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Memoria

Mario Pérez quiso, en su niñez, ser militar; luego sacerdote y, a sus 12 años, hasta tuvo una experiencia política. | Foto: Luis Galdámez

El conflicto armado enfocado por periodistas veteranos

Soñó con ser cura, pero se enamoró de la prensa

Raquel Kanorroel*

Mayo 2, 2025

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Proviene de una familia de la zona rural urbana y con bastantes amigos militares. Su padre lo llevaba a él y a sus hermanos varones a tirar al blanco los domingos, cerca de un río. El que más acertaba era premiado. Por esto, el pequeño y flacucho Mario Pérez soñaba con ser militar. Sin embargo, esta tendencia militarista era contrabalanceada por un tío sacerdote, quien fue rector del Seminario San José de la Montaña. Además, Mario iba mucho a misa con unas monjitas «y así me fui concientizando más», manifiesta hoy: se enamoró de la Doctrina Social de la Iglesia a los 12 años.

Pero, entre la atracción por las armas y el cosquilleo del llamado religioso, conoció también la política en su escuelita Ana de Sevilla, pues la maestra lo inscribió para competir por la presidencia de los estudiantes. Iba en franca desventaja frente a los alumnos hijos de cafetaleritos platudos de la zona (quienes hasta ofrecían hacer una piscina en la escuela), cuando se le ocurrió poner a disposición de los electores los cotizados arrayanes que colgaban de un árbol cerca de un lavadero.

Faltaban dos días para los comicios, y el candidato Pérez sabía que quien se atrevía a apedrear el palo o cortar la fruta era castigado severamente por el director, a quien nadie quería. Aun así, Mario se subió al árbol —que por esa época estaba cargado— con la ayuda de su amigo Esteban y, a una señal de éste, lo sacudió… Inmediatamente aparece el director, cincho en mano, ordenándole que se bajara. Pérez sintió morirse, aunque a su alrededor los cipotes estaban felices recogiendo la fruta. 

El director le pegó dos cinchazos, uno de los cuales lo aventó cerca de unos ladrillos. Enojado, el candidato agarró uno, dio la vuelta y se lo aventó al director, quien cayó sentado. Esteban y él salieron corriendo. Aunque a ambos los expulsaron tres días, en las votaciones del sábado el candidato Mario Pérez ganó en ausencia y por aclamación. Mas, pocos años después de su apoteósico triunfo político, Mario sintió, ya no un cosquilleo, sino un fuerte impulso de volverse sacerdote.

Cierta vez, yendo a la escuela, se topó con don Julio García Prieto —pero no de aquella familia encopetada, sino de Panchimalco— y un compañero de labores de don Julio. Es decir, con dos pobres campesinos desnutridos y muy cristianos que trabajaban limpiando cafetales. Tenían un cumbo de leche CETECO sobre un trebe (hornilla rústica), donde preparaban su «almuerzo»: agua con sal y hojas de mora, a la que agregaron dos panes franceses, para que «agarrara sabor».


Debido a su gran admiración por monseñor Romero, terminó en el Seminario San José de la Montaña.


Pérez se preguntó por qué cierta gente tenía tanto y otros nada, y volvió a su casa a robar comida para llevársela. A pesar de su atracción por lo militar, sabía que los uniformados, como los oligarcas, cometían muchas injusticias contra la gente pobre, y su temprana experiencia política le mostró que ésta es más un juego de intereses que una lucha por defender derechos. Así que la única vía para ayudar a los pobres era la religiosa, concluyó. Lejos estaba aún de pensar siquiera en el periodismo. 

Un fuerte llamado… y una fuerte paliza

Cursó bachillerato en la Escuela Nacional de Comercio, ENCO, donde Mario comienza a meterse en «grupitos»: para entonces, ya existían organizaciones como el Movimiento Estudiantil Revolucionario de Secundaria, MERS. Pero, cuando le pregunta su padre qué quiere estudiar, su simultánea atracción por lo militar y lo religioso resurgió. Al final, debido a su gran admiración por monseñor Romero —y en parte a que ingresar en la Escuela Militar resultaba muy caro—, terminó en el Seminario San José de la Montaña, por esa época el único seminario. 

Pero su aspiración a convertirse en sacerdote se truncó al poco tiempo y en la misma fecha de su cumpleaños, el 23 de septiembre de 1978. Esa noche, iba a una reunión con los estudiantes nocturnos del Instituto Nacional de la Colonia Santa Lucía, cuando comienza un enfrentamiento en una fábrica cercana: un grupo de jóvenes del mismo instituto provocaron a un puesto de guardia, sin darse cuenta de que era la hora del relevo. Pérez lucía una camisa roja cuello chino y unos zapatos Fuga, marca prohibida porque tal calzado no hacía ruido al caminar. 

Su atuendo fue para la Guardia prueba suficiente de que andaba en «malos pasos»: le propinaron una tremenda golpiza y lo capturaron.  Al soltarlo, sale de inmediato hacia Guatemala y luego rumbo a México, donde quiso seguir estudiando para sacerdote, pero no encontró un seminario donde se sintiera bien. Entonces monseñor Ricardo Urioste (un gran amigo) y María Julia Hernández (directora Tutela Legal Arzobispado) le dicen que busque una Universidad. 

Luego de probar con Antropología, Mario se pasó a Periodismo. Colaboró con periódicos pequeños y visitó los grandes para prácticas: aprendió a redactar notas con estilo de agencia. También adquirió un poco de experiencia radial. Sin embargo, no concluye la carrera, pues su madre enfermó gravemente y él tuvo que volver al país durante los primeros meses de 1986.


La YSAX «no se metía en política, pero lo que decía impactaba en política: decía la verdad y por eso no querían que transmitiera», explica Mario.


En su juventud, Mario Pérez fue director de Prensa de Radio YSAX, La Voz Panamericana: su aporte fue aliento renovador en la programación. | Foto: Cortesía Mario Pérez

La provocadora Palabra de Dios 

Pérez vino con un salvoconducto que solicitó en México, pero acá fue detenido e interrogado varias veces el mismo día que arribó. Luego buscó trabajo inmediatamente. Aplica en El Diario de Hoy para corresponsal y queda; pero antes fue al Arzobispado, a agradecer la ayuda que le brindaron para estudiar.

Allí se encuentra con monseñor Urioste, quien le dice que mejor vaya a Radio YSAX y que también apoye a María Julia en Comunicaciones. Fue entonces nombrado director de Prensa de la emisora por el padre Roberto Amílcar Toruella, director general de Medios del Arzobispado. Al poco tiempo de iniciar en la radio, una tarde llegó Roberto Navas («Pojol», ex empleado de la radio), con sus cámaras y su chaleco de periodista. Mario lo recibió en cabina. Luego, bajando ambos las gradas, comienza un traqueteo ensordecedor: zumban las balas por doquier y se quiebran los ventanales. Todos se tiran al piso, menos Navas, quien salió a tomar fotos e informó que la metralla provino de dos carros. Pérez supone que una fuente le comunicó a Roberto que habría un atentado allí y que por eso llegó. 

Roberto Navas, periodista acribillado en marzo de 1989 por militares. | Foto: Luis Galdámez

Y es que YSAX «no se metía en política, pero lo que decía impactaba en política: decía la verdad y por eso no querían que transmitiera», señala Mario, quien se «acostumbró» a las violentas reacciones de los escuadroneros frente a los «provocadores» mensajes de la radio. Funcionaban con baja cobertura, por los atentados dinamiteros contra Radio Domus María (también del Arzobispado) en Mejicanos. Pero en 1988 cambian todo el equipo. «¡Estamos de cañón!», dijo el técnico al terminar de instalarlo: sonaban hasta parte de Honduras y Nicaragua, sin repetidoras. Cambiaron programación, abrieron nuevos espacios informativos, programas alfabetizadores y de concientización… un éxito.   

María Julia Hernández, gran amiga de Mario e insigne luchadora por los derechos humanos desde Tutela Legal del Arzobispado (antes Socorro Jurídico), ganadora del Premio Pacem in Terris en 1991. | Foto: Luis Galdámez

Voces amenazantes, explosivas sorpresas y… «¡Ya estás muerto!» 

«Al final no fui cura, pero siempre terminé trabajando para el Arzobispado», comenta Mario con orgullo, agregando que «la YSAX contribuyó al proceso de cambio en este país; pero, por eso mismo, teníamos temor todos los días al llegar a trabajar: no teníamos para defendernos ni un alfiler. No había vigilantes, sólo los civiles que transmitíamos, desarmados». En resumen, su éxito creció, pero el peligro también, y sólo contaban con la defensa de Dios y sus ángeles.  

Porque las amenazas de los escuadrones de la muerte eran el pan diario: Pérez volvía de cubrir cualquier actividad y, llegando a YSAX, era «normal» que le pasaran una llamada en la que una voz impersonal decía que lo iban a matar, a torturar y que irían por su familia. Que lo tenían totalmente controlado. Llegó al punto que, cierto día que Mario regresaba del Arzobispado a la radio, cerca de la ex embajada, vino a su encuentro un carro polarizado que lo venía siguiendo hacía ratos. 

Al ver él que abrieron las puertas, corrió. «¡Parate ahí, hijo de puta!», le gritaron unos tipos con metralletas. Pero él corrió más aún —arriesgándose a que lo mataran, pero no a que se lo llevaran— hasta meterse al Colegio Externado de San José. Y cierto domingo, cuando Pérez se disponía a transmitir desde Catedral la homilía de monseñor Rivera y Damas, se le acercan tres hombres con actitud solemne, propia de cristianos devotos, y le preguntan: «¿Vos sos el que está hablando mierdas por radio, que el gobierno te está interfiriendo las transmisiones? Allá te vamos a esperar. ¡Ya estás muerto!» 


«¡Sí, Carlos Romero, esto es una bomba, vámonos!», exclama Pérez, por lo que salen corriendo hacia el Seminario San José de la Montaña.


Paralelamente a su labor en la YSAX, Pérez enviaba informes, audios, fotos y textos a la Iglesia Católica mexicana. | Foto: Cortesía Mario Pérez

Y es que, aunque la radio tenía los permisos correspondientes para funcionar, padecía de mucho boicot. Se quejaron entonces con la Unidad Radioeléctrica de la entonces Asociación Nacional de Telecomunicaciones, ANTEL, exigiendo una señal nítida. Mario le transmite al Arzobispo la amenaza y éste le dice que no haga caso. Al siguiente día llegan a la radio a amedrentar a la secretaria, diciéndole que llegarán a matarlos a todos. Pero las quejas siguen (y las interferencias también).

En otra ocasión, luego de transmitir la homilía desde Catedral, Pérez llega a la radio y el locutor de turno, Carlos Romero, aprovechó para bajar a ducharse. El baño estaba al costado oriente del edificio. Carlos regresa al rato, pálido, y le pregunta algo a Mario. Éste baja con él al baño y divisa un artefacto largo, con cartuchos de bello color rojo, con algo que parecía reloj en la punta y unos alambres… «¡Sí, Carlos Romero, esto es una bomba: vámonos!», exclama Pérez, mientras salen corriendo hacia el Seminario San José de la Montaña, que quedaba muy cerca de la emisora. 

En eso venía monseñor Rosa Chávez, a quien informan sobre la bomba. Llaman a la Policía, ésta llega y la desactiva. Al artefacto —con potencia suficiente para destruir el edificio y matarlos a todos— le quedaban 15 minutos para estallar… En otra ocasión, a Carlos le tocaba turno nocturno. Como no había nadie más, decidió poner un programa, echar llave e irse a comprar algo por el Monumento al Salvador del Mundo. 

Antes, colocó como siempre su cama cerca de la puerta, por cualquier cosa. Llegando iba a la tienda cuando escuchó el bombazo. Regresa y encuentra que el estallido había mandado la puerta de seguridad, la puerta intermedia y la otra junto a la cual él ponía su cama, hasta el rincón… La cama no estaba más: hubiera muerto. Lo salvaron Dios y sus ángeles. 

Al frente, el locutor Carlos Romero. Atrás, de izquierda a derecha: Mario Pérez, director de Prensa; «El Primo» Palacios y Mardoqueo Cerna (ambos de ventas); y el periodista Mario Ayala («Taca Taca»), en la cabina de la emisora. | Foto: Cortesía Mario Pérez

«Ni en las películas se ve eso…»

El Arzobispado y la YSAX colaboraron mucho con las repatriaciones de Mesa Grande, Honduras. Como tenían que revisar los territorios donde llevarían a la gente (Arcatao, Las Vueltas, San Antonio Los Ranchos, San José Las Flores y Nueva Trinidad), se fueron a quedar varios días a Guancorita (hoy Comunidad Ignacio Ellacuría), Chalatenango. Se oían siempre los enfrentamientos, pero una madrugada los despiertan con bombazos: estaban mortereando con cañones desde el Cuartel La Sierpe. 

Al primer morterazo que cayó, a los niños los metieron al cuarto del molino, porque, al ser de ladrillo y no de bajareque, era más seguro. Entonces cae otro mortero… justo en ese lugar «más seguro»: «Teñido de sangre todo aquello (…). Los árboles y las paredes destruidos. Y, en medio, se miraban los pedazos de cuerpos infantiles», recuerda Mario horrorizado, a quien lo que más impactó fue ver a las gallinas comiéndose los pedacitos de carne, así como algunos restos colgando de unos palos de izote, mientras los familiares se lamentaban a gritos…


Diez campesinos habían sido capturados y reunidos por una ermita para tirarles granadas y simular que habían muerto en un enfrentamiento.


Hubo varios heridos graves, entre niños y adultos. «Ni en las películas se ve eso. La realidad supera a la ficción», enfatiza Pérez. En ese mismo lapso, en San José Las Flores, una niña repatriada salió a jugar al patio de su casa, y un francotirador apostado en el Cerro La Bola decidió usarla como blanco. «Así, sólo por matarla», comenta él, estremecido. 

Igual se estremece al recordar lo que encontró en San Sebastián, municipio de San Vicente famoso por la producción de telas multicolores. Se trataba de una masa putrefacta que destilaba sangre y un gran hedor: a diez campesinos los habían capturado y reunido por una ermita para tirarles granadas y simular que habían muerto en un enfrentamiento. Luego de varios días de estar aventados y deshechos en el camino, dio el Ejército parte a los medios. «Las moscas se paraban en uno y le dejaban manchas de sangre», narra Mario, todavía asqueado por el hedor de cuerpos —y almas— pudriéndose al ritmo de la metralla…

Una Ofensiva anunciada y «experiencias que uno no quisiera ni ver…» 

En noviembre de 1989, sus contactos le dijeron a Pérez que se preparara, que habría un «paro cardíaco» a partir de una señal: un ataque temprano al Cuartel Central de la Guardia Nacional. Cuando éste ocurrió, Mario le dijo a Carlos Romero al mediodía que asegurara puertas e indicara a la gente que se protegiera y abasteciera. Y, si la cosa se ponía fea, que dejara una grabación y se fuera. Pero Carlos, revolucionario de corazón y quien estuvo oyendo ese día una de las radios clandestinas, se inspiró…

«Anuncia, abriendo micrófono, que había empezado la Ofensiva Final. Le pidió entonces a la gente que abriera barricadas para que no pasara el ejército, que hiciera trincheras en “L” para protegerse… cosa que yo no le había dicho», relata Pérez. Al poco tiempo, obviamente, estaban los soldados frente a la YSAX. El padre Toruella, siempre como director de Medios del Arzobispado, dio la orden de cerrar la radio temporalmente, para evitar problemas. 

De inmediato, entra Mario a la Agencia SALPRESS, con la que ya colaboraba antes, dirigida por su buen amigo Felipe Vargas Ortiz, quien le pidió a Pérez que lo apoyara, pues se habían ido los corresponsales extranjeros. Quedaron entonces en la agencia sólo Felipe, William Meléndez (nuevo miembro) y Mario: «¡A cubrir la Ofensiva se ha dicho! Como estaba joven, no me importaba la vida: era aventurero», expresa Pérez. Se trasladaron a la 4.ª planta del Hotel Camino Real, donde se concentraba la prensa. Los alrededores del hotel estaban llenos de soldados, guardias y policías. 

Entonces Felipe lo envía a Soyapango: la guerrilla se había tomado la ciudad. Al bajar, Mario se encuentra a Eloy Guevara Páiz, de France Presse —quien siempre andaba en moto— y con unos periodistas españoles amigos, quienes llevan Pérez a Soyapango: cerca de la Alcaldía había un enfrentamiento. Aquello era un caos ruidoso, y ellos —apenas a una cuadra de distancia— se tiraron al piso a tomar fotos como pudieron. De pronto, un soldado asoma de la trinchera e ingiere unas pastillas con agua, probablemente estimulantes. «Estaban cruzados», asegura Mario. 

Al rato apareció Eloy, migueleño decidido y con el pelo parado: le llamaban «Pelo Lindo». «Si quieren fotos vergonas, métanse allá. Para allá voy yo», dijo. Pero nunca fue, pues no había corrido ni 20 metros cuando, de un zacatal y entre un cerco de púas, sale una ametralladora y le dispara en el pecho, donde llevaba colgadas dos cámaras, una de ellas amarrada con un pañuelo blanco, identificándolo claramente como periodista.  Eloy cae de espaldas y trata de incorporarse, pero le dejan ir un rafagazo en la cabeza. Pérez se tiró al piso, «quería ser hormiga para meterme por allí».


A Mario Pérez le impactaba ver el deseo de paz que tenían tanto los insurgentes como los soldados.


Lugareños recogen un cadáver en San Vicente, 1988. Los lamentos de seres queridos afloraban a diario en El Salvador de la década de los ochenta. | Foto: Luis Galdámez

Aparecen los Comandos de Salvamento, llamando al alto al fuego y ondeando unas grandes banderas blancas. Los periodistas fueron tras ellos a levantar al destrozado Guevara. Pero la vida y la guerra seguían aquí, mientras Eloy se iba al más allá. Entonces, mandan a Mario a un enfrentamiento por el Redondel Masferrer. Andaban allí unos periodistas españoles y se juntó con ellos: «Nos acuerpábamos entre nosotros, como que éramos pollitos». 

Van a la colonia Maquilishuat, donde los helicópteros pasaban tirando ráfagas hacia abajo. Los periodistas se defendían de las balas bajo los plafones sobresalientes de las casas. En eso, matan a dos guerrilleros. Entonces un soldado, fusil en mano, comenzó a brincar sobre uno de los cuerpos, con incalculable saña. Empezaron a tomarle fotos, pero el soldado los amenazó con dispararles si lo fotografiaban a él o a los otros. Así que Pérez «obedeció»: bajó la cámara y desde allí empezó a sacar las fotos, sin enfoque, a lo que saliera. Afortunadamente, captó varias imágenes. 

Callaron las armas; pero, ¿habló la paz?

Para 1992, Mario estaba en la YSAX de nuevo. Cubrió ampliamente los diálogos de paz a nivel nacional, del extranjero se abastecían de las agencias y de lo que monseñor Rivera y Damas o monseñor Rosa Chávez enviaban cuando andaban allá, ya que ambos se metieron de lleno al proceso pacificador, aunque «desde la Iglesia yo no sentía que darían una mediación que concluyera en algo concreto, pues a nivel internacional era que se tomaban los acuerdos», manifiesta Pérez.

Pero sí le impactaba ver el deseo de paz que tenían tanto insurgentes como soldados, por una sola y muy comprensible razón: estaban cansados. Sin embargo, en las desmovilizaciones, «algunos guerrilleros se lamentaban por tener que entregar sus fusiles para ser destruidos, ya que no se los quitarían en combate, sino en un empate basado en una negociación. Por ejemplo, en el Cerro Guazapa, un sector de la Resistencia Nacional (RN) no quería entregar las armas», expresa Mario. 

Se quedó a dormir una noche en un campamento guerrillero en Aguacayo (al norte de Guazapa), en Suchitoto, justamente en la bodega donde estaba el arsenal que habían concentrado.

Despertó esa noche porque una araña de caballo lo iba a picar, y fue entonces que escuchó la plática en la cual alguien expresó: «¡No, es que no podemos entregar las armas! ¡Lo que necesitamos aquí es cambio de comandantes!» Ése, cree Pérez, era el sentir de la tropa: «Son cosas que nunca se han publicado. Estaban como resentidos y con incertidumbre», señala.

Mario estuvo allí con una periodista que también trabajaba en la YSAX. Al respecto, ella escribió un poema: Aguacayo, noche de luna llena. Pérez considera que lo más grandioso que cubrió en toda su carrera fue cuando los ex guerrilleros y los ex comandantes vinieron a la capital y se concentraron en la Plaza Cívica. Sin embargo, en su memoria siguieron resonando aquellas palabras que escuchara en Aguacayo… 

Familias refugiadas en la comunidad Zacamil de Suchitoto, a causa de la represión del Ejército. | Foto: Luis Galdámez

Entrega de armas por la insurgencia en el Cerro Guazapa: algunos combatientes desconfiaban y estaban renuentes a desmovilizarse. | Foto: Luis Galdámez

* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).


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