Memoria

Herido, pero jamás vencido: un joven y sonriente guerrillero sostiene con orgullo su arma y alza su lastimado brazo. | Foto: Cortesía Fundación Primero de Abril
Consuelo «Yamileth», la sanitaria guerrillera
Luchando por salvar vidas en medio de una orgía de muerte
«Quinta parte»
«Si quieres la paz, prepárate para la guerra»
(Publio Flavio Vegecio Renatus, erudito romano)
Texto: Raquel Kanorroel*
Febrero 21, 2025
En febrero de 1986, la joven brigadista-sanitaria Consuelo Escamilla Acosta, «Yamileth», estuvo ella sola atendiendo a varios heridos por aproximadamente una semana, en el contexto de la huida de los insurgentes del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) del Cerro Guazapa, a raíz de la Operación de exterminio denominada Fénix, que desplegó el Ejército salvadoreño.
La hermana de Yamileth, «Jacqueline», el médico mexicano «Raúl» y la misma Yamileth, —todos sanitarios de la Resistencia Nacional, RN, una de las cinco organizaciones del FMLN— tenían bajo su cuidado, entre otros heridos, al compa «Chiqui» o «Beto», uno de los más graves, quien tenía el pie destrozado, presentaba problemas de cicatrización y, además, era alérgico a la anestesia. Para colmo, los sanitarios carecían de antibióticos en ese momento.
Mientras «Raúl» y «Jacqueline» fueron a otra zona a atender al compa «Roberto» —de 18 años de edad, hijo de «Ángela» y «Rosendo» y quien necesitaba que le amputaran una pierna de emergencia—, Consuelo curó como pudo a «Chiqui», quien tuvo que hacerle huevo para no gritar mientras la joven le extraía la pus apretándole el destrozado pie. Luego, a finales de febrero, reaparecen el galeno y «Jacqueline», cabizbajos, pues «Roberto» murió por complicaciones.
Entonces, «Raúl médico», las dos hermanas brigadistas (Yamileth y Jacqueline) y los compañeros que cargaban a los heridos, levantan el hospitalito que montaron en el cantón San Nicolás y se dirigen hacia el cantón Copapayo, al embalse del Río Lempa, donde navegan en cayucos hasta Chalatenango. «Pero “Beto” echaba un mal olor porque ya llevaba podrido el pie», expresa «Yamileth», quien supone que el compa era diabético, precisamente por el problema de cicatrización del que padecía.
A inicios de marzo, llegan a El Alto y pasan a Guarjila: tenían casi tres noches sin dormir y un montón de días sin comer. Pero «Raúl» decidió que allí amputarían a «Chiqui» o, de lo contrario, moriría. El paciente estuvo de acuerdo porque ya no aguantaba más el dolor. El galeno le indica entonces a Consuelo que le extraiga 500 ml de sangre para donársela a «Beto». Ella obedece —aunque algo renuente al ver el estado del doctor— y le hace la transfusión al compa.
Y fue así como este mismo médico donante —a pesar de los días sin comer y las noches sin dormir—realiza también la cirugía: «“Raúl médico” era bien estricto, pero allí sí nos tuvo una gran paciencia, porque él sabía el cansancio que andábamos. Recuerdo que nos quedábamos dormidas con las pinzas en las manos, pero él nos decía: “¡Bichitas, despierten! ¡Háganle frente, háganle huevo!”», relata «Yamileth». Durante la amputación, «Chiqui» estaba casi muriéndose porque se le tuvo que poner anestesia: apenas podía respirar, así que hubo que despertarlo.
«Raúl», «Yamileth», «Jacqueline» y el resto de compañeros montaron de nuevo el hospitalito militar en
una casita abandonada.
Luego de descansar un poco, caminaron casi 12 horas hasta el Cantón Patanera y luego otra hora hasta la localidad de San Juan, donde se ubicaba uno de los hospitalitos militares o «Cuartos Puestos» de las Fuerzas Populares de Liberación, FPL: allí ingresan a «Beto» para que se recupere.
Miseria, madre de moscas y gusanos
Y otra vez se va «Raúl médico» con «Jacqueline», apremiados por la demanda de atención médica en aquel conflictivo entorno, y otra vez se encachimba Consuelo, pues vuelven a dejarla sola atendiendo a los heridos. Para colmo, «el compa “Heriberto” —de 16 años y quien quedó epiléptico a raíz de un balazo en la cabeza—, como no se había tomado la pastilla Epamin, comenzó a convulsionar. Afortunadamente, yo ya sabía cómo tratarlo», acota «Yamileth».
Vuelven el galeno y la hermana de Yamileth y el grupo completo se traslada a Arcatao y, ocho días después, al Cantón Las Vueltas, siempre en aquel gran escenario bélico que fue Chalatenango. «Chiqui» permaneció en San Juan y el resto continuó su trayecto hasta el municipio de Nombre de Jesús, «lejísimo de Patanera. Caminamos todo el día aguantando sol, sed y hambre y los heridos ya no aguantaban; aunque eso tenía Chalate: que andábamos en medio de la población y no pasaba nada», manifiesta Consuelo.
Pero, al llegar a Nombre de Jesús les tenían lo que más ansiaban: comida, «arroz frito con frijoles y huevitos duros… ¡Tan ricos! Porque allí ya se podía ir a comprar a los pueblos». Muy cerca de allí, «Raúl», «Yamileth», «Jacqueline» y el resto de compañeros montaron de nuevo el hospitalito militar en una casita abandonada, a mediados de marzo de ese 1986. A los pocos días, envían a Consuelo nuevamente a Guarjila, a encontrarse con varias familias sobrevivientes a la Operación Fénix, algunos de cuyos miembros tenían hepatitis. Pero fueron los infantes quienes llamaron especialmente su atención.
Y es que «Yamileth» detectó casi de inmediato que la mayoría venía no solo con una gran desnutrición —al igual que sus progenitores—, sino también con gusanos en sus cuerpos. «Las moscas los habían contaminado con el famoso gusano barrenador, y los niños lloraban cuando los mordían por dentro: los tenían en la cabeza, el estómago y la carita, cerca de los ojitos. Entonces les puse un poco de anestesia local para hacerles pequeñas incisiones, estirarles la piel y sacar esos gusanos, que ya estaban muy grandes, bien gordos y muy feos», recuerda Consuelo.
Un par de días después y tras descansar un poco en Guarjila, parten hacia Patanera, donde descansan otro tanto antes de seguir caminando toda una noche y un día hasta el cantón Vainillas, siempre en Chalatenango. Allí se entregó a las familias que venían con «Yamileth» y a cierta cantidad de la población local a la Cruz Roja, para ser trasladadas al Refugio Calle Real en San Salvador.
Cuando retorna a Nombre de Jesús, la envían de nuevo a Las Vueltas, a verificar cómo estaba la situación y a ingresar al «Cuarto Puesto» al compa «Medardo», de las Fuerzas Especiales Selectas de la RN (FES), a quien una esquirla que le cayera durante un asalto a la posición de El Caballito en Guazapa le sacó un ojo: había que ponerle una bola de mármol en la cuenca vacía.
Aunque oficialmente la guerrilla fue desterrada del cerro a raíz de la Operación Fénix, los insurgentes nunca lo desalojaron del todo.
Y es que, aunque oficialmente la guerrilla fue desterrada del emblemático cerro a raíz de la Operación Fénix a principios de 1986 —concluyendo así la tarea iniciada con la Operación Guazapa 10 en 1983—, en realidad los insurgentes nunca lo desalojaron del todo ni cejaron en sus intentos por recuperarlo; intentos que, hasta ese momento, habían resultado infructuosos.
De modo que la doctora «Victoria», estadounidense, y el doctor «Joaquín», mexicano, le colocaron al compa «Medardo» la bola de mármol. La médica gringa, seria y eficiente, también sonreía ampliamente de vez en cuando, en especial cuando quería ser «generosa», como Consuelo constataría en pocas semanas.
El Ave Fénix asoma por el horizonte…
Regresa entonces «Yamileth» a Nombre de Jesús (Chalatenango) a fines de marzo, sólo a toparse con que «Jacqueline», su hermana, se alistaba para ir a Santa Ana con un grupo de combatientes al mando del comandante «Chano Guevara», el mero mero de la RN en la zona para, desde allí, dirigirse nuevamente hacia el Cerro de Guazapa, por supuesto.
Y es que ahora los insurgentes estaban decididos, sí o sí, a recuperar el legendario cerro: tenían que resurgir allí como el Ave Fénix en detrimento de «la mentada Operación Fénix». Y tenían que recuperarlo porque Guazapa mismo era un «cerro guerrillero», un «afuera», un lugar que acogía a los espíritus rebeldes al statu quo como la tierra fértil a la semilla, dadas las peculiares sinuosidades de su superficie: la presencia de los militares allí era, pues, una especie de sacrilegio.

Primer plano, sentado, comandante Antonio Landaverde, «Chano Guevara», de las Fuerzas Armadas de la Resistencia Nacional; de pie, Ricardo Galileo Argueta, «Joel», de las Fuerzas Armadas de Liberación. | Fotografía: Giuseppe Dezza
La razón de ir primero a Santa Ana era que había operativos militares en todas partes, y tomar esa ruta era la única forma de evadir al enemigo. De modo que «Jacqueline» —brigadista del hospitalito militar de la RN—, «Morena» —sanitaria de las FES de la RN— y «Maricela» —sanitaria del pelotón comandado por «Walter Retana», del Batallón «Carlos Arias»— partieron de Nombre de Jesús hacia la zona bajo control de la guerrilla en Santa Ana entre finales de marzo e inicios de abril, un trayecto que tomaba alrededor de 8 horas.
El jefe de la columna donde iba «Jacqueline» era «Roberto Granuja», amigo muy querido de Consuelo. Como radista del puesto de mando iba «Lourdes» (también del clan de hermanos Escamilla Acosta) y esposa de «Toñón Urbano», jefe de las FES. Tras descansar un poco en Santa Ana, parten hacia el cerro en un recorrido como de 12 horas hasta llegar a la Carretera Troncal del Norte en la madrugada, pues ésta era la hora más propicia para despistar al enemigo. Después de cruzarla estarían ya en Guazapa.
«Roberto Granuja» montó guardia para que el resto de la columna atravesara dicha carretera, apurándolos. «Jacqueline» venía casi en la retaguardia. Ya se había adentrado unos 500 metros en la espesura hacia el cerro cuando se escuchó un gran rafagón y luego varios disparos, haciéndoles a ella y a sus compañeros correr más rápido. Entonces avisan por radio que «Granuja» está gravemente herido: se regresan al momento «Jacqueline» y otros dos compañeros hasta encontrarse con dos combatientes que venían cargando a «Granuja» en una hamaca, goteante y teñida de rojo…
«Traía una pierna destrozada y la arteria principal parecía un caño roto, arrojando la sangre con fuerza, desvaciándose», narra «Yamileth», según el testimonio de su hermana.
«Yamileth» atendió al herido e insistió en que necesitaba una cirugía para amputarlo, coserle la artería y
controlar así la hemorragia.
Guerra, devoradora de tiempos y amores
«Jacqueline» le colocó inmediatamente un torniquete con mucha fuerza para detener la hemorragia, además de aplicarle unos medicamentos contra el dolor y la infección. Luego lo suben a la hamaca de nuevo para continuar huyendo: no podían detenerse a brindarle al herido la atención médica que requería. No obstante, la joven sanitaria igual gritaba que había que colocarle al pobre hombre un suero, dada la deshidratación provocada por la inmensa pérdida de sangre.
Como a los 20 minutos de correr acceden, pero le indican que haga de prisa el procedimiento o todos morirán a manos del enemigo. Ella le colocó enseguida un Kalisal B e insistió en que «Granuja» necesitaba urgentemente una cirugía para amputarlo, coserle la artería y controlar así definitivamente la hemorragia, la cual no paraba. Pero sus compañeros sólo respondieron con un tajante «¡No hay tiempo!», lo echaron a la hamaca de nuevo y siguieron corriendo y corriendo, pues el enemigo les perseguía y perseguía, implacable.
Luego de un buen rato de desenfrenada carrera, llegan al fin donde estaban el Comandante «Chano» y los otros compas apenas descansando, pues calculaban haber dejado atrás al enemigo. Entre ellos se encontraban «Morena» y «Maricela», las otras dos sanitarias, a quienes «Jacqueline» estuvo en vano llamando a gritos momentos atrás para que la auxiliaran, pues iban bastante adelante. «Guevara» les indicó que ahora sí podían practicarle la cirugía a «Roberto Granuja».
Lo bajan entonces de la hamaca sólo para darse cuenta de que el compa, blanco y frío, ya no tenía tiempo: había sucumbido a la también implacable Parca por un shock hipovolémico, abandonando a su pesar a «Lilian», la compa mexicana que, «en la dulce celda oscura de su vientre», cobijaba y nutría al hijo de ambos.
La cipotía buxa caperuxa y la bruja impune
A principios de abril, casi paralelamente a la partida de «Jacqueline» hacia Santa Ana, desde Nombre de Jesús envían de nuevo a Consuelo —junto a dos compañeras de la RN, «Morenita» y «Beatriz»— al «Cuarto Puesto» del Cantón Las Vueltas, esta vez a recibir un Curso Técnico de Anestesiología con la doctora «Paula», alemana. Además de ellas tres, llegaron a recibir dicho curso como diez compañeras más de otras organizaciones guerrilleras (Fuerzas Populares de Liberación, FPL; Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP, y Fuerzas Armadas de Liberación, FAL).
Al ver a «Yamileth», la germana rezongó: no se explicaba por qué enviaban «niñas tan pequeñas a un currso tan serrio». Y es que Consuelo, a raíz de las aflicciones y la desnutrición, era pequeña y flaquita y no aparentaba sus 15 abriles. No obstante, a la hora de las calificaciones, ella y sus dos compañeras fueron las tres mejores, especialmente «Yamileth»: la exigente alemana la felicitó abiertamente, reconociendo que estuvo «bien buza» en las clases.
Fue una capacitación bastante intensa que duró 45 días, es decir, hasta mediados de mayo. Pero el curso no fue lo único intenso en aquel «Cuarto Puesto», pues, apenas comenzándolo, fue que la joven brigadista recibió por radio la noticia de la muerte de su gran amigo «Roberto Granuja»: como los campamentos no quedaban lejos unos de otros y «Lilian» era amiga suya, pidió permiso y caminó un par de horas desde Las Vueltas hasta donde la reciente viuda se encontraba.
La mexicana, relata Consuelo, «era de las personas estratégicas en el área de propaganda en el puesto de mando, muy capaz. Mecanografiaba muy rápido en una maquinita vieja los panfletos con la información para las comunidades». No obstante, aquella mujer intelectual y dueña de sí, al ver aparecer a Consuelo, recuerda, «sólo me abrazó y lloró y lloró, porque él era el amor de su vida», relata «Yamileth».
Pero no sólo eso: ella misma pudo haber muerto o, al menos, enfermado gravemente en ese «Cuarto Puesto», junto con varios compañeros más. A finales de abril, la ahora sonriente doctora «Victoria», la estadounidense, invitó al equipo sanitario en Las Vueltas —incluyendo a la doctora «Paula» y a sus alumnas— a degustar «unos champiñones bien preparaditos por ella misma y, como todos allí prácticamente siempre teníamos hambre, los saboreamos mucho», refiere Consuelo.
Enviaron a «Yamileth» a Patanera, para que atendiera la infección que se le había desarrollado
al compañero «Chiqui».
Muy atenta, «Victoria» se presenta de nuevo a la media hora y les pregunta que cómo estuvieron los hongos, pero también si les dolía el estómago o la cabeza o si sentían náuseas, y le responden que no. Se retira y al rato vuelve para preguntar lo mismo. Al recibir de nuevo la misma respuesta, grita de alegría y dice: «¡Sí, son comestibles los hongos! ¡Hoy sí puedo comer también yo!»
Todo mundo se quedó helado: ¡los había utilizado como conejillos de Indias! «Yamileth» la llamó «malvada», espetándole un sonoro «¡Eso no se hace!». Pero «Victoria» continuó sonriendo igual e hizo honor a su nombre, pues se salió con la suya sin ninguna consecuencia… «Era una doctora muy eficiente en sus cirugías, pero también muy déspota para tratar a las compañeras sanitarias: aunque ellas se quejaran, no la sancionaban, sino que sólo le llamaban la atención. A decir verdad, los colaboradores extranjeros tenían sus privilegios», señala Consuelo.

Combatientes de la Resistencia Nacional, RN, de diversas edades y de ambos sexos, en formación militar en el cantón San Luis Aguacayo, Suchitoto. | Fotografía: Giuseppe Dezza
Honrar la vida y la belleza en medio de la muerte y el espanto
A mediados de mayo, cuando «Jacqueline» se encontraba ya en las entrañas del Cerro Guazapa, «Yamileth» regresó de nuevo junto a sus compañeras al hospitalito de la RN en Nombre de Jesús, donde «Raúl» dirigía ya a varias brigadistas. Allí atendían heridos, enfermos y moribundos, sí; pero también recibían nuevas vidas: un par de días después de volver Consuelo, Odolinda, una joven cocinera de Cabañas, parió a una niña —Ana Luz— en una casita bajo la lluvia.
A Dios gracias, del cielo no sólo caían bombas, sino también agua vivificante. Además, escuchar el llanto de un recién nacido era motivo de doble alegría en aquel tiempo, pues simbolizaba el triunfo del amor y la vida sobre el odio y la muerte.
Luego llegaron tres muchachas desde el refugio en Mesa Grande, Honduras, adonde se refugió la población de Cabañas durante el conflicto armado. Eran, pues, salvadoreñas; sus edades oscilaban entre los 12 y los 14 años. Se quejaban de no aguantar los zapatos, ya que fueron «bendecidas» con 7 u 8 dedos en cada pie. «Yamileth» piensa que la causa de tal deformidad eran los químicos utilizados en las faenas de minería esparcidos en las aguas de la zona.
«Raúl» ofreció amputarles las «bendiciones» sobrantes: ellas, en plena edad de la coquetería, aceptaron encantadas. Prepararon el quirófano y él procedió, galante, a liberarlas de su fealdad. Con la experiencia adquirida en el curso, Consuelo fue la anestesista durante esas pequeñas cirugías plásticas express practicadas a las jovencitas, quienes en realidad volvían al país para incorporarse a la guerrilla y sumergirse en aquel espantoso conflicto con sus ahora embellecidos pies…
Continúa el retorno al «cerro guerrillero»
Luego de amputárseles los dedos a las jóvenes, envían de nuevo a «Yamileth» al cantón Patanera, a cuidar al compa «Chiqui»: «Al pobre se le había mojado toda la férula al pasar el Río Hualzinga, así que había que cambiarle de nuevo las vendas: un solo desastre la herida», refiere ella, quien caminó toda la noche y medio día más para llegar donde el complicado paciente.
Pero, ¿qué hacía aquel amputado del pie cruzando un río? Mientras Consuelo estuvo en la capacitación, trasladaron a «Chiqui» al hospitalito en Nombre de Jesús; pero, como «Raúl» fue designado junto a otra compañera sanitaria para regresar nuevamente al frente de Guazapa, enviaron otra vez a «Chiqui» a Patanera. Fue durante este regreso que se mojó el vendaje. Así que la brigadista durmió profundamente esa noche, luego de encomendar a Dios al médico y al resto de compas en su retorno a las entrañas del Guazapa.
Ya al otro lado del río Quelepa, Consuelo ve horrorizada cómo «Raúl», el médico, se desvanece y cae de platanazo…
Al día siguiente, «Yamileth» se levanta, relajada, a realizar sus labores de sanitaria… cuando la mandan a llamar con urgencia: ella era la elegida para volver al cerro con «Raúl médico». De modo que solamente durmió en Patanera una noche y regresó, empurrada, donde el galeno mexicano a Nombre de Jesús.
Salen desde Nombre de Jesús hacia al «mentado cerro» a finales de mayo, junto a cinco compañeros más. Caminarían alrededor de 27 horas en total —aunque con un receso intermedio de varios días— hasta llegar al frente de Guazapa, «a un lugar donde estaba acampamentado el puesto de mando de la RN, al que llamábamos El Copinolito, una altura bien estratégica, ubicada cerca de la posición de El Roblar, la que se habían tomado las fuerzas militares en 1983».
Junto con El Caballito, ésa era la posición más alta del Cerro Guazapa. En dicha zona estaban la mayoría de fuerzas guerrilleras de la RN, comandadas por «Chano Guevara», con el ya mencionado objetivo de retomar nuevamente ese bastión, mientras que la misión de Consuelo y «Raúl médico» era montar allí un hospitalito militar.
Un suero de sal, azúcar, limón, agua y mucha fe
Durante el primer tramo del trayecto, «Yamileth» sentía que «no podía más, pues mi mochila con el botiquín pesaba como 30 libras: llevábamos bastantes medicamentos y sueros endovenosos. Casi no podía respirar. Gracias a Dios, el compañero “Osvaldo” —a quien de cariño le decíamos “Vato”—, se apiadó de mí al verme pálida y cansada (…)». Él le llevó la mochila tras detenerse ambos un rato, sorprendido de que ella caminara tanto tiempo con esa carga tan pesada siendo tan flaquita.
Alcanzaron a los otros tres compas que habían tomado la delantera y luego todos descansaron cerca de 20 minutos para después continuar caminando, hasta llegar al embalse del Río Lempa como a las 3:00 a.m., tras un recorrido de 12 horas. Allí los esperaban dos compañeros para ayudarlos a cruzar el río en un cayuco. Llegaron al frente de guerra de Radiola (Copapayo, Cinquera, Quezalapa) y caminaron rápido cerca de 2 horas, hasta llegar al Río Quezalapa, el cual cruzaron a pie, mojándose bastante porque estaba un tanto hondo, dada la época lluviosa recién comenzada.
Pero, ya al otro lado, Consuelo ve horrorizada cómo «Raúl» se desvanece y cae de platanazo... Ella entra en pánico: «Si este doctor se muere, ¡qué voy a hacer yo sola! (…) ¡Diosito Santo, ayúdame (…)! ¡Lo necesitamos mucho para que siga salvando la vida de mis compas!».
Entre la aflicción por la tremenda carga que le tocaría llevar si él sucumbía y la que como amiga suya sentía, «Yamileth» se activó: fue al río y llenó de agua la caramañola, le añadió limón, sal y azúcar y se la dio a tomar, rogándole «¡No se nos vaya a morir, lo necesitamos!». Él le tomó entonces débilmente la mano y susurró que estaría bien. Luego ella lo bañó en el mismo río, para que terminara de reaccionar: al fin empezó «Raúl» a volver en sí completamente, tras sufrir un episodio de deshidratación justo después de atravesar un gran caudal de agua.
Y justo contra eso lo había tratado Consuelo, inmediata e intuitivamente. También le colocó un suero en las venas, pues la deshidratación era severa. Una vez repuesto, los compañeros ofrecieron cargarlo cuesta arriba. Pero el galeno —bastante cholotón— les ahorró el sacrificio a sus flacos acompañantes, diciéndoles que sólo necesitaba descansar un poco.

Escombros que fueron testigos del conflicto armado de los 80 en el municipio de Cinquera, entre Chalatenango y Cabañas. | Fotografía: Giuseppe Dezza
De nuevo «en casa» (y con un nuevo hospitalito)
Descansaron una hora, transcurrida la cual «Raúl» dijo que le haría frente a su estado. Siguieron caminando, despacio, otra hora más, hasta llegar al campamento del pelotón de «Rigo» (siempre en Radiola), donde «nos esperaban con comidita: sopita de frijolitos con arroz. Descansamos ocho días y luego caminamos toda la noche, como 12 horas, para llegar amaneciendo a El Copinolito, donde muy contento nos recibe el Comandante “Chano Guevara”, como a las 6:00 a.m.», acota «Yamileth».
«Guevara» les indica que el lugar más estratégico y seguro para montar el hospitalito era cerca de la quebrada del lugar, pues brindaba mayor protección a los heridos frente a los bombardeos y mortereos que hacía la Fuerza Armada constantemente, «ya que esta quebradita quedaba en un lugar bien hondo: eran como 20 minutos los que teníamos que caminar hacia bajo para llegar a ella. Para subir era aún más complicado, con los heridos en hamaca, pues era una cuesta muy empinada y peligrosa para caerse», señala Consuelo.
Fueron entonces los recién llegados a «la dichosa quebrada: allí estaba ya mi hermana “Jacqueline”, junto a otras dos compañeras sanitarias —“Rosa” y “Aidé”—, con los heridos. Preguntamos cómo estaban y descansamos un rato. Luego empezamos a hacer unas champitas de carpetas —ubicándolas a prudente distancia de la quebrada, por las crecidas que pudiesen haber— y unos tapescos de varas de bambú para los heridos», relata «Yamileth», quien, junto a las otras tres brigadistas y «Raúl», el médico al mando, conformaron el equipo estratégico de salud militar.
Junto a ellos estaban varios compañeros: dos cocineras —«Chabelita» y «Silvia»—, 2 cocineros —«Felipe» y «Javier», a quien de cariño le decían «Pijuyito»—; el radista «Elmer» —quien también estaba herido, lo curaban todos los días junto a los demás—, «Mario», «Beneditto» y «Osvaldo».
Un «amor pijiado» por el hambre…
Se establecieron allí cerca de 4 meses muy difíciles, pues el enemigo les acechaba sin tregua y escaseaba el alimento: los heridos apenas tomaban un vaso diario de leche con harina de maíz o maicillo. En julio y agosto el equipo buscaba anonas para alimentarlos; mezclaban la pulpa (sin semillas) con leche y azúcar: «Nosotros comíamos también y sabían deliciosas», apunta Consuelo. Además, aprendieron a batir —en un tazón de caramañola con una cuchara— azúcar con Café Listo y un poquito de agua: «Era una mezcla sabrosa, los compas la llamaban el amor pijiado».
Pero, fuera de esos «manjares», apenas se conseguían hojas comestibles para prepararles sopas siquiera con sal a los heridos, «pues ya ni animalitos silvestres se veían para cazarlos y comerlos; las hojas verdes comestibles se habían terminado y no podíamos salir a comprar alimentos», rememora «Yamileth», pues el espacio donde se mantuvieron quedaba cerca nada más que a cafetales.
La razón de la escasez de alimentos eran los operativos de «tierra arrasada» por parte del Ejército en Guazapa,
en los que quemaban todo.
Y es que, a pesar de ser temporada lluviosa, al estar el grupo reducido a un espacio sumamente pequeño en virtud de la continua acechanza del enemigo, la vegetación comestible disponible era escasa —hojas de tampupo (o papelillo), algunos chufles, verdolagas montecinas y lorocos—, la cual fue escaseando más a medida avanzaba el tiempo: con gran riesgo salían a veces los compas a buscar mangos o aguacates lejos de la zona.
Sin embargo, la razón principal de aquella escasez era la aplicación constante de la táctica de «tierra arrasada» por parte del Ejército en Guazapa, consistente en hacer quemas continuas de diferentes áreas, precisamente con el fin de matar de hambre a los insurgentes que pudieran volver al cerro.
Hasta que, cierto día, se cruzó por el lugar «un pobre gatito abandonado por su dueño durante el terrible Operativo Fénix: estaba todo flaquito y hasta un ojito le faltaba. Me dio tanta tristeza…», recuerda vívidamente Consuelo. Pero a un compañero lo único que le dieron fueron ganas de «recoger una piedra y tirársela en la cabeza para luego agarrarlo y matarlo y pelarlo para asarlo y comerlo, pues el hambre era bastante cruel», señala ella.
De modo que, a inicios de septiembre, no se podía continuar allí, porque ya el hambre los devoraba más que el amor a la causa revolucionaria. Ante esto, «el Comandante “Chano” decidió trasladarnos a la zona de Radiola. Acomodamos a los heridos y coordinamos para movernos todos juntos: caminamos cinco horas y llegamos a la carretera que va de Suchitoto a San Martín; luego caminamos cuatro horas y, amaneciendo, llegamos al Río Cutumayo, cerca de Cinquera», narra «Yamileth».
Allí se alojaron y… «¡Bendito Dios, el río estaba lleno de jutes! Recogimos muchos y preparamos una rica sopita a los heridos y para todos, aunque fuera sólo con agua y sal. La sentimos muy riquísima: en verdad, sí era sopa levanta muertos», comenta Consuelo. Con los días se organizaron y coordinaron para ir a Tenancingo a comprar maíz, frijoles, sopas Maggi, galletas, leche y azúcar.
Pero aquella alegría no duraría mucho, ya que no sólo el hambre muerde las entrañas…
Continuará
* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).
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