Memoria

Sanitaria esteriliza materiales para curaciones para, poder reutilizarlos. | Foto: Fundación Primero de Abril
Consuelo «Yamileth», la sanitaria guerrillera
1986: un terremoto, enfermedades y hambre asolan a los combatientes
Texto: Raquel Kanorroel*
Abril 18, 2025
«La guerra no es una aventura. Es una enfermedad.»
Antoine de Saint-Exupéry, aviador y escritor francés
A mediados de la década de los 80, como se señaló en la entrega anterior de esta serie (puede verla en https://n9.cl/c4nqw), aunque el Ejército había intentado tomar el cerro de Guazapa en varias oportunidades, los insurgentes nunca lo desalojaron del todo. Permanecieron en los alrededores, batallando con columnas enemigas con las que se encontraban con frecuencia, pese a que intentaban evitarlas.
En mayo de 1986, iniciando la temporada lluviosa, «Raúl médico», Consuelo Escamilla Acosta («Yamileth») y cinco compañeros más partieron hacia El Copinolito, posición estratégica de la Resistencia Nacional, RN, en el Cerro Guazapa, desde donde se observaban los movimientos del Ejército en las máximas elevaciones de dicho cerro —El Caballito y El Roblar—, de las cuales los militares lograron sacar a los insurgentes mediante la Operación Guazapa 10 en 1983, potenciando su presencia allí con la ya mencionada Operación Fénix, en enero de 1986.
No obstante, la guerrilla persistió en sus esfuerzos por expulsar al Ejército de su «cerro guerrillero» y reestablecerse allí. Así, el comandante «Chano Guevara», líder máximo de la RN, comenzó a convocar a su gente en marzo de 1986 para retomarlo «a como diera lugar»: «Jacqueline», hermana de «Yamileth» y también sanitaria, partió hacia allá junto a otros combatientes comandados por el mismo «Chano». Al llegar después «Raúl» y Consuelo a El Copinolito se completó el equipo sanitario.
Pasaron 4 meses muy duros en un espacio pequeño, asediados por el enemigo y el hambre, hasta que «Guevara» ordena, en septiembre, el traslado hacia los alrededores de un río al que llamaban Cutumayo, en las afueras del Guazapa, donde encontraron abundantes alimentos. Ese mismo mes, los mandos superiores acuerdan unir el hospitalito militar de la Resistencia Nacional (RN) con el Cuarto Puesto de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), en Radiola, pues éste tenía el equipo quirúrgico necesario «y nosotros al médico excelente para las cirugías», afirma «Yamileth», refiriéndose a «Raúl».
El galeno se instala en dicho Cuarto Puesto para atender a quienes ameritaban operarse, mientras que las cuatro brigadistas se quedaron cerca del río. Una medianoche, a fines de septiembre, le llevan a Consuelo a «Marvin», un joven de 16 años cariñosamente llamado «Frijolito», por pequeño y flaquito. Era hermano del comandante «Chano Guevara», disciplinado y aguerrido; pero ahora «Marvin» gritaba de dolor, estaba muy deshidratado, ardía en fiebre y no paraba de vomitar.
«Defecaba pura agüita, muy fétido lo que vomitaba y defecaba», refiere «Yamileth», quien de inmediato le canalizó una vena, le puso suero Kalisal B para hidratarlo; le inyectó Dramavol para el vómito y Lisalgil para el dolor, pues a estas alturas ella ya tenía acceso a medicamentos farmacéuticos y no solamente naturales, a diferencia de cuando fuera responsable de masas con sólo 12 añitos de edad en la Comunidad El Chaparral, en 1983.
Pero «Frijolito» no paró de gritar: sentía que el estómago y los intestinos se le quemaban y ningún alivio con el medicamento. Así que Consuelo lo cuidó hasta las 5:00 a.m., cuando les pide a sus compas que lo lleven donde «Raúl», pues seguro habría que operarlo: «Marvin» tenía fiebre tifoidea avanzada, ya que, a pesar de padecer más de 42 grados de temperatura, tenía el pulso normal, claro síntoma de la fiebre entérica, otro nombre para el mismo mal de origen bacteriano.
«Casi el 40% de los compas enfermaron [de tifoidea]»,
señala Consuelo, quien milagrosamente nunca
se contagió de ese mal.
No sólo el hambre muerde las entrañas…
Los compas cargan a «Frijolito» en hamaca hasta el «Cuarto Puesto», donde de inmediato los reciben a las 6:00 a.m. «Yamileth» le expone al doctor la sintomatología y «Raúl» se preocupa, pues —al igual que ella— sabía lo que la bacteria Salmonella typhi hace de no atenderse a tiempo. Así que le practicó de inmediato una laparotomía exploratoria para verificar qué tenía: en efecto, sus intestinos mostraban 5 perforaciones. Porque eso es lo que la maldita bacteria hace cuando no se detiene a tiempo: devorar las entrañas, echando un ácido que abre hoyos como balazos.
Cortaron entonces el trozo de intestino más dañado y suturaron los restantes. Pero, tras la intervención, «Marvin» seguía afiebrado y gritando de dolor. A los tres días lo abren otra vez: hay tres perforaciones más. Vuelven a operarlo, pasan 10 días y él sigue igual. «Raúl», desde el primer momento, solicitó el antibiótico Cloranfenicol, el único capaz de matar esa bacteria y salvarle a él la vida. Pero no tenían, ya que, por el asedio del enemigo, no podían mandarlo a comprar. Luego caen enfermos del mismo mal otros dos compas más…
Afligidos, deciden trasladar a los tres compas al «Cuarto Puesto» de Chalatenango, más completo que el de Radiola, para operarlos. Al llegar, los intervienen de inmediato y más de una vez a cada uno. Pero la maldita bacteria continuó, implacable, carcomiéndoles las entrañas: no resisten las cirugías y fallecen, en la flor de su edad. Cinco compas en total sucumbieron a la fiebre, hasta que al fin se pudo comprar el mentado antibiótico.
Desde ese momento, nomás les comenzaban los síntomas y verificaban que era tifoidea, les daban el tratamiento y se curaban pronto. «Casi el 40% de los compas enfermaron», señala Consuelo, quien milagrosamente nunca padeció ese mal, aun cuando dormía en una misma champita con los pacientes para darles el antibiótico a la hora y también su sopita.

Caminar largos trechos por horas enteras era parte de la cotidianidad de los combatientes en todo el territorio nacional. | Foto: Archivo de la Resistencia Nacional
Bombazos «aguafiestas» desde el cielo y la tierra
Paralelamente a las labores sanitarias y durante los últimos 4 meses de 1986, estando otra vez en Radiola, «Yamileth» participó en las operaciones de guerra de guerrillas para desmoralizar al Ejército en la zona. Sin embargo, cuando la actividad guerrera bajaba de intensidad, organizaban eventos recreativos para balancear la situación y mantener alta la moral de los combatientes, al igual que al inicio de su trayectoria insurgente.
De modo que, en octubre, los compas organizaron un baile para un día viernes y compraron el jueves en Tenancingo unas gallinas para guisarlas. «Nada especial, sólo queríamos pasar un momento alegre, pues no había operativo enemigo», explica Consuelo. Bastaban una grabadora y algunos casetes (desde cumbias de Aniceto Molina hasta música pop en inglés de Creedence) para «mover los esqueletos», las mentes y los corazones hacia una zona alejada de la muerte y el llanto.
La mañana de ese viernes, poco antes del mediodía, «Yamileth» fue sola a una quebradita cercana a lavar el material con el que curara a los heridos y también a bañarse, cuando —estando arriba de una piedrota grandota vistiéndose y lavándose los dientes— escuchó un sonido estruendoso. Supuso que era un bombazo, pero no. «Fue un sonido como surgido de la tierra, que de un solo me aventó al agua»: Consuelo acababa de tener su primera experiencia con un terremoto.
Desde fines de noviembre hasta diciembre, el técnico «Nicho Guevara» impartió una capacitación para formar radistas.
Salió y se tendió en el suelo, mientras veía aterrada cómo el agua del río se puso lodosa, semejando sangre: patente metáfora de las vidas que cobraba y seguiría cobrando la guerra, a la vez que en la tierra se abrían grietas amenazantes, tanto por lo que podía caer en ellas como por lo que pudiera brotar de las mismas… «Yamileth» se hincó y oró pidiendo la protección de Dios para su familia y sus compas, recordando lo que su mamá contaba sobre el sismo acaecido en mayo de 1965.
En eso llegan dos compas no menos asustados a buscarla antes de que hubiera otro movimiento más brusco, pues en el campamento estaban todos muy preocupados pensando que se la había tragado la tierra. También le informaron a Consuelo que había órdenes de moverse para Cinquera, para entonces ya toda bombardeada y destruida por el «terremoto» del conflicto.
Las oraciones de «Yamileth» fueron efectivas: se salvó de milagro de morir soterrada bajo el edificio donde estaba el negocio. Pero los compas estaban tan consternados por la tragedia, que hasta olvidaron que el mentado terremoto les había aguado el ansiado baile.
En noviembre de ese año (1986) sufrieron otro susto: la compa «Irma», cocinera, de pronto presentó fiebre alta y tos con flemas y sangre, claros síntomas de la temible tuberculosis. Sin embargo, «gracias a Dios no murió nadie, ya que se logró controlar la enfermedad a tiempo con penicilina y aislamiento. Sólo ocho compañeros, incluyéndola a ella, la padecieron», afirma Consuelo, quien tampoco contrajo ese mal a pesar de su cercanía con los pacientes.
Una vez superado el nuevo percance sanitario, prosiguieron con los sustos «cotidianos» del conflicto y también aprendieron nuevas habilidades combativas: desde fines de noviembre hasta diciembre y cerca de Tenancingo, el técnico «Nicho Guevara» —otro hermano de «Chano»— impartió una capacitación para formar radistas de combate, la cual recibieron el compa «Nelson» y «Yamileth», de la RN, y un compa de las FPL, «Facundo», finalizando el propio 31 de diciembre por la tarde.

El terremoto de 1986 se sintió en todo el país, a lo largo de una falla de 30 kilómetros desde el volcán de San Salvador hasta Los Planes de Renderos. | Foto: cortesía de MUPI
En la noche, cuando cantaban las ranitas, los compas les aventaban pedradas para comerlas asadas o sancochadas.
Los nuevos radistas estaban, pues, doblemente contentos: por su graduación y la celebración de Año Nuevo esa misma noche. Pero, igual que para la fiesta de quinceañera de «Yamileth» en 1985, la Fuerza Aérea también «se contagió de su alegría» y llegó a bombardear el lugar con dos aviones A37, un helicóptero y la avioneta Cuchampul (pronunciación coloquial para OB2 Push and Pull). En su ímpetu, la Fuerza Aérea «quizá no se percató» de que casi rompía la tregua pactada con la guerrilla en ocasión de las fiestas decembrinas…
En algunas ocasiones, las dichosas treguas eran apenas de 12 horas, de 6:00 p.m. a 6:00 a.m. Y, como todavía faltaba una hora para iniciar la de ese 31, pues el Ejército aprovechó: por poco los matan y a duras penas salieron hasta llegar al Río Quezalapa, donde las cocineras preparaban pollito para la cena. Aunque, por las ondas expansivas de una bomba que cayó cerca, una perolada se dio vuelta. Este otro incidente aguafiestas no precisamente llenó a los insurgentes de espíritu navideño, ya que una cosa eran los desmanes de la Naturaleza y otra los desmanes del enemigo.
De nuevo en las entrañas del hambre… y del enemigo
Cada vez más resuelto a recuperar el Cerro Guazapa, el 3 de enero de 1987 «Chano Guevara» envió allá un equipo de 13 compas para hacerles constantemente la guerra de guerrillas a los militares que invadían su baluarte, a fin de desarticularlos y sacarlos de allí: los insurgentes les aguarían también la fiesta a ellos, pues andaban insoportablemente envalentonados por haberles arrebatado el control del cerro. «Teodoro Gómez», jefe de la guerrilla regional, estaría al mando de tal equipo.
Y, dado el cariño y la admiración que le tomó a Consuelo desde que ella fue alumna suya hacía pocos años, «Gómez» pide que se la envíen como brigadista y radista. «Yamileth» se sintió muy honrada —y a la vez muy empurrada— de que la enviaran de nuevo a exponer el pellejo, pasar aflicción y pasar hambre en aras de la causa revolucionaria junto a sus queridos compas: «Vero» y las cocineras «Meche» (esposa de «Teodoro») y «Gloria»; «Maclovio», «Francis», «Luis», «Tomás», «Guayito», «Ernesto», «Israel» y «Pedro», cuando bien podría seguir «tranquila» cuidando enfermos.
Las cocineras iban «por si había algo que cocinar, pues (…) el cerro estaba tan quemado, que no había nada, pero nada que comer allí», acota Consuelo, ya que los militares aplicaron generosamente la estrategia «tierra arrasada» en Guazapa: «Los compas ponían trampas para zorrillos y, a veces, caía alguno —o un tacuazín— y lo comíamos. Cusucos ni se miraban: habían muerto quemados en las cuevas. Los zorrillos, más listos, se van para el río; los cusucos, más lentos, se encuevan y mueren atrapados por el fuego», explica «Yamileth».
Aun así, prosiguieron adentrándose en el cerro a pesar del obeso espectro del hambre que los perseguía cada vez más rápido. En la noche, cuando cantaban dulcemente las ranitas, los compas les aventaban pedradas para comerlas asadas o sancochadas. También ingerían hojas de chichicaste (un tipo de ortiga), que queman al contacto; pero «era la única hoja verde en aquel lugar. Con una piedra la deshacíamos, la sancochábamos y nos tomábamos esa agüita. Además, según decía un compañero, esa hoja se comprobó que era medicinal», afirma Consuelo.
La cosa era que el estómago tuviera algo. Pasarían tres meses en total con esa dieta espartana mientras hacían la guerra de guerrillas: «Cuando nos miraban que éramos puros huesitos, ¡ya ni nos disparaban los soldados, sino que nos querían capturar! Porque ellos ya se habían echado el manto de que, cuando uno corría, se desmayaba. Pero, gracias a Dios y a las minas que poníamos, pues allí caían y ya se retiraban», prosigue «Yamileth». Hasta que, cierto día, un compa comentó que «aquí llevamos tanta hambre, que creo que nos vamos a comenzar a comer unos con otros».
Ante la falta de alimentos y la persecución del Ejército, Gómez les dijo: «no quiero que se me mueran de hambre: quien quiera irse se puede ir».

La Fuerza Aérea de El Salvador bombardeaba de forma indiscriminada zonas habitadas por campesinos y zonas despobladas donde suponían que se encontraban los guerrilleros. | Foto: Archivo de la Resistencia Nacional
Inmediatamente, «Vero» rompe en llanto. Le pregunta Consuelo que por qué, y aquélla le responde alteradísima: «¡Como no sos vos a la que se van a hartar!… ¡Vos, como sólo sos huesos, qué te van a andar comiendo, pero a mí sí me van a hartar!». Y tenía razones para temer, pues era la única cholotona allí. «Yamileth», divertida, la consoló haciéndole ver que aquello era una broma. Al anochecer, cuando el cansancio era ya más fuerte que el hambre, dijo «Teodoro»: «Vamos a ir a esa finquita, con mucha disciplina y bien silencitos, porque no sabemos dónde está el enemigo».
Y es que, a pesar de la «tierra arrasada», los soldados dejaron a salvo unos escasos puntos de verdor en las faldas del cerro, probablemente propiedad de terratenientes afines al sistema. «Gómez» y su grupo llevaban consigo unas carpetas para dormir y también lámparas, aunque éstas no podían usarlas para no atraer la atención de los soldados. Y, aunque hubiesen querido, no hubiesen podido, porque ya no andaban baterías. Pero, esa noche, la oscuridad sería su salvación…
«Cuando ya estábamos acostados, tipo 9:00, le digo a “Teodoro”: “¡Qué huele a Fresqui Top!”, a lo que él me responde: “¿De dónde Fresqui Top, mi niña?”». Consuelo le replica entonces que ése era el problema, que «de dónde Fresqui Top», que si olía así era que andaba el enemigo cerca… «Gómez» aspira varias veces y dice: «¡Y también a cigarro!». Entonces van viendo un montón de puntitos encendidos: estaban muy cerca de un grupo de soldados que casualmente habían ido al mismo lugar a descansar, todos fumando. Ahora sí sabían dónde estaba el enemigo.
«¿Cuántos habían? ¡A saber! Al momento dejamos allí las carpetitas, agarramos los zapatitos en una mano y el fusil en la otra, y hemos salido lo más despacito… ¡Ya sentía que nos iban a capturar (…)! Estaba tan oscura la noche, que ni las manos se miraban. Pero eso nos salvó también», cuenta «Yamileth». «Teodoro» les indicó, casi sólo moviendo los labios, cómo salir: mientras uno pisaba las hojas suavecito, el otro debía poner el pie también suavecito en el mismo lugar, y así sucesivamente. Y así se fueron, pasito a pasito y siempre silencitos, hasta llegar a un gran barranco…
Una orden de «huevos»
«…un barranco que era un laderón terrible, para bajar a la famosa quebrada “de la hondurita” o “de la hondura”, que está iniciando la subida de una cuesta grande hasta llegar al campamento de El Copinolito. Y allí nos hemos desguindado y deslizado. Después nos hacíamos burla, pues decíamos que todo el mundo acabó pelado de las nalgas, porque nos tocó bajar como que íbamos en tobogán, en el gran pedrero, zacatero y en la gran oscurana, que no sabíamos ni con qué animal nos podíamos topar (…). Pero nos salvamos de ésa», relata Consuelo.
«Gómez» agradeció el olfato de la brigadista y el suyo propio, comentó que llevaban dos meses casi sin comer —estaban a finales de marzo— y que, de seguir así, morirían de anemia. Entonces ordenó a Consuelo que se comunicara por radio con el comandante en Chalate y le dijera que les mandara alimentos por el Lempa. Que cómo le harían para irlos a traer, no sabía, pero que irían a traerlos. «Yamileth» subió a un gran árbol para que la señal pegara y envió el mensaje en clave: «Hasta la cabeza me dolió, porque mandé uno largo para explicar bien cómo estaba la situación», acota ella.
Al rato le enviaron la respuesta, una que le hizo doler más la cabeza: «Háganle huevos». «Teodoro», aunque muy debilitado, sacó fuerzas para enfurecerse: «¡Este comandante tal por cual! ¡Quizá cree que somos robots!». El comandante «tal por cual» era «Raúl Hércules». Luego «Gómez» los reunió a todos y les dio permiso de desertar: «De puro milagro de Dios no nos ha matado el enemigo y le hemos hecho frente. Pero no quiero que se me mueran de hambre: quien quiera irse se puede ir», ante lo que «Vero» dijo de inmediato: «¡Chis! ¡Yo me voy!», evitando así ser convertida en asado.
En la zona baja del cerro, los rodean unos soldados:
«¡Alto ahí!», dijeron. Entonces, «Gómez» comienza una tensa plática con el oficial al mando.
También las dos cocineras, quienes al fin y al cabo no tenían nada que cocinar y que invitaron a Consuelo a irse, pero ésta se negó. «¿No se va a ir, mi niña?», preguntó «Teodoro», sorprendido. «El problema es que aquí, si caye un herido, ¿quién lo va a curar?», cuestionó ella. Pero él replicó: «¿Y si usted se muere? ¿De qué va a servir?». Entonces «Yamileth» respondió: «Pues sí; pero, si ustedes van a aguantar, también yo tengo que aguantar». Salieron entonces monteando hasta Montepeque y de allí mandaron a llamar a las familias de las compañeras, para que fueran a traerlas.
«Cuando estén bien recuperadas, la que quiera que se regrese y la que no, que se quede», les dijo «Gómez». El equipo quedó entonces con sólo 10 pelones. Ante la insistencia de «Teodoro» de que se pusiera a salvo, Consuelo le dijo que esperaría otro mes: «Si entonces ya no aguanto, me voy».

Después de los operativos de Tierra Arrasada solo se encontraban escombros, cultivos quemados y animales asesinados. | Foto: Archivo de la Resistencia Nacional
«Pelones y torcidos»
En Montepeque, «Gómez» decidió que fueran todos a comprar provisiones. «Allá había zonas de expansión, poblaciones que colaboraban con nosotros», explica «Yamileth». Debían hacerlo rápidamente, pues la orden era que se mantuvieran siempre «en el mero lugar»: Guazapa, a donde regresaron muy contentos y cargados con arroz, sopas Maggi, sardinas, leche y azúcar. Hasta que, cerca de una loma, «Teodoro» ordenó que se detuvieran a preparar un «lechoncito», a base de leche en polvo diluida en agua, azúcar y galletas saladas.
Mandó a «Pedro» a vigilar por donde podría asomarse el enemigo mientras el resto preparaba el alimento y comía, pues por la loma cercana pasaban las columnas de soldados que iban a relevar a otros en El Roblar. Después comería «Pedro» y se irían. Acuciado por el hambre y debilitado, «Gómez» quiso creer que aquella cercanía no era necesariamente un peligro y que el pobre compa, también todo entelerido y con las tripas chillándole, se mantendría atento como un halcón.
Pero, lógicamente, «Pedro» se distrajo, los militares los vieron y los agarraron a balazos: allí quedaron las mochilas con la comida, sólo lograron agarrar el fusil. Rodaron hasta la quebrada «de la hondura» para subir nuevamente a El Copinolito. «¡Sí que estamos torcidos!», comentó «Teodoro» mirando al «guardián», quien —bien ahuevado— salió afortunadamente sólo con un rozón de bala. Allá aguantan hambre dos semanas más, luego van a El Salitre a traer provisiones: no las consiguen porque había un fuerte operativo enemigo en la zona. Corría ya el mes de abril de 1987.
Regresan a Guazapa, al Cantón Palo Grande, y llegan de noche a dormir junto a El Riyón —río de normal caudal y anchura que pasa arriba de dicho cantón—, pues al día siguiente saldrían tempranito a buscar alimentos. Y tempranito también los rodean unos soldados que merodeaban por la zona baja del cerro: «¡Alto ahí!». «Gómez» comienza una breve y tensa plática con el oficial al mando, en la cual las palabras «rendir» y «hambre» predominan, hasta que «Teodoro» pronuncia un claro «¡Me rindo!» y comienza a levantar los brazos.
Pero, de pronto, el fusil que «Gómez» cargaba a la espalda lo sostenía él de nuevo en las manos y de un solo rafagón mató a dos soldados que tenía enfrente: no en balde había ido a prepararse a Cuba. Comienza entonces una balacera a lo «sálvese quien pueda». Los compas corren hacia más arriba del cerro, menos «Guayito» y «Ernesto», a quienes vieron caer, baleados. Arriba, Consuelo asoleó las gastadas pilas del radio para recargarlas; pero nada. Hasta que, en su desesperación, inventaron hervirlas con tal de lograr hacer siquiera una comunicación; pero nada.
En Radiola había tres heridos graves, ya sea por
minas o en combate: por eso los habían mandado a llamar, para que los atendieran.
Estuvieron escondidos cuatro días hasta que regresaron por los cadáveres de los compas. Al llegar, vieron los cuerpos todos engusanados… pero vivos: aguantaron porque quedaron cerca del río; con la caramañola estiraban como podían los brazos y agarraban agua, pues las balas les quebraron las extremidades inferiores. Los soldados los dejaron tirados porque también pensaron que estaban muertos. Los recogen en hamacas y se dirigen de nuevo a El Salitre, en la zona sur de Guazapa; pero andan como ocho días dando vueltas, refugiándose a causa del operativo ya mencionado.
Mas, explorando veredas, llegaron al fin donde los compas de las Fuerzas Armadas de Liberación, FAL, quienes les dieron provisiones —incluyendo baterías nuevas— y apoyo para curar y alimentar a los dos heridos. Por su parte, «Teodoro» andaba encachimbado por el abandono en que los tenían los comandantes de la RN y porque encima les exigían demasiado a sólo 10 pelones. Regresan a los tres días a Palo Grande, donde al fin se comunican por radio: les ordenan volver a Radiola, lo cual agradecieron a Dios, pues ya no aguantaban más aquel trajín.
Suenan más fuertes los tambores de guerra
Caminando por la noche, cruzan la Calle Nueva y pasan por Tenango y el Río Quezalapa hasta llegar cerca de Cinquera en Radiola: allí hacen otra vez un solo campamento con todos los compas de la RN, retirándose de nuevo de Guazapa, aunque sólo momentáneamente, pues siempre se hacían combates allá; pero ahora entre todos y replegándose después afuera del cerro.
En Radiola había tres heridos graves —«Patricio», «Miguelito» y «Aníbal»—, ya sea por minas o en combate: por eso los habían mandado a llamar, porque no había quién los atendiera. Con «Guayito» y «Ernesto» eran ya cinco los graves. «Yamileth» montó un hospitalito y sólo se dedicó a curarlos. La sanitaria «Aidé» llegó a apoyarla. Contaban ahora con una estructura grande de compas combatientes, cocineros y radistas; y especialmente con estructuras de abastecimiento de alimentos.
Cierto día, como parte de esas estructuras, Consuelo va en cayuco a comprar provisiones con otros compas a San Luis del Carmen, a orillas del Río Lempa: arroz, azúcar, leche, galletas, sardinas, aceite y hasta macarrones. Regresan contentos, con la navecita llena de comida. Pero, al cruzar de nuevo el río, a medio camino, la frágil embarcación topa con fuerza en una gran rama filosa, rompiéndose y hundiéndose inexorablemente con todas las viandas: cuando no los fregaban soldados, lo hacía la Naturaleza. Comienza entonces el compa «Félix» a llorar porque no podía nadar.
«Armandón» le gritó que le hiciera huevo, que abrazara una lechuga (ninfa acuática) y que entre todos verían cómo hacían. El otro, abrazado a la rama sobresaliente, gritó que allí amanecería, que lo fueran a traer después. El resto agarró cada uno su lechuga y pataleó hasta salir. Al día siguiente fueron a recoger al compa, todo amolado y asoleado. Felices porque el llorón de «Félix» sobrevivió, a los pocos días se organizaron y fueron a Tenancingo a comprar rica comida de nuevo.
Paralelamente, los heridos —de 15 a 16 años de edad máximo— se recuperaron y se hicieron buenos para el combate. «Guayito» incluso entró a las tropas especiales: donde apuntaba, allí pegaba, e iba a venadear a los soldados. Hasta que «Chano Guevara», siempre al mando de la RN en la zona, anuncia que… ¡ahora sí!: entre toditos los combatientes de dicha organización guerrillera se retomarían el Cerro Guazapa, el que sentían suyo casi por derecho divino.
Continuará
* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).
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