo volvás a hacer!…» Anonadada por tantas reprimendas, «Yamileth» apenas sintió cuando Tomasa comenzó a propinarle coscorrones, más por el susto que por la cólera, al imaginarse lo que aquellos gorilas uniformados le hubiesen hecho a su pequeña de haberla agarrado con las manos en… el parqué. Definitivamente, Consuelo fue profética al decir más temprano «¡Hoy me van a pegar!»
«¡Sos demasiado abusiva! ¡Demasiado arriesgás la vida y ya no vas a volver a ir!», la sentenció su madre. Pero la necesidad «cara de perro» sentenció al poco tiempo que enviaran a la niña de nuevo a Suchitoto, a realizar compras y llevar y traer mensajes.
Cuando obligadamente pasaron por allí, los
uniformados le preguntaron a su prima que para quién llevaba cigarros y puros.
Los lobos negociadores, el niñito bocón y la miedosa Caperucita
En uno de esos viajes, la intrépida «Yamileth» fue con otra prima suya y un niñito vecino como de 5 años a la ciudad. Venían de vuelta por el callejón Los Pichacas, con cigarros, puros, dulces y víveres… sólo para toparse con el retén de soldados en el puente por donde debían pasar: «Habían puesto el retén más adelante que de costumbre», explica Consuelo.
Cuando obligadamente pasaron por allí, los uniformados le preguntaron a su prima que para quién llevaba cigarros y puros.
La niña —acostumbrada a decir mentiras blancas en aras de salvar vidas, la propia y las ajenas— les explicó que, como su mamá había fallecido ya, ella vendía tales cosas en su comunidad y que así se ganaba la vida.
Pero los soldados, sabedores de que «los niños y los bolos dicen la verdad», le preguntaron lo mismo al pequeño que las acompañaba, quien efectivamente —y por desgracia— sólo pudo decir lo que era cierto: «Para los muchachos que andan en el monte».
Erlinda o «Jacqueline», hermana de «Yamileth», absorta leyendo: mediante la educación popular se alfabetizó a mucha gente. | Foto: Giuseppe Dezza
«Menos mal» —dice hoy con sorna «Yamileth»— que andaba con ellos un primo —también soldado— de la pequeña interrogada. El tipo, luego de intercambiar unas palabras con sus compañeros, le dijo tajantemente a la primita: «¡Mirá, aquí las van a matar por esto! Pero me han dado una opción: o te volamos la cabeza a vos o a nuestra abuela Chana». La frialdad con que el uniformado expuso la sádica «propuesta» espantó a Consuelo…
…pero la frialdad de la respuesta de su prima la dejó de una pieza: «¡Pues a mi abuelita, porque ella ya vivió bastante! ¡Yo apenas comienzo a vivir, tengo sólo 12 años!». «Yamileth» la quedó mirando por unos instantes que le parecieron eternos, imaginando a la anciana lejos de allí, en su casita, totalmente ajena al hecho de que su propia nieta la acababa de condenar a muerte…
Después de eso, Consuelo recuerda un caleidoscopio de imágenes y sensaciones: la cabeza sangrante de la «abuelita Chana» en una estaca a la vera del camino, su prima arrepentida llorando, ella recriminándola coléricamente y la consternada Tomasa diciéndoles tajante a los «compas» que, de ahora en adelante, ya no prestaría más a su hija para hacer mandados.
Una «guinda» a punta de chiliyazos salvadores
Puesto que Inocente fue un hombre muy trabajador, dejó una casa «más o menos grandecita» y varios graneros llenos de arroz, maíz y frijoles, así como bastantes animales de granja: gallinas, cerdos y vacas. «Vivíamos más o menos regular», recuerda «Yamileth». Sin embargo, su «regular» bonanza terminó por obra y gracia de un gran operativo que desarrolló el ejército en la zona en 1982, meses después de la Masacre de Zacamil, cuando Consuelo tenía 11 años cumplidos.
El operativo mencionado —en el que participaron los batallones Atlacatl, Bracamonte y Belloso—, abarcó bastante territorio, desde la parte baja del Cerro Guazapa hasta un poco más arriba, hacia la zona o costado sur del cerro, cerca del Cantón El Salitre, el cual está ubicado en las alturas del Guazapa y dentro de la jurisdicción de Cuscatlán. Según recuerda «Yamileth», tal evento ocurrió en marzo. Sin embargo, la historia registra que ese año ocurrió la «Operación Limpieza» en esa misma zona, pero entre mayo y junio.
Como sea, lo que Consuelo recuerda es que, cuando la población del Cantón Los Platanares y sus alrededores vio cómo los soldados mataban a quien encontraban, salió huyendo «en guinda» del mencionado operativo. Ella y su familia —es decir, Tomasa y sus demás hijos menores que aún seguían a su cuidado—, junto con unas cuantas familias más, escaparon hasta la localidad de El Mangal, donde se les agotaron las fuerzas y se quedaron a dormir.
Algunas horas después, llegaron a ese lugar otros sobrevivientes de la masacre, aturdidos y agotados, pero agradecidos por haber logrado escapar del sueño eterno…
Cerca de allí quedaba el casco de la Villa de San José Guayabal (casco al cual los pobladores de la zona llamaban «el pueblito de Guayabal»). «Casi siempre hubo puestos del ejército en ese tipo de pueblitos (…). Guayabal era famoso por sus romerías durante las fiestas patronales, desde mucho antes de comenzado el conflicto», comenta «Yamileth».
De modo que, cuando alrededor de las tres de la madrugada, alguien le comentó como si nada a Tomasa que algunos moradores habían observado que por El Mangal pasaban con frecuencia soldados de la Fuerza Armada —quienes seguramente venían haciendo patrullajes para explorar el territorio, explica Consuelo—, ella pegó un respingo…
«¡Se levantan ya, que nos vamos (…)! —exclamó la afligida madre mientras despertaba a sus retoños— ¡Vamos a hacerle frente, pero aquí no nos quedamos porque nos pueden matar!» Intentó alertar al resto de las personas, pero el profundo cansancio les hizo creer de todo corazón que ya no pasaría nada y siguieron durmiendo.
Entonces Tomasa y sus hijos se marcharon de nuevo «en guinda», junto a otras dos familias que conocían bien el terreno. Consuelo y sus hermanos iban rezongando por el sueño que sentían y envidiando a quienes se quedaron entregados a los brazos de Morfeo, hasta que decidieron dejar de caminar. Su madre comprendió. Tan bien comprendió, que hizo un chilío con unas ramas y los hizo desistir de su decisión.
Caminaron hasta cerca de las 6 de la mañana, casi llegando al Cantón El Salitre, cuando se sentaron a descansar por un momento. De pronto, se escuchó un gran ametrallamiento: Tomasa comprendió al instante que quienes permanecieron reposando en El Mangal se quedaron dormidos para siempre en los brazos de la Parca, porque los soldados que «pasaban por allí» los masacraron…
Así que clamó a Dios por aquellas pobres gentes y luego dijo a sus hijos y demás acompañantes: «Sigamos caminando, no vaya a ser que después sigan por el camino que venimos y nos encuentren también a nosotros». De modo que aquel grupo, aunque ya bastante cansado por haber caminado toda la noche, continuó caminando.
Pasados cerca de 15 minutos, se escuchó otro terrible sonido: el de los aviones y helicópteros ametrallando y bombardeando El Mangal para acabar de matar a la población allí refugiada. Aquello aumentó la aflicción de Tomasa y de quienes con ella huían, por lo cual apresuraron más el paso para alejarse del peligro, pues sabían que, si les detectaban, los pilotos de los aviones los ametrallarían a ellos también.
«Apenas dio la vuelta el helicóptero, nos levantamos y seguimos corriendo. Cuando volvió para ametrallarnos por segunda vez». Consuelo Escamilla
Caminaron y corrieron llenos de pánico y, con mucha precaución, se escondían debajo de las ramas de los árboles al avanzar, «pero, no sé si alcanzaron a vernos pues, de pronto, gritó mi madre: “¡Al suelo!”, y caímos tendidos en un gran pedregal con espinas. De repente se escuchó un sonido espantoso que casi nos revienta los tímpanos: eran las balas de la ametralladora de un helicóptero sobre nosotros», recuerda «Yamileth». Definitivamente, aquella experiencia les espantó el sueño.
«Apenas dio la vuelta el helicóptero, nos levantamos y seguimos corriendo —prosigue ella—. Cuando volvió para ametrallarnos por segunda vez, ya estábamos llegando a un sanjoncito o vaguada, donde nos refugiamos mientras pasaba el bombardeo. Luego continuamos caminando por varias horas más, hacia un lugar llamado La Cruz, ubicado muy arriba de la zona sur del Cerro Guazapa». Allí descansaron al fin. Algunas horas después, llegaron a ese lugar otros sobrevivientes de la masacre, aturdidos y agotados, pero agradecidos por haber logrado escapar del sueño eterno…
Aquel baño de sangre dejó un saldo de 40 o más civiles muertos: otra vez, Consuelo y su familia se salvaron por poco de morir, al igual que en julio del 81, cuando la Masacre de Zacamil, en la que fallecieron alrededor de 250 personas.
Proyectil sin estallar ante los escombros de la Iglesia de Aguacayo, en Suchitoto, como un símbolo de la fe probada —pero constante— del pueblo. | Foto: Luis Galdámez
La diferencia fue que, mientras que de esta última se libraron como por milagro, de la de El Mangal lo hicieron gracias a la agudeza de Tomasa, quien agradeció a Dios por darle sabiduría para sacar a sus hijos de ese lugar.
Sin embargo, la menor de los Escamilla Acosta guarda un recuerdo agradable de aquella espantosa jornada, porque, al terminar de escapar del peligro, fue cuando «probé por primera vez la famosa flor de izote, por la gran hambre (¡riquísima, todavía me gusta!)», expresa risueña.
«Bueno, nos hemos quedado sin nada (…) ¡Que se haga la Voluntad de Dios!»
Cuando los habitantes del Caserío La Presa, entre ellos la familia Escamilla Acosta, regresaron a sus hogares, se encontraron con… «cenizas: a todos los graneros les habían echado gasolina y habían quemado todito, todito. Y todas las gallinas, las vacas (…), todo aquello era una pudrición horrible, una hediondera por todos lados (…)», describe «Yamileth».
Ante semejante panorama, la aguerrida Tomasa volvió a tragar grueso y a pronunciar unas inspiradoras palabras, como cuando recién muriera su cónyuge en 1980: «Bueno, nos hemos quedado sin nada… ¿Qué vamos a hacer? No lo sé. ¡Que se haga la Voluntad de Dios! ¡Vamos a seguir adelante! ¡Y no lloren!: llorar sobre la leche derramada de nada sirve. ¡Hay que echarle ganas a la vida y de hambre no nos vamos a morir!»
Recordando su discurso, Consuelo reconoce que su mamá fue siempre «una mujer de mucha fe: eso a ella le ayudó bastante. Con 11 hijos (…), ya sin esposo y sin nada, sólo lo que andábamos puesto… Realmente, ¡qué mujer más valiente! Porque yo quizá me hubiera infartado en una situación tan difícil», comenta la experimentada sanitaria; misma que, durante el resto del conflicto, pasaría situaciones dificilísimas… y sin infartarse.
Se construyó entonces sobre el terreno que antes ocupaba la casa «más o menos grandecita» de la familia Escamilla Acosta una «media champa, de láminas y madera», pues comenzaron a llevarles de nuevo guerrilleros heridos allí, según refiere «Yamileth».
Aquella fue la invasión más fuerte realizada por el ejército en la zona, dirigida por asesores estadounidenses y conocida como Guazapa 10 (…)
El enemigo se monta en «El Caballito»
Luego del gran operativo en 1982, parecía que la Fuerza Armada estaba ya lo suficientemente satisfecha como para dejar pasar un largo tiempo sin volver a mortificar a los pobladores de la zona. Y oficialmente hablando así fue, porque, entre el 28 de febrero y el 1 de marzo de 1983, pasó algo que no pasó porque el gobierno de ese entonces juró que nunca ocurrió…
Y lo que «no ocurrió» fue que alrededor de 350 campesinos murieron en Tenango y Guadalupe, principalmente por las bombas arrojadas desde los aviones A-37, ya que la metralla del Batallón Atlacatl «sólo» provocó unas 100 muertes. En Guadalupe fue más nutrido el bombardeo.
Aquella fue la invasión más fuerte realizada por el ejército en la zona, dirigida por asesores estadounidenses y conocida posteriormente como Guazapa 10, cuando los soldados se tomaron la posición de El Caballito y después la de El Roblar, dos de las tres alturas que tiene el Cerro Guazapa, la mayor de las cuales es la primera (también conocida como Los Jarros) y desde la cual se aprecia un amplio panorama, pudiéndose detectar con relativa facilidad humo o cualquier movimiento.
Y fue durante este operativo Guazapa 10 que Pedro Manuel («Johny») —hermano mayor de «Yamileth», quien dirigiera la toma de la Hacienda Las Bermudas a principios de 1980— se «reunió» con Inocente, su padre, fallecido casi exactamente 3 años atrás.
En cuanto a Consuelo, reconoce que gracias a su atribulada madre «no lo pasaron tan difícil», pues, apenas comenzó el bombardeo, Tomasa se encargó de sacarlos «en guinda» de la zona a ella y a sus hermanos menores, animándolos con sus palabras —y otra vez con un chilío— para que no se detuvieran, pues no aguantaban más caminar, correr, el hambre, el sueño, la sed… Le gritaban que por favor descansaran y ella invariablemente respondía: «¡NO! ¡Corran, corran (…)! ¡Hay que seguir! ¡De repente el enemigo llega y no nos vamos a escapar! ¡Corran!».
Hasta que llegaron al Cantón San Nicolás, donde había ya un montón de gente que también huía del bombardeo. A las tres horas aparece la hermana de «Yamileth», María Amelia —alias «Cristina»—, quien se había quedado con su niño de menos de 6 meses en Tenango, esperando a su pareja, el «Chele Neto»: «Ella sí vio lo más cruel de esa masacre. Nosotros la colita alcanzamos a ver (…)».
María Amelia llegó afligida por su bebé pues, recuerda Consuelo, éste «tenía una gran herida en la espalda, como que una bomba de napalm lo había quemado: le brillaba en la noche la herida. El niño gritaba». «Cristina» comentó que, así como había allí «una tendalada de gente viva», así quedó «la gran tendalada de gente muerta» en Tenango. Reconoció que por milagro había escapado de aquel infierno, durante el cual inevitablemente recordó el de Zacamil; pues, mientras ella corría con su criatura, le cayó una lluvia de pedazos de cadáveres y rodaban cabezas aquí y allá…
Caminaron por la localidad de El Cenícero tres días
con sus noches dando la vuelta al Guazapa hasta llegar al otro lado (…).
Eventos que nunca debieron ser parte de ninguna infancia: ilustración de la masacre de Tenango y Guadalupe, durante el operativo Guazapa 10. | Foto: Cortesía Resistencia Nacional, RN
«¡Oigan, cipotes! ¿Se dan cuenta?… ¡Y ustedes querían quedarse a descansar! ¡Allí estuviéramos, en ese gran bombardeo, y a saber si nos hubieran encontrado por debajo, como en Zacamil!… ¡No, después de lo que hemos pasado, ya no podemos atenernos!», les decía Tomasa a sus retoños.
Recordaba la trampa que les tendió a los pobladores de la zona la Fuerza Aérea en 1981, cuando huían desde el Cantón Los Platanares hacia la zona baja del Cerro Guazapa: fingió que se trataba únicamente de un ataque por aire, a fin de que aquéllos se quedaran escondidos en el zacate, mientras los militares y los escuadroneros llegaban sorpresivamente por tierra para matarlos con armas blancas, metralla y lujo de barbarie…
Sopita de jutes adobada con hambre y desolación
Al siguiente día, viajaron desde San Nicolás hasta el Cantón Copapayo, desde el cual pasaron el Río Lempa en un cayuco hasta llegar a El Alto, en Chalatenango, para arribar al cual tuvieron que subir una gran cuesta. Consuelo recuerda a la madre atendiendo partos en el camino con gran destreza: las mujeres parían con fluidez y salían alegres con sus niños en los brazos. En El Alto permanecieron alrededor de una semana.
Después llegaron unos compañeros desde Guazapa, notificándoles que el enemigo había invadido todo y que, por tanto, ya no volverían a sus casas. Regresaron entonces todos los que lograron escapar de las bombas y la metralla a la zona baja del cerro, con el ánimo también bajo, pues habían sido exiliados de sus propios hogares. Caminaron tres días con sus noches dando la vuelta al Guazapa hasta llegar al otro lado, a lo que hoy es la Comunidad El Cereto.
Recuerda «Yamileth» que había allí una quebradita con jutes (caracoles de caparazón oscura y alargada). Como habían pasado varios días casi sin comer, alguien prestó una ollita que logró sacar en la huida y, con uno de sus hermanos, agarró Consuelo «varios caracolitos negros e hicimos una sopita, pues andábamos fósforos y un poquito de sal… ¡Qué rica la sentimos!», expresa.
De allí los líderes distribuyeron y alojaron a la gente en diferentes lugares. A los Escamilla Acosta los llevaron a un lugar llamado Las Delicias, a una casita donde amontonaron a tres familias. De modo que, luego de haber vivido contentos Inocente y Tomasa junto a sus 11 hijos en una casa «más o menos grandecita» y con una situación económica «más o menos regular» por muchos años en el Caserío La Presa, ahora la familia de «Yamileth» estaba desmembrada y sin techo propio.
Era parte del precio que el statu quo les haría pagar a sus miembros por entregarse genuinamente a la causa revolucionaria salvadoreña.
(Continuará)
* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).
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