Cultura

Ilustración: Luis Galdámez
José Miguel Benítez Casteleiro
Quinta entrega
Revista Espacio
Marzo 21, 2025
José Miguel es un periodista español nacido hace 67 años en la localidad gallega de Ferrol (A Coruña). Ha vivido 17 años en Centroamérica (a la que considera su segunda madre, y en donde han nacido sus hijos), en la que ejerció como free lance y colaboró con diferentes medios locales. Ha sido corresponsal en Andalucía (España) de la Agencia Efe. Es colaborador habitual de la revista Carrer (Calle) de Barcelona.
En los años 90 del siglo pasado, fue consultor de diferentes programas de la Unión Europea en Centroamérica: Programa de reinserción productiva de lisiados de guerra (El Salvador); Programa de apoyo a la reinserción de los ex-combatientes de la URNG a la vida civil (Guatemala); Programa de apoyo al desarrollo de los pueblos indígenas y negros de Centroamérica (con sede en Panamá).
Desde su regreso de Centroamérica vive en Barcelona, su ciudad fetiche y a la que siempre vuelve, y a la que gusta definir con las palabras que le dedicó Cervantes en El Quijote: «archivo de cortesía, albergue de los extranjeros… y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única». También es activista del movimiento de solidaridad internacional con Centroamérica, en los años 80 y 90 del siglo pasado.
La foto
José Miguel Benítez
Fui a visitar a mi abuela. Hablando con ella, encajado en la estantería de una cómoda vi un viejo álbum de fotos, de mi fallecido abuelo, que me atrajo con una gran fuerza. Cuando tengo una intuición no puedo reprimirme y la sigo hasta el final. Le pedí que me lo dejara ver. No sabía ni qué buscaba ni qué iba a encontrar, hasta que vi aquella foto de 1920, que mostraba a un hombre apoyado en un árbol de las Ramblas, frente al Teatro Liceo. Le pregunté a mi abuela y dijo que no sabía quién era, posiblemente un amigo del abuelo, pero que era la primera vez que se fijaba en ella.
¿No es extraño? Le dije a mi abuela. Era descabellado, pero todo me llevaba a pensar que la foto me quería desvelar algo. Me obsesioné. Ya no pude pensar en otra cosa. Dejé de dormir, de comer y caí en la más absoluta incuria. No pude más, y contra toda lógica cogí el primer tren y me fui a Barcelona. Bajé nervioso por las Ramblas. De repente, una idea me paralizó: ¿Y si ya no existe el árbol? Me costó seguir, pero al llegar al Liceo, gimoteé de emoción: ¡Allí estaba todavía el árbol, con el mismo hueco en el tronco que se veía detrás del hombre de la foto! Esperé un rato, pero no vi ni sentí nada. Entonces, apartando de un manotazo la cordura, que me impelía a dejarlo y volver a casa, decidí colocarme en la misma posición que aquel desconocido, anhelando una misteriosa revelación. Pasaron los minutos y no sucedió nada. Sin darme cuenta, decepcionado, comencé a gesticular hablando conmigo mismo. En ese momento pasaron unos turistas y echaron unas monedas a mis pies. Abandoné el lugar, avergonzado.
¿Por qué me miran?
La gente me mira. No, no estoy paranoico. Es una realidad que me cuesta asumir sin volverme loco. Se me quedan mirando, unos de reojo, como si no se fiaran de mi, otros me observan fijamente de arriba a abajo. Yo les digo ¿qué?, ¿qué pasa?, ¿estoy guapo?, ¿os gusta cómo visto?, ¿tengo momos en la cara? No, no, monos no, momos, de Momo, el dios griego de la burla y el sarcasmo. Pero ¿qué sabrá la gente? ¡Ignorantes! Pero no me hacen caso. ¡Tiene narices la cosa!, ¡no me hacen ningún caso! Yo me los quedo mirando también, como si fueran animales de zoo, pero no se dan por aludidos. ¿Qué pasa señora?, ¿de qué se ríe?, ¿qué es lo que le hace gracia, mi camisa de mil ojos?
¡Váyase a paseo!, le digo. Pero como quien oye llover, ¡no hay tutía! como decían antiguamente cuando no había remedio, porque no había el ungüento de ese nombre: tutía. A veces me vengo arriba con mi erudición, pero a esta gente les trae al pairo lo que yo pienso y sé, sólo me miran. A veces es una persona sola, otras son cientos. A veces quisiera romper el cristal que nos separa y abalanzarme sobre ellos, pero por algún motivo no puedo despegar mis pies del suelo del escaparate.
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