Memoria
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De derecha a izquierda: doctores Raymundo Taboada, «Vicente o Puchito» (México); y Gabriel Fernando López, «Jaime Vélez» (Colombia); herido; enfermero «Juanjo» (País Vasco) y enfermeras Marta Alicia Hernández, «Beatriz» y «Noris» (El Salvador) en el frente Guazapa Sur, noviembre de 1990. | Foto: Archivo Fundación Primero de Abril
Consuelo «Yamileth», la sanitaria guerrillera
Luchando por salvar vidas en medio de una orgía de muerte.
«Cuarta parte»
«La guerra es la mejor escuela del cirujano»
Hipócrates, médico griego
Texto: Raquel Kanorroel*
Febrero 21, 2025
Como se relató en la tercera parte de esta serie, en uno de los campamentos de la Resistencia Nacional en el cerro Guazapa, aconteció un hecho trágico en el que uno de los adolescentes combatientes conocido como «Jorge» —«Toco» o «Toquito»— se quitó la vida al no ser correspondido en su amor por «Yamileth», Consuelo, la sanitaria guerrillera.
Por si no fuera suficiente, «Jorge» también fue hostigado por su propio hermano, «Goyo», quien le dijo que ella nunca le haría caso por ser un «cipote mocoso» y que, en cambio, terminaría siendo su esposa, por ser él mayor y «más guapo», afirmación que no tenía ningún fundamento, pues la jovencita no estaba interesada en nadie.
Tal situación hundió a «Jorge» en una profunda melancolía, que lo llevó a arrojarse al sereno seno de la Parca mediante una violenta ráfaga de balas. Pero ello arrojó también a su amada imposible a un infierno de pálida tristeza y de dedos acusadores como cuchillos… Poco después de la tragedia, una señora se acercó a Consuelo Escamilla Acosta y le preguntó: «¿Usted es “Yamilethcita”?”». Ella respondió que sí y preguntó a su vez con quién tenía el gusto. «Soy la mamá de “Jorgito”», respondió aquélla. «Yamileth» sólo bajó la mirada…
Y es que sus «compañeras de lucha» vivían repitiéndole que, cuando llegara la mamá de «Toco» al campamento —cuyo nombre era Berta—, «¡ya vas a ver lo que te va a pasar!». De modo que, al presenciar que la madre del fallecido se acercaba a Consuelo, aquéllas se congregaron alrededor, se acrecentaron como cobras en posición de ataque y comenzaron a instigar a doña Berta a coro: «¡Por ella se mató “Toquito”, verguéyela! ¡Allí está, agárrela del pelo…!».
Pero la señora, ignorándolas y con serenidad se dirigió a «Yamileth»: «No les haga caso, sus compañeras son malas (…): me han hablado tantas atrocidades… Pero mis hijos, que son mis hijos, y sus otros compañeros, todos hablan maravillas de usted (…). Que lo que pasó es un accidente, y espero que así haya sido».
Después procedió a contarle que «Toquito» le envió varias cartas, diciéndole que estaba bien enamorado de una niña; pero que era un amor imposible porque esa niña no le hacía caso a nadie. Sin embargo, él no perdía las esperanzas de que algún día se casarían… «Pero, como dice usted —prosiguió la señora—, los dos eran un par de niños. No estaban en edad de noviazgo, y eso yo lo entiendo, y no sé por qué sus compañeras se ponen en ese plan tan malo…», y la abrazó.
Ante esto, las «compañeras» continuaron destilando veneno, decepcionadas por no haber presenciado un hecho de sangre: «¡Sí, pero esa es una bruja, que hasta ella se convenció ya de que a saber qué es lo que tiene…!». Doña Berta siguió ignorándolas y le dijo a Consuelo: «Quiero ser su amiga. Sé que usted luchó por salvarle la vida a mi hijo (…), y se lo agradezco. No tenga miedo, porque yo jamás le haré daño». Vencidas, las sierpes se dispersaron a murmurar su «decepción».
La señora se quedó por un mes allí y hasta dormía en la misma habitación que «Yamileth»: ambas se hicieron grandes amigas. Doña Berta fue, entonces, un ángel inesperado para la joven brigadista, tendiéndole una mano para salir del pozo de la inmerecida culpa que le achacaba la gente.
A pesar de los traumas tan terribles que aquella experiencia le ocasionó, Consuelo («Yamileth») en ningún momento renegó de los valores que Tomasa, su madre, le inculcara, relativos a tener cierta edad para el noviazgo y darse a respetar con los compañeros. «Esos consejos a mí me valieron mucho en la guerra», reconoce hoy «Yamileth», y añade: «Cada quién toma su decisión».
En todo el tiempo que duró la escuela, el enemigo los invadió en muchas ocasiones, tanto por vía aérea como terrestre.
Una escuela «bien bonita» para aprender a curar y a combatir
Con el tiempo, a todas las «compañeras» de Consuelo las enviaron a diferentes campamentos: «Creo que “Teodoro” —jefe militar del campamento— vio el odio que había en ellas», comenta «Yamileth», quien permaneció en la guerrilla regional porque allí querían los jefes que se mantuviera como brigadista. Dicha guerrilla regional se encargaba, básicamente, de explorar ciertas zonas y de localizar al enemigo.
Hasta que, en enero de 1985, inició la Escuela Técnico Político Militar, «la cual se instaló en el conocido Caserío Los Cáceres —siempre en Suchitoto, Cuscatlán— y convocó a compañeros de los 14 departamentos: fue una escuela bien completa», relata Consuelo. Sin embargo, al curso propiamente militar «sólo asistió gente de la Resistencia Nacional, RN, quizá por falta de coordinación», piensa hoy «Yamileth», agregando que «en los otros cursos hubo algunos compañeros de distintas organizaciones, pero pocos».
Además de completa, «la escuela fue bien intensa: las clases eran de 7:00 a.m. a 6:00 p.m. y no había día de descanso; por eso duró sólo 10 meses», refiere Consuelo. Los convocados eran perfeccionados en su respectiva especialidad por los comandantes entrenadores; pero, aunque a cada quien lo entrenaban en su área, todos recibían dos horas de clase de tiro y dos de política, a diario. Por los duros requerimientos de la vida militar, sólo les daban 5 minutos para bañarse, vestirse y comer: con sólo que las cintas de los zapatos les quedaran sueltas ya los sancionaban.
A los miembros de las tropas especiales se les enseñaba cómo hacer las cargas de mano (bombas de contacto) y llegar en medio del enemigo calladamente para estallarlas. También, cómo armar y desarmar minas: «Nos enseñaban a hacer de todo por cualquier emergencia», acota «Yamileth».
Recuerda que «Armando» —un jovencito de 17 años «bien delgadito», pero ya miembro de las tropas especiales— era quien los entrenaba en armar y desarmar minas, enfatizándoles que en eso sólo podían equivocarse una vez, porque equivocarse equivalía a morir… «y él murió precisamente al estar armando una», se lamenta Consuelo.
En cuanto a los sanitarios o brigadistas, los preparaban al detalle. Para ello, sacrificaban perritos durante las prácticas de cirugía o laparotomías: a veces les sacaban el bazo para ver si sobrevivían y la mayoría de animalitos lo lograba. Luego se les volvía a suturar. Otras, les quitaban un riñón para ver si podían sobrevivir sin él, y algunos lo hacían. Pero, cuando los amputaban, al despertar de la anestesia «se les ponía “a dormir” porque no podían quedarse sin manitas y sin patitas. Pobres animalitos, pero había necesidad de hacerlo…», expresa «Yamileth».
Quien les enseñó a operar a los cánidos fue «Raúl Renderos», un galeno mexicano al que llamaban con más frecuencia «Raúl médico» o «Raúl»: se graduó bien joven en su país y de allí llegó directamente a Guazapa, a entrenar a varios brigadistas. Fue un excelente cirujano, al grado que Consuelo dice sobre él: «A “Raúl médico” Dios le dio tanta sabiduría… Fue el ángel que Él nos envió para salvar tantas vidas». Y ella sabe lo que dice, pues con dicho galeno conviviría prácticamente durante toda la guerra de allí en adelante.
Mientras duró la escuela, el enemigo los invadió en muchas ocasiones, tanto por vía aérea como terrestre: «Nos tocaba salir de donde estábamos hacia otro lugar; pero, nomás pasaba el operativo enemigo, volvíamos a Los Cáceres, ya que, de una u otra forma, este lugar era estratégico, pues había cuatro casitas con techo, estaba el río Charchigüe un poco cerca y otra quebradita a un costado, con abundante agua», relata «Yamileth», añadiendo que donde llegaban en su huida continuaban las clases, para no perder tiempo.
A pesar del rigor de la Escuela Técnico Político Militar, «Yamileth» la califica como «bien bonita» porque, además de los entrenamientos donde aprendían mucho, siempre estuvo presente el factor diversión: hacían incluso «teatrillos», representando lo vivido en la guerra, tanto a manera de terapia psicológica como de catarsis. También había encuentros de fútbol: «Organizábamos juegos amistosos entre los miembros de la escuela y los compas del Batallón Carlos Arias».
Ambas lanchas se perdieron totalmente de vista y tampoco hubo comunicación alguna por radio.
Bendito jalón de pelos
Entre «Raúl» y Consuelo floreció una gran amistad: muy pronto la jovencita, por su esmero y pericia, se ganó la plena confianza del doctor, quien la adoptó como asistente. Esto marcaría a la joven de allí en adelante, lo cual se constató durante la estación lluviosa de 1985. La escuela llevaba más de la mitad de su desarrollo cuando «vuelve el enemigo con otro operativo entre julio y agosto: llovía mucho, con tormentas muy fuertes que parecían huracanes».
A raíz de ese operativo, bajaron a la orilla del lago Suchitlán —formado a partir del cauce del río Lempa—, a la localidad de El Cenícero, pues el equipo decidió trasladar a los heridos a Copapayo en lanchas o cayucos. Era de noche. En la primera iban «Jacqueline», hermana de «Yamileth» y también brigadista; «Julito» —o Jorge Casco López, primo de ambas—, quien iba convaleciente de la amputación de una mano; un médico mexicano, «Eladio» —«gran cirujano que nos aportó salvando vidas desde el 83 hasta los Acuerdos de Paz», comenta Consuelo— y algunos heridos.
En la segunda lancha, que zarparía minutos después, iría entre los tripulantes el doctor «Mateo», quien le dijo a «Yamileth» que se subiera; pero ella en ese tiempo casi no podía nadar y le manifestó a él que, si la lancha se hundía, se ahogaría. «Mateo» le dijo que, si eso pasaba, él la salvaría. En la buruca, ninguno de los dos pareció acordarse de la mano lesionada del atento doctor.
Y es que «Mateo» jugaba al fútbol y, entre los jugadores, «había un cipote llamado “Cántaro” o “Cantarito”, porque era chiquitito y gordito», narra Consuelo, para quien este jovencito con apariencia de Winnie Pooh era un posible infiltrado del enemigo, dada su conducta: en los encuentros de fútbol, siempre buscaba a las personas más estratégicas para lesionarlas, y “Mateo”, además de sanitario, sacaba las fotos de los procedimientos médicos. De modo que el tal «Cantarito» no sólo era chiquitito y gordito, sino también cabrón.
Al segundo cayuco, el cual dirigía Osmín —un niño de 7 años, muy bueno para remar a pesar de su corta edad—, se subieron entonces «Mateo», dos cocineras —«Arelí», en estado de gravidez, y «Luisa»— y un cocinero ya bien mayor, «Farabundo»; la radista «Nelly» —que también estaba embarazada y cuyo verdadero nombre era Sonia Casco López, hermana de «Julito»—, el esposo de ésta, Waldo, y Consuelo: ocho en total.
Ya había arrancado la endeble nave e iba a unos pocos metros de la orilla cuando, de pronto, «Yamileth» sintió un gran jalón de pelo, a raíz del cual cayó directo al agua: era «Raúl médico», bastante afligido, quien se había metido corriendo al lago para regresarla a tierra, aunque fuera a rastras, ordenándole que se saliera porque, si por alguna razón no volvían después del otro lado, no habría quién le ayudara a él con los heridos: «¡Usted es mi apoyo!», exclamó el galeno.
Consuelo se puso furibunda, pues, al caer al agua, cayó con ella el botiquín, mojándosele todo. Mientras tanto, la segunda lancha ya había partido. Al poco rato, como las 10:00 p.m., «empieza un gran huracán a levantar grandes olas en el río, como si fuera el mar», recuerda ella. Quienes quedaron en tierra se afligieron: el viento era tan fuerte que hasta a ellos les arrojaba agua. Duró bastante el fenómeno. Ambas lanchas se perdieron totalmente de vista y tampoco hubo comunicación alguna por radio, medio por el cual se mantenían en contacto entonces.
Al terminar la escuela en noviembre de 1985,
envían a Consuelo a una exploración del territorio
en la zona de Montepeque.
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Embarcadero del Cantón Copapayo, Suchitoto. El lago artificial Suchitlán, al igual que el cerro Guazapa, fueron escenario de la guerra, tumba de combatientes y sepultura de evidencias. | Foto: Mike Goldwater/Centro Fotografía
Y es que —según le relatara después «Jacqueline» a «Yamileth»— la segunda lancha había alcanzado a la primera cuando vieron venir la tormenta. Entonces los de la primera nave les gritaron a los de la segunda que hicieran lo mismo que ellos hicieron: orillarse a la isla del Cerro Jiote, ubicado antes de llegar a Copapayo, dejar aparcada la embarcación y bajarse para refugiarse allí hasta que pasara el fenómeno atmosférico. Pero el viento recrudeció, impidiéndoles llegar a la isla a los de la segunda nave.
A las 5:00 a.m., refiere Consuelo, apareció en El Cenícero el compañero Waldo, «bien tullidito, que ni hablar podía, sollozando: “¡Se murieron todos! ¡Hasta mi esposa murió! (…) Luché por ella, pero, por último, ya nos estábamos ahogando los dos, ya no se pudo más… Creo que soy el único sobreviviente”». Al rato aparece Osmín. Waldo le pregunta si había más sobrevivientes y el cipote le dice que no, «vos y yo somos los únicos. Yo vi cuando todos se murieron (…)».
El jalón de pelo del afligido «Raúl médico», pues, había salvado a «Yamileth»: «En el momento sólo pensé que usted era mi ayudante y que iba allí…», comentó él, aún sorprendido por lo ocurrido, musitando luego: «¡Le salvé la vida!». A lo que una no menos sorprendida Consuelo contestó: «¡Sí, porque yo no sabía nadar!… Pero el médico “Mateo” me iba a salvar». Entonces el galeno rezongó: «¡Cómo la iba a salvar, si llevaba la mano quebrada! ¡Ni él sólo se hubiera podido salvar!»
Además de ese «detalle», «Yamileth» reconoce que «iba sobrecargada la pobre lanchita», como dijera «Raúl médico» en aquel entonces. Seguramente, ella hubiese sucumbido con los otros cinco tripulantes de la misma que naufragaron —o siete, tomando en cuenta a las dos vidas incipientes en las entrañas de «Arelí» y «Nelly»—, quedando para siempre sepultados en el seno del lago artificial, pues nunca nadie dijo nada sobre cuerpos flotando ni si se habían recuperado los cadáveres: por el continuo acoso de los militares, todos se ocupaban únicamente de huir.
Las mentadas fiestas… y la mentada realidad
Al terminar la escuela a principios de noviembre de 1985, envían a Consuelo al Cantón El Salitre, a una exploración del territorio en la zona de Montepeque, con cuatro compañeros: «Arístides», «Nelson», «Baltazar» y «Serpiente», porque a los compas de la guerrilla regional les habían informado que por dicha zona se estaban desplegando soldados del Batallón Atlacatl. De modo que enviaron a los cinco a realizar una estratagema muy propia de la guerra de guerrillas: pequeños combates instantáneos para desarticular al enemigo, bajarle la moral y, por tanto, evitar que siga avanzando.
La exploración fue un éxito y les sirvió a los jóvenes para foguearse, luego de recibir el intensivo entrenamiento de la escuela. Pero lo mejor vendría después, porque el 10 del mismo mes «Yamileth» cumpliría 15 años. «Raúl médico» le había dicho antes de partir a El Salitre: «“Yamilethcita”, cuando vuelvas del combate, te haremos una gran fiesta, porque te lo mereces».
La celebración sería «abajo de Los Cáceres, en un hospitalito militar montado a un costado del río Charchigüe, cerca del campamento de la guerrilla regional, que siempre estuvo donde ahora es la Comunidad San Antonio de Suchitoto», explica Consuelo. Al parecer, la noticia de dicha celebración cundió lejos, pues hasta los de la Fuerza Aérea se apuntaron para asistir al onomástico…
El 10 de enero comienzan un operativo mucho más fuerte que Guazapa 10: la Operación Fénix, una invasión al Cerro Guazapa y sus alrededores.
«Lamentablemente, justo el día 10, cuando regresábamos de El Salitre, hubo un gran bombardeo, que no nos permitió salir sino hasta el siguiente día», relata «Yamileth». De manera que el 11 de noviembre sí celebraron a lo grande, con todo y baile: «Recuerdo que hasta una vaca destazaron (…), y habían hecho las grandes olladas de arroz en leche y atol de maní… Estuvo bien bonita mi mentada fiesta de los 15 años», expresa conmovida.
Pero, tras el placer, de nuevo el deber: justo al siguiente día de su fiesta, envían a Consuelo junto a «Jacqueline» y su prima «Armida» a recibir el curso de instrumentalista en el «Cuarto Puesto» de la zona de Radiola (Cinquera, Cabañas), impartido por la licenciada en enfermería «María Elena». Esta capacitación duró 42 días, pues justo el 24 de diciembre regresaron al frente de Guazapa, con un pelotón de compañeros que se dirigían hacia El Salitre, en la zona sur del cerro.
«Cuartos Puestos» se llamaban los hospitalitos militares montados por las Fuerzas Populares de Liberación, FPL, diseñados especialmente para practicar cirugías. «Había varios de ellos en Chalatenango y sus alrededores, pues el frente de guerra era grande allí y era necesario tenerlos en diferentes territorios, por cualquier emergencia», explica «Yamileth».
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De izquierda a derecha.: «Raúl Renderos», «Yamileth», «Damián» y hermano «Gabino Clik». | Foto: Archivo de la Resistencia Nacional
Al llegar al Caserío La Presa, muy cerca de donde ahora vivía Consuelo, escucharon la atronadora fiesta que tenían sus compañeros celebrando la Navidad: había baile y cena. Y es que los insurgentes aprovechaban al máximo las 24 horas de tregua pactadas con el ejército cada 24 y cada 31 de diciembre: en ambas ocasiones, se suspendía la realidad y la guerra parecía un mal sueño. Pero, nomás pasaba el período convenido, la realidad de la guerra volvía a imponerse, inmisericorde…
Ya eran las 11:00 p.m. y, «como nosotras íbamos tan cansadas, mejor nos quedamos a dormir. Al día siguiente, nos presentamos ante “Raúl médico”, informándole sobre cómo estuvo la capacitación, la cual recibimos diez compañeras, tres de la RN y siete de las FPL», relata «Yamileth».
«Ni modo: ¡así nos tocó!»
Los militares amanecieron el nuevo año, 1986, tan estimulados por el espíritu de las recién pasadas fiestas decembrinas, que se pusieron más «generosos» que nunca. Así que el 10 de enero comienzan un operativo mucho más fuerte que Guazapa 10: la Operación Fénix, una invasión al Cerro Guazapa y sus alrededores con toda la tropa de élite (o Batallones de Infantería de Reacción Inmediata, BIRI) por tierra, lanzamientos de morteros y los «tradicionales» bombardeos aéreos.
Tan fuerte fue el operativo, que muchos insurgentes quedaron atrapados en el cerro, pues se vieron obligados a internarse más en dicha elevación con todo y heridos, ya que el enemigo venía pisándoles los talones: pasaron casi un mes sufriendo ataques, día y noche. Y por eso mismo les tocó hambrear más que de costumbre, señala «Yamileth», a quién envían con cinco heridos graves a un lugar conocido como La Joya Helada, cerca del Río Las Pacayas.
Mientras tanto, «Raúl médico» y «Jacqueline» se quedaron en la zona baja, con dos heridos: «Goyo» y «Chimbolito».
Allí pasaron cerca de ocho días refugiados, aguantando no sólo hambre, sino también frío: «¡Viera qué triste es andar con gran hambre y ver los racimos de guineos bien maduritos y no poder comer! Porque, si corta uno, detecta el enemigo que allí ha estado y la van a perseguir (…). ¡Ver la frutita y no poder cortarla porque de eso depende de que usted viva también!… Es duro, pero ni modo: ¡así nos tocó!», manifiesta ella.
En cuanto al agua, la bebían del mencionado río, «aunque era fea, porque era salobre, como que tiene cierto metal (…). Se mira tan clarita y heladita… pero, cuando usted la toma, con poquito se llena, porque siente como que le cae pesada», comenta Consuelo. Mientras tanto, «Raúl médico» y «Jacqueline» se quedaron en la zona baja, con dos heridos: «Goyo» y «Chimbolito», a los que, junto con otras dos sanitarias, fueron a meter a un buzón o tatú. Pero, días después, el enemigo los encontró y se los llevaron…
…aunque, quizá porque a los militares todavía les quedaban resabios de espíritu navideño, no los mataron: aún viven. Pero, volviendo a aquellos aciagos días, cuando ya no pudieron más los insurgentes atrapados en el Cerro Guazapa, decidieron los comandantes sacar a los heridos junto con el personal de abastecimiento de allí a como diera lugar.
De modo que, cuando al fin lograron sacarlos en febrero, se dijeron a sí mismos «¡Patria o muerte!»: pasarían con los heridos la bendita carretera nueva que va de Suchitoto a San Martín. Efectivamente así lo hicieron: atravesaron dicha carretera hacia la zona de Radiola y caminaron toda la noche para llegar donde estaban los compas de las FPL, pasando por Tenango, Guadalupe y Cinquera hasta llegar a San Nicolás por la noche. Allí montaron el hospitalito militar «Raúl», «Yamileth», «Jacqueline» y otras dos brigadistas, «Morena» y «Salomé».
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La logística sanitaria guerrillera provenía de la naturaleza y era muy básica. Por ejemplo, «no había cómo enyesar: sólo se colocaban tablillas o trozos de madera con vendas», cuenta «Yamilteh». | Foto: Fundación Primero de Abril
Tortillas de maicillo con «huevo»
Cierto día, como a las 5:00 p.m., después de curar a los heridos, «Jacqueline» le propone a su hermana ir a moler maicillo para que aquéllos comieran siquiera tortillas de ese grano. Fueron a molerlo con azúcar, a una quebradita cerca de un recodo, donde colocaron la cocinita y pusieron a cocer el maicillo. De pronto… ¡plum!: comienza a caer la lluvia de bombas. La primera cayó cabalito sobre la cocina. Corren ellas entonces en sentido opuesto y… ¡plum!: cae otro bombazo cerca.
«Raúl» bajó preocupado a ver qué pasaba. Las llamó hacia él y… ¡plum!: otro bombazo. Éste último mató a tres compañeros: «Uno de ellos… ¡pobrecito!: cuando yo me tendí, él se tiró sobre mí. Andaba una gran mochila con ropa. Le cayó una gran esquirla que lo partió con todo y mochila (…) y yo queriendo que él se levantara (…). Me dice el doctor: “¡Levántese, no ve que el compañero ya está muerto!”», narra Consuelo.
Ella se afligió: tomó al médico de la mano y le preguntó que qué hacían… «¡Hágale huevo y siga corriendo, no queda más remedio!», acertó a responder él, mientras caía otra bomba. Como ya eran casi las 6:00 p.m., «Yamileth» recuerda que «bien se miraba la gran bola de fuego que soltaba el avión: sólo la soltaba y caía, con las esquirlas rojas cayendo también alrededor», esquirlas que semejaban diabólicas aves incandescentes revoloteando alrededor de un monstruo…
Al llegar, la joven brigadista vio horrorizada cómo «los heridos se estaban yendo en sangre».
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Típica cocina guerrillera, protegida del viento, semejante a la que montaron «Yamileth» y «Jacqueline» en febrero del 86 para hacer tortillas a los heridos. | Foto: Fundación Primero de Abril
Durante el bombardeo, Consuelo presenció cómo a dos compañeros tales esquirlas los fracturaron, a uno la pierna y a otro el pie, quien también sufrió otras fracturas en la clavícula por un balazo que le cayó; pues desde los aviones, al mismo tiempo que bombardeaban, ametrallaban. «Elmerito» —quien, luego de ser curado en Las Delicias tras la masacre de Copapayo, ingresó a la insurgencia y estuvo también en la escuela militar— llegó de pronto, diciéndole afligido a «Yamileth»: «¡Bichita, apúrese! ¡Se están muriendo los heridos! ¡Viera cuántos hay allá!»
Salieron corriendo hacia la dantesca escena. Para entonces, los aviones ya se estaban retirando: el sonido de los motores otorgó una lúgubre «música de fondo» a aquel caos. Al llegar, la joven brigadista vio horrorizada cómo «los heridos se estaban yendo en sangre»: toda la noche pasaron ella, «Jacqueline» y «Raúl» atendiéndolos y operando a los más graves.
Haciéndole más «huevos»
A la mañana siguiente le ordena «Raúl» a «Yamileth» que se quede con un compañero herido gravemente del pie el día anterior: lo tenía destrozado, con todos los huesos a la vista. Además, su caso era especialmente complicado, pues era hipertenso y alérgico a la anestesia. El doctor le explicó a Consuelo que, si lo curaba sin anestesia, se podía morir el paciente del dolor; pero, si se le pasaba a ella la dosis de la anestesia, también podía morir él a causa de la alergia.
«Raúl» se fue entonces con «Jacqueline» y «Yamileth» se quedó furiosa, pues sentía que siempre le cargaban a ella las responsabilidades más pesadas. Se preguntaba, angustiada, qué hacer… angustia que se acrecentó cuando pasaron varios días y sus colegas no regresaron: se echó a llorar. El herido en cuestión —llamado «Chiqui» o «Beto», «el político de la guerrilla regional»— la escuchó sollozar.
«¿Por qué llorás, mi niña?», preguntó él. Ella negó que lloraba, pero «Beto» prosiguió: «Yo sé que estás llorando, que estás preocupada por mí… Pero no te preocupés: todo va a salir bien… ¡Le voy a hacer huevo! ¡Curame, que no voy a gritar! ¡No me vas a zampar anestesia, así nomás me vas a curar!». «¿Estás seguro? —lo cuestionó la joven brigadista— Porque eso va a ser bien doloroso…». Él respondió que ni modo. «Bueno, ¡manos a la obra!», musitó Consuelo.
«Como en las extremidades es donde más terminaciones nerviosas tenemos, le dije que le pondría un poquitito de anestesia, por un minuto, para hacerle el procedimiento más fuerte. Por lo menos para apretar, para que se le saliera la pus, porque ya se había infectado. Lo peor es que ni antibiótico andábamos ya», explica «Yamileth». Le colocó el poquito de anestesia y, al rato, «Chiqui» comenzó a dejar de respirar…
Ella lo despertó y le dijo que hoy sí «le hiciera huevo», porque lo seguiría curando sin anestesia: le dio una venda enrollada para que la mordiera y soportara el dolor sin gritar mientras ella le practicaba el procedimiento, pues el enemigo andaba cerca y, por tanto, cualquier ruido lo podía escuchar… Y, si los encontraba en su escondite, seguramente ambos gritarían de dolor, pues los resabios de espíritu navideño muy probablemente ya se les habían disipado a los soldados…
(Continuará)
* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).
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