Cultura

Fotoilustración: Luis Galdámez
Plastiglomerados
José Miguel Benítez Casteleiro*
Abril 18, 2025
Froi fue toda su vida un mantenido. Su familia era propietaria de una gran constructora con importantes inversiones en múltiples sectores: industria armamentista; derivados del petróleo; turismo.
Estudió hasta su pubertad en colegios de élite. Luego se negó a seguir estudiando, aunque su familia contrató a diferentes tutores que uno tras otro acabaron hartos de él. Nunca le faltó de nada y nada le negaron sus padres de todo lo que pedía: motos, autos, casas en lugares idílicos, vacaciones en los mejores alojamientos en todos los rincones del planeta, yates. A sus 55 años, con el último de sus veleros, de 20 metros de eslora y 6 camarotes, inició una ruta de la que ya no volvería. Organizó con 6 amigos y amigas un itinerario con paradas en los puertos de las ciudades que él consideraba más exóticas o dignas de su caché. Después de haber anclado en Ibiza, Capri, Santorini, Seychelles, Mauricio, Maldivas, Sri Lanka, Phuket y Fiyi, llegaron a Bora Bora. Allí, por una discusión sobre su siguiente etapa, y cargado de alcohol y cocaína, Froi echó a sus amigos del barco. Ya habían tenido más de una discusión, sobre todo con Guillermo, más experto en navegación que Froi, con el que estuvo a punto de llegar a las manos.
Una vez con sus ex-amigos fuera del barco, Froi, incapaz de calmar su ira y golpeado por la resaca y el efecto rebote de la coca, decidió tomar una dosis doble de dicha droga, sin atender a su instinto que le decía que tal vez no era la mejor decisión, dado que la última vez que abusó de dicha droga le produjo una intensa paranoia. Incapaz de pensar, asumió el riesgo y tomó rumbo a Maui, en Hawai, allí buscaría nuevas compañías.
Puso el piloto automático, se colocó unos modernos cascos con el volumen al máximo y comenzó a bailar como un poseso. No sabía cuánto tiempo llevaba en ese estado ni cuánto había recorrido del itinerario, pero en un momento dado se dio cuenta de que algo no iba bien. El velero solo se movía al compás del suave oleaje, ya que se había detenido por completo. Se quitó los cascos y el silencio le sonó más atronador que la música que estaba escuchando: se había parado el motor. Fue al puente de mando y se dio cuenta de que además no funcionaba el sistema de navegación. Nervioso, trató de comunicarse por radio, pero tampoco funcionaba. Corrió, tropezando con todo, a buscar sus móviles, siempre llevaba tres que usaba para distintas situaciones y con algunos contactos diferentes en cada uno de ellos, pero no los encontró. Froi pensó inmediatamente en Guillermo.
—¡Ese hijo de puta, seguro que es el causante de todo esto! Cuando salga de aquí se va a enterar ese cabronazo, ¡lo voy a machacar! —gritó como si alguien pudiera oírlo.
Se le ocurrió desplegar las dos velas de la embarcación y pintar con carmín rojo «¡HELP!».
Miró a su alrededor. No vio ni un minúsculo islote, ni una sola embarcación. Lo único que observó, con cierto desasosiego, fueron grupos de islas de plástico que se acercaban, como dándole la bienvenida, y que acabaron rodeando su nave. Ese era el único contacto que lo unía en ese momento a la civilización, y le dio mala espina. La vez anterior que las mareas pusieron en su camino residuos plásticos flotantes, fue cuando pilotaba su anterior embarcación a mil kilómetros de las costas de Chile, y en aquella ocasión terminó encallando y con su nave inutilizada por completo. No era un buen presagio.
Intentó calmarse, aunque seguía maldiciendo a su ex-amigo y a sí mismo por no haber previsto nada de esto y no revisar el funcionamiento de su embarcación antes de salir de puerto. No usaba reloj, era una de sus manías: los odiaba. Por la posición del Sol pensó que debía de ser las 2:00 o 3:00 de la tarde. Aún le quedaban muchas horas de luz. No llevaba pintura en el barco, pero buscó en las habitaciones y encontró productos de belleza que habían dejado sus amigas, entre los que había lápices de labios. Se le ocurrió desplegar las dos velas de la embarcación y pintar con carmín rojo «¡HELP!», todo lo grande que pudo.
Pasaban las horas y la situación no cambiaba. Nunca se sintió tan solo. Comenzó a desesperarse, y la desesperación no es la mejor consejera a la hora de tomar decisiones importantes. Tenía comida y agua, y el cielo y el mar estaban en calma. Aún así, se convenció de que tenía que moverse, que no podía seguir esperando. Calculó que tenía que estar cerca de las pequeñas islas que había entre Bora Bora y Maui, y por la posición del Sol se dirigió a lo que debía de ser el Norte, dirección en la que estaba seguro que las encontraría y decidió marchar hacia allí en la lancha hinchable de emergencia.
A lo largo de su vida, Froi había consumido todo tipo de productos sin preocuparse lo más mínimo por lo que ingería, vestía o usaba. Muchos de esos productos, la mayoría, tenían un alto contenido de plásticos. Superaba largamente los cinco gramos, equivalentes a una tarjeta de crédito, que según algunos expertos ingiere o absorbe una por persona semanalmente. Le encantaba el marisco, sobre todo las ostras y la langosta, el salmón, los arroces en toda sus variantes. Si exceptuamos estos alimentos, no se podía decir que tenía buen diente: en sus excesos fiesteros solía consumir comida envasada. En cuanto a las bebidas, aparte de los cócteles, consumía cerveza en grandes cantidades. Para calmar sus continuas resacas también bebía mucha agua embotellada en plástico, le encantaban sobre todo las de 33cl, tenía todos sus alojamientos y las bodegas del velero repletas de todo tipo de marcas.
Los médicos le advirtieron que su cuerpo asimilaba, de forma anómala, más plástico de lo que era normal en una persona.
Con el tiempo, los médicos le advirtieron que tenía un defecto en su metabolismo que le llevaba a asimilar anómalamente, a través de la sangre, el plástico en su cuerpo, hasta el punto que uno de los especialistas, medio en broma medio en serio, le dijo que si no se cuidaba acabaría convirtiéndose en un hombre plástico. No les prestó atención, como tampoco lo hizo a las amigas con las que mantuvo relaciones íntimas en su último año. Todas ellas le dijeron lo mismo: que olía a plástico caliente. Ni siquiera le alarmó la extraña flexibilidad que había adquirido a su edad.
Mientras bajaba agua y algún alimento envasado a la lancha, notó que el sol comenzaba a calentar de una manera agobiante. No entendía qué estaba pasando, salvo que se debiera a una potente e inesperada erupción solar. Trató de refrescarse mientras arrancaba el motor. Solo pudo alejarse un par de metros del velero, el motor de la lancha también dejó de funcionar. Maldijo una vez más su decisión de viajar y su mala suerte. Cogió una botella de agua y se la echó encima justo cuando el sol atravesaba la luna de la cabina del yate en línea con el cuerpo de Froi, ejerciendo un efecto de lupa. Aquello tenía que ser una pesadilla, no podía estar pasando. Junto al terrible dolor físico, sintió un tremendo dolor mental al darse cuenta que se estaba derritiendo, se vio inmerso en un infierno corporal y mental. Sus alaridos no los pudo oír nadie. Pedazos de su cuerpo comenzaron a caer al mar y a la lancha, que también comenzó a arder y se hundió con lo que quedaba de él.
Una hora después de su salida de Bora Bora, un crucero encontró la embarcación de Froi. Bajó uno de los oficiales, rebuscó por toda la nave y no encontró a nadie. Tenía el motor encendido y el sistema de navegación funcionando. Las dos velas estaban desplegadas y sobre ellas había escritos en rojo varios garabatos ilegibles. El oficial oyó varios móviles sonando en la cabina y los contestó para saber de quién era aquel velero. Al revisarlo, el oficial se dio cuenta de que faltaba la lancha. Hicieron un barrido por toda la zona y no la encontraron. Froi nunca apareció.
Al cabo de diez años unos sumergibles de un proyecto de investigación de los fondos marinos, recogieron diferentes muestras. Entre el material recogido había varios de plastiglomerados, una fusión de rocas y plásticos que desde hace años han empezado a aparecer en el suelo marino. En uno de ellos, en un pedazo de diferentes rocas se había fusionado con lo que parecían varios huesos de falange, de plástico, apretando una pedazo de botella de agua en la que se veían restos de su marca.
* José Miguel es un periodista español nacido hace 67 años en la localidad gallega de Ferrol (A Coruña). Ha vivido 17 años en Centroamérica (a la que considera su segunda madre, y en donde han nacido sus hijos), en la que ejerció como free lance y colaboró con diferentes medios locales. Ha sido corresponsal en diversos medios como la Agencia Efe y la revista Carrer (Calle) de Barcelona, entre otros. Desde su regreso de Centroamérica vive en Barcelona, su ciudad fetiche y a la que siempre vuelve.
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