Memoria

Incontables «niños de la guerra» —como lo fuera la misma «Yamileth» a inicios de los ochentas— maduraron a golpe de duras realidades. | Foto: Iván Montecinos
Consuelo «Yamileth», la sanitaria guerrillera
Retomar el cerro de Guazapa
Texto: Raquel Kanorroel*
Fotos: Corinne Dufka, Iván Montecinos, Luis Galdámez
Mayo 30, 2025
«Una vez que tenemos una guerra
sólo hay una cosa que hacer: hay que ganarla (…)».
Ernest Hemingway, escritor estadounidense
Durante el conflicto armado en El Salvador (década de los 80), la guerrilla del Frente Farabundo Martí para la Liberación Nacional (FMLN) mantenía algunas zonas del interior del país bajo su control, aunque debido a los operativos que el Ejército lanzaba debían huir hacia otras ubicaciones. Uno de los frentes de guerra se encontraba en el cerro de Guazapa, lugar donde Consuelo Escamilla Acosta, alias «Yamileth», servía como brigadista sanitaria en las filas de la Resistencia Nacional (RN), es decir, atendiendo las necesidades de salud y, sobre todo, a los combatientes que resultaban heridos. Puede encontrar más artículos sobre la experiencia de «Yamileth» en https://n9.cl/7hztdg)
Como se señaló en la nota anterior del 18 de abril, «Un terremoto, enfermedades y hambre asolan a los combatientes» (https://n9.cl/b1xtw), en marzo de 1986 el Comandante «Chano Guevara», líder máximo en Guazapa de la RN, ordenó a los combatientes y sanitarios que con él estaban abandonar la posición de El Copinolito en el emblemático cerro, y trasladarse a los alrededores del Río Cutumayo, en Radiola, por el continuo asedio del Ejército y del hambre. El nombre «Radiola» abarcaba una zona de paso desde Guazapa a Chalate y Cabañas y viceversa, atravesando el lago Suchitlán.
Así mismo, en la mencionada nota del 18 de abril se señalaba que Consuelo, alias «Yamileth», fue enviada junto a 12 combatientes a mantener asediado al Ejército mediante diversos ataques, mientras padecían hambre durante meses por la imposibilidad de conseguir alimentos de forma regular, hasta que, por fin, se les ordenó regresar al campamento en Radiola. Desde allí volvían a combatir al cerro, pero ahora entre más compañeros, y luego se replegaban hacia el mismo campamento.
En mayo del 87, «Guevara» anuncia que entre todos retomarán el frente de Guazapa correspondiente a la RN. Esta decisión fue tomada por la Comandancia General de la RN —«Fermán Cienfuegos» (Eduardo Sancho), «Eduardo Solórzano» (Carlos Ascencio) y «Raúl Hércules» (Fidel Recinos)— en conjunto con «Chano Guevara» (Marco Antonio Landaverde).

«Allí ya íbamos con mucha fortaleza, ya no éramos sólo “13 pelones”», apunta Consuelo: salieron hacia allá con todos los pelotones del Batallón Carlos Arias, las estructuras de abastecimiento y el hospitalito, incluyendo a «Raúl», el experto médico mexicano a cargo del equipo sanitario. Como siempre, pasaron necesidades por meses luego de partir a retomar el cerro, pues al principio no podían entrar a comprar a la Comunidad El Barío debido a la constante presencia del Ejército, hasta que éste fue desalojándola allá por agosto del 87.
«Ya era otro ambiente: aunque a punto de morirnos en los combates, estábamos en la gloria», expresa «Yamileth», porque ahora había fuerza y comida: la población surtía a los compas de granos básicos, huevos, aceite, «una carne enlatada y una famosa sopa en polvo a la que llamábamos sopa de desvergue, porque traía todo tipo de verdura y carne, muy sabrosas ambas, y leche de soya de Cáritas. Además, hicimos trabajo de expansión, para ver qué población quería colaborarnos: teníamos dónde comprar y quién nos hiciera las compras. Aunque sea uno o dos tiempos de comida hacíamos», relata ella.
Los exploradores iban de noche a los alrededores de la base, desnudos y camuflajeados para que no los detectaran
El «agente Cusuco» y la anémica enviada especial
Dado que El Roblar, la posición más alta en el Cerro Guazapa, estaba en manos del Ejército desde la Operación Guazapa 10 en 1983, el siguiente paso lógico —tras incursionar nuevamente en bloque la RN en el cerro— era recuperarla. El 17 de noviembre del 85, los insurgentes habían logrado sacar al Ejército de la otra posición más alta de la zona, El Caballito, mediante un ataque exitoso. Pero, debido a la Operación Fénix en enero del 86, tuvieron que abandonarla. De modo que la Fuerza Armada, aunque ya no montó otra base allí, sí retomaba la posición cada vez que lanzaba operativos fuertes.
Desde finales del 87, la RN realizó varias exploraciones a la base militar de El Roblar, pues no sería sencillo lograr que el Ejército la desalojara. Los exploradores iban de noche a los alrededores de la base, desnudos y camuflajeados para que no los detectaran, a verificar cuántos soldados dormían en cada champa, las distancias y diferencias entre ellas, la seguridad montada y cada cuánto la cambiaban. Hasta que, en julio del 88, enviaron ya al mero puesto a dos combatientes de las fuerzas especiales.
Uno de ellos entró a una trinchera y, en ese momento, cabalito le apuntó a la cabeza uno de los soldados, refiere «Yamileth». Pero, como estaba bien oscuro, el militar no sabía si era persona o animal el bulto que se movía, así que amablemente preguntó: «¿Sos cusuco, hijueputa, o sos guerrillero?». El otro compa que iba detrás («Lito Plante») se mataba de la risa pues, efectivamente, aquel «bulto» era ambas cosas: al compa «Amílcar», chiquitito y morenito, un hermano de Consuelo le puso «El Cusuco de El Roblar», por ser originario de por allí. Le llamaban, pues, «Amílcar Cucho» o simplemente «Cusuco».

Jóvenes que pudieron haber recorrido los caminos en carretas tiradas por bueyes en un país justo y pacífico posan, en cambio, uniformados y armados junto a una tanqueta. | Foto: Luis Galdámez
El soldado dispara… pero, por fortuna, el arma no funciona. El militar corre entonces a avisar a los demás que allí andaban los guerrinches. Ambos compas se zafan inmediatamente: los soldados no los ven, pero igual tiran granadas y una esquirla le impacta en un ojo a «Lito». Los uniformados, al no ver a nadie, le dicen a su compañero «mentiroso» y que se estaba «cagando en los calzones», anunciándole que era un boleto premiado para una penqueada, la que se apresuraron a propinarle al pobre militar.
«Los compas vieron esto porque se quedaron por allí escondidos, pues son puros barrancos; y a saber cómo le hicieron para bajar, más con el herido, pues estaba bien grave», recuerda «Yamileth». Así que a punto estuvo «Cusuco» de morir en el mismo lugar donde naciera. A raíz de esto, aunque tenían todo listo para atacar, suspendieron la operación por varios meses mientras se apaciguaba todo.
Haría una caminata de varios días, rodeando Cabañas hasta Chalate, pues no había otro paso en ese momento.
Por su parte y por esas mismas fechas, Consuelo se desmayaba en las formaciones, pues la anemia profunda que se le declarara cuando fuera responsable de masas en 1983 —con sólo 12 años y vestiditos con chonguitas— seguía en su sangre, así que el temple demostrado hasta el momento era puro espíritu. «Raúl» le dijo que estaba grave y que debía guardar reposo. A la semana, el médico le pregunta cómo se siente. «Bien, en lo que cabe» contestó ella. Entonces «Raúl» le informa que la habían pedido para una misión «bien estratégica y secreta»…
Haría una caminata de varios días, rodeando Cabañas hasta Chalate, pues no había otro paso en ese momento. «Yamileth» protestó que no aguantaría tal cosa en su estado. Él ya les había explicado eso a los comandantes; pero éstos replicaron que, aunque fuera en hamaca, la cargaran, pero que la llevaran. Entonces ella —con gran anemia, pero con gran espíritu— acepta, marchándose con 10 compas más comandados por «Guillermón» a Radiola. Era la única mujer del grupo.
«Yamileth», femme fatale… y su primera gran tentación
Era pleno invierno y llovió sin parar ocho días desde que salieron de Guazapa. Ya en Radiola, por la famosa quebrada Cutumayo, se quedaron dos semanas a causa de un gran operativo militar que no los dejaba pasar a Cabañas. Y, como para entonces no había población cerca, se habían reproducido profusamente los jutes junto a la quebrada.
«Parecía pedrero, grandote. Mi mamá decía que esos animales eran sopa “levanta muertos”: tienen tanta vitamina que son lo mejor que hay para los enfermos. Así que desayuno, almuerzo y cena me tomaba mi sopita bien concentrada. No me los comía porque me gustaran, sino como medicina, porque sabía que estaba bien débil», acota Consuelo. Sus compas se burlaban, pues ellos comían de lo que conseguían en la repoblación de Copapayo: arroz, sopas Maggi, huevos…
Durante su estadía, llegaron unas niñas de ese cantón —13 años de edad en promedio— alegando querer unirse a la lucha armada; pero comenzaron a llorar por la noche. «Yamileth» le dijo a «Guillermón» que había que dejarlas ir o devolvérselas a sus madres, pues estaban muy tiernas: la guerra ya no era como cuando ellos se incorporaron y había que esperar a que crecieran. Pero luego los compas descubren que a lo que ellas querían unirse era a la «Mara Loca», unos bichos de las Fuerzas Populares de Liberación (FPL), que quizá las habían conquistado a su paso por Copapayo.

En medio de las peores condiciones, los equipos sanitarios en los frentes de guerra atendían a los enfermos y heridos. | Foto: Corinne Dufka
Desde Cabañas partieron y caminaron sin parar dos noches, por los ríos, para no dejar huella.
Por eso, al ver las niñas que no iban a vivir locuras de amor sino de guerra, se decepcionaron y asustaron. Así que, cuando al fin pudieron pasar hacia Cabañas, a los 15 días, las llevaron con sus familias. Consuelo ya tenía buenas energías, a puro jute. Por Tejutepeque pasaron a comprar comida, y es allí donde ella tendría su primera tentación…
La dueña de una tienda le pregunta que qué andaba haciendo con los guerrinches: «Si quiere, quédese conmigo: yo la escondo y después la llevo con su familia, usted me dice adónde. O se queda aquí conmigo y la pongo a estudiar». En pocas palabras, aquel demonio disfrazado de buena señora le ofrecía desertar de su lucha a cambio de una vida materialmente resuelta. Por unos breves instantes, «Yamileth» se vio a sí misma convertida en una nítida «niña bien». Pero también unos breves instantes le bastaron para poner los puntos sobre las íes.
«No, señora: aquí ando porque yo quiero, porque hay necesidad. En la guerrilla no andamos a nadie a la fuerza», respondió, amable pero tajante. De allí partieron y caminaron sin parar dos noches, por los ríos, para no dejar huella. Llovía. Los compas, por el roce del pantalón húmedo impregnado por lodo, se pelaron la piel al caminar, dejando una delgada y tenue estela roja tras de sí: la oferta demoníaca de aquella buena señora resonó en la memoria de «Yamileth». Pero confirmó que hizo la elección correcta cuando, aún cansados y sangrantes, le preguntaban si se sentía bien y si quería que la cargaran…
Al llegar a la población en Cabañas, vieron militares pululando a diestra y siniestra. Así que la única forma que tenían de pasar a salvo era fingiendo ser soldados, y eso implicaba disfrazar a la frágil Consuelo de hombre: le dibujaron un bigote, enrollaron su pelo, le pusieron una cachucha y «Guillermón» le ordenó que no hablara por nada del mundo. Los uniformes que vestían, muy similares a los de la Fuerza Armada o sustraídos de soldados caídos en combate, eran un buen camuflaje.
Y cabal se topan con un grupo de soldados, quienes les preguntan si habían visto guerrilleros pasar cerca. Los compas contestan que sí, que el día anterior mataron a dos (pero de risa). Les preguntan entonces si eran del Batallón Atonal («No, somos del Atlacatl») y que cuándo habían llegado («Hemos venido de relevo, ya vienen otros atrás, esperándolos estamos»). Todo iba tranquilo hasta que los militares se le quedan viendo al frágil soldado…
Pasarían el río con un neumático, flotando. «Robalo» les aconsejó que no fueran a soltarlo.

Militares buscan minas —y guerrilleros— «hasta debajo de las piedras» en las montañas de Perquín en Morazán. | Foto: Luis Galdámez
«¡Ustedes son la guerrilla!», exclamaron. «¿Cómo van a creer?», protestó «Guillermón». «¡Ésa que llevan allí es niña, y en la Fuerza Armada no andamos mujeres!». Terminó la plática sobre género y empezó la balacera. «Nos hemos devanado y salido de allí a saber cómo, aunque éramos 11 nada más», refiere «Yamileth», a quien el comandante le gritó mientras huían que había sido por su culpa, y ella contestó que para qué puercas la llevaron, que ella no pidió ir.
«¡Andaba con bigote, con cachucha y no hablé! ¿Qué más podía hacer?», rezongó Consuelo. «¡Ése tu caminadito hijueputa! ¡Te veías toda femenina!», rezongó a su vez «Guillermón». «¡Soy mujer y qué querés que haga! ¡Yo así camino!», terminó de rezongar ella: definitivamente, la feminidad y la guerra a duras penas se toleran entre sí. Caminaron toda la noche hasta el campamento de «Chico Montes», arriba de la Comunidad Santa Marta, donde había un asentamiento. Estuvieron allí dos días, comieron rico y en abundancia y se les pasó el enojo. Pero después pasarían por un colérico río…
La aterradora —e inútil— aventura en el río Lempa
Bajan los compas al río Lempa, con la intención de pasar hacia la ubicación conocida como Plazuela (Cabañas), después de caminar 12 horas, llegando alrededor de las 5 de la tarde. Continuaba lloviendo, huracanado. El río echaba tumbos, la gente había sido evacuada hacia la zona más alta de los cerros circundantes: acababan de abrir las compuertas del Embalse de la Presa 5 de Noviembre. Esperaron como media hora antes de que llegaran quienes los pasarían por aquel infierno acuático: «Robalo», viejo nadador y uno de los mejores de la zona; su hijo de 16 años y dos nadadores más. El viejo les aconsejó que no se pasaran el río todavía, pues nunca había estado así de lleno.
Tiñendo la noche, alrededor de las 6:00 p.m., «Guillermón» le pregunta a «Yamileth» si creía que podían pasar el río cabrón. Ella preguntó a su vez a otros lo mismo y dijeron que sí; pero que, si ella decía que no, se regresarían. Entonces la femenina y frágil Consuelo respondió: «¡Si ustedes pueden, yo puedo!» «Robalo» se afligió por «la niña» e insistió en que no pasaran, pero «Yamileth» le insistió a su vez, amablemente, que sí. Él se puso serio y le dijo que los estaba condenando a morirse. Sin embargo, «Guillermón» secundó a Consuelo y dijo que se alistaran.
Pasarían con un neumático, flotando. «Robalo» les aconsejó que no fueran a soltarlo por más aflicciones que pasaran. Al mentado neumático, que no era muy grande, se agarraron siete, incluidos «Guillermón», «Yamileth» y los nadadores. En una bolsa grandota de hule bien fuerte que amarraron al mismo neumático metieron el radio, los fusiles y las mochilas, y de ella irían agarrados tres más. El resto de compas prefirieron ser prudentes y esperar a que bajara la creciente.
«Sólo nos metimos y como que una bala nos arrastró, sin parar», describe Consuelo. Comienzan a llorar los expertos nadadores, recriminándole que por su culpa no volverían a ver a sus familias. De repente, caen en un enorme remolino, el cual abarcaba el área equivalente a una tarea. Los hundía, los sacaba y los volvía a hundir: todos iban tragando agua, pero siempre sin soltarse del neumático. «Robalo» preguntaba cada vez que salían a flote si «la niña» no había muerto, y «Yamileth» contestaba que no, que no se afligiera. Hasta que, de pronto, desapareció él: comienza a llorar el hijo y a culpar a los compas.
Salen a territorio hondureño, sin saber dónde.
Lo único cierto es que estaban vivos… y chulones, con varios cortes en la piel.
«Guillermón» —áspero por la guerra y la necesidad de sobrevivir— le dijo que no llorara, que los sacara a tierra, aunque fuera al mismo lado de donde salieron. El joven dijo entonces que lo ayudaran a partir agua, nadando: «Cuando nos hunda el remolino, por abajo nademos todos para romperlo y salir». Sin embargo, la corriente los aventaba de nuevo en medio del vórtice y los seguía arrastrando… mientras continuaba lloviendo sin parar.
En determinado momento, llegaron a un punto donde parecía haber un gran paredón: Consuelo sintió un gran golpe en la espalda y como que la succionaban. Quiso soltar el neumático, pues sentía que iban hundiéndose todos y pensó que, soltándolo, eso no ocurriría. Pero, cuando ella medio lo soltó, el compa «Mónico» se percató, la agarró del pelo y la sacó: «¡N’ombre, bichita! ¡Agarrate bien y hacele huevo!». Era el segundo que le salvaba la vida mediante un jalón de pelo en el río Lempa, pues el primero fue «Raúl» médico, hacía cinco años, al bajarla así de una lancha que luego naufragó.
Todos patalearon y patalearon hasta que salieron del remolino. Pero no cantaron victoria, pues decían que cerca había un paso muy angosto que absorbía toda el agua: ahí se habían ido tres lanchas con unos gringos y jamás volvieron a saber nada de ellos ni de las lanchas. Cuando la corriente se sintió menos fuerte, nadaron hasta sentir con los pies las copas de los árboles altos y después unas zarzas espinosas que crecen en las orillas. Con la gran oscurana y la gran tormenta no sabían dónde iban. En eso, el cipote anunció que tocó tierra.

Niños y niñas aprenden a leer en uno de los campamentos donde la población civil debió refugiarse debido al conflicto armado en El Salvador. | Foto: Iván Montecinos
Salen a territorio hondureño, pero siempre sin saber dónde: lo único cierto es que estaban vivos… y chulones, con varios cortes en la piel, como si los hubiesen azotado. Instintivamente, voltean todos a ver a «Yamileth»… vestida, con un fustán bien blanquito. «Guillermón» le pregunta entonces que cómo no se le había caído ese fustán hijueputa. «Mirá mi cinchito militar, bien puesto», contestó ella, burlona. Y es que, como Consuelo sabía que esas corrientes chuloneaban a la gente, antes de salir se había amarrado el cincho sobre la prenda de vestir alrededor de la cintura.
«¡Vos sí que te rebuscás por no enseñar tu cuerpo!», comentó «Guillermón», riéndose. Y era cierto: ella siempre se bañaba en fustán. Caminaron varias horas río arriba cuando «Yamileth» ve a un hombre sentado en una piedra… «¿Será?», se preguntó ella, acercándose. Los demás la siguieron. Cuando él la vio, cayó hincado: «¡Perdóneme, yo no quería que se murieran, que se pasaran el río, pero usted fue la necia! ¡Así que yo no tuve nada qué ver! ¡Perdone si es un alma en pena!».
Porque «Robalo» vio que con ese fustán blanco se metió Consuelo al río. Ella le dijo que era de carne y hueso y que se levantara. «¿No estoy soñando?», preguntó él. «No, su hijo también viene vivo, todos sobrevivimos», contestó «la niña». «¡Pellízqueme!», le pedía él. Entonces ella le dice al cipote —quien, paralizado, tampoco creía lo que veía— que se acercara: aquél llegó y abrazó a su perdido y hallado padre. Luego «Robalo» la chinea, la alza y dice: «¡Bendito Dios que está viva!… ¡A todos los hacía muertos ya, porque ni yo entiendo cómo me salvé!».
Uno de los comandantones le pregunta a Consuelo si se quería quedar con ellos en el puesto de mando.
Los compas se despidieron y caminaron toda la noche, río arriba, hasta llegar al mismo nivel desde donde intentaron pasarlo antes de que la corriente los arrastrara: el agua ya había bajado y los cerros se miraban vacíos. Hablaron entonces por radio a los otros compas «que no tuvieron valor de tirarse»… quienes tranquilamente se habían pasado, a diferencia de los «valientes»: «Nos hubiéramos esperado. El viejito tuvo razón: los tercos fuimos nosotros», reconoce ahora «la niña», riéndose.
La segunda gran tentación de «Yamileth»
Llegan al fin a Plazuela, donde les esperaban los tres viejos meros meros de la RN: «Fermán Cienfuegos», «Eduardo Solórzano» y «Raúl Hércules» («Raulón»). A Consuelo la esperaban también unos heridos. De allí caminaron varias horas «para llegar a otro lugar requete lejos, donde estaba también el Comandante Manuel Ortega, conocido como “El Morro”; pero… ¡No, hombre: allí estaba uno en la gloria! Había carne, huevos, leche y hasta postre. Porque en Chalate los campamentos eran en los pueblos, allí era otra vida», afirma «Yamileth».
Y fue allí donde el diablo la volvió a tentar, ahora a través de uno de los comandantones, quien le pregunta a Consuelo si se quería quedar con ellos en el puesto de mando. «Yamileth» no podía creerlo: quien le hacía semejante oferta era nada menos que «Raulón», el mismo que le contestara con un escueto y cruel «háganle huevo» cuando ella, casi año y medio atrás, le enviara desesperada un largo mensaje por radio, explicándole la desesperada situación que atravesaba en Guazapa junto a sus desesperados compas, devorados por el hambre y acosados por los soldados.
Consuelo le dijo que no, que volvería a Guazapa. «Raulón» insistió, recordándole amablemente que allá aguantaban hambre, que allá estaba el enemigo: él, el mismo de «háganle huevo»… «Sí, pero me voy para Guazapa», insistió ella. Otro comandante comentó que «esta cipota es bien estratégica allá, no se quedará aquí». Pero «Raulón» dijo que mandaría al cerro a otras tres sanitarias con tal de que ella se quedara en el puesto de mando. Entonces el otro comandante le preguntó también a «Yamileth» si se quería quedar. Ambos la miraron fijamente.
Los compas que llegaron con ella le susurraban, insistentes: «¡Deciles que no!». Pero Consuelo, absorta, viajó mentalmente hacia atrás en el tiempo, viéndose a sí misma junto a sus compas, caminando de un lado a otro por horas y horas, bajo el sol y la lluvia; día, tarde y noche, siendo enviada a un lugar lejos para, a la mañana siguiente, ser llamada de nuevo al mismo lugar de donde había partido… porque ésas eran las órdenes.
Se vio a sí misma junto a sus compas, aguantando hambre, sed, frío, calor, balas, mortereos y bombardeos; atendiendo desesperadamente a víctimas desesperadas, de quienes emanaban secreciones apestosas de toda índole, en circunstancias igualmente apestosas… porque ésas eran las órdenes.

Chalatenango fue escenario de un conflicto horrendo, pero igualmente necesario frente al genocidio que enfrentaba la población campesina en las décadas de los 70 y 80. | Foto: Iván Montecinos
En aquel campamento de luxe en Chalatenango, Consuelo y sus compas de Guazapa permanecieron como mes y medio.
Y ahora se le presentaba de golpe la oportunidad de estar en el mero puesto de donde emanaban tales órdenes, sin tener ya que aguantar cansadoras caminatas en círculos, ni hambre, ni sed, ni frío, ni calor, ni balas, ni mortereos, ni bombardeos, ni sangre, ni pus, ni hedores, ni suciedad…
De modo que la respuesta era obvia: NO, porque «Yamileth» quería estar junto a quienes se había criado toda su vida. «Tantos años uno aprende a querer a su gente», manifiesta hoy. Y porque, al fin y al cabo, ella obedecía aquellas órdenes con amor, por amor a la causa a la que se entregara desde muy pequeña, en el seno de una familia totalmente entregada a la misma causa…
Preparándose hasta el tope para un evento «Hasta el Tope»
En aquel campamento de luxe en Chalatenango, Consuelo y sus compas de Guazapa permanecieron como mes y medio. Cuando llegaron, llevaban ya 15 días en entrenamientos fuertes o chicharrones: brincar cercos y barreras, ejercicios de arrastre, etc., diseñados para incrementar la capacidad y la resistencia de los combatientes, lo cual obviamente obedecía a que, más temprano que tarde, habría una operación guerrillera excepcionalmente fuerte.
Consuelo se incorpora al chicharrón que «Raulón» dirigía: él le advirtió que precisamente esa jornada «lo agarrarían con todo» y agregó que, como era su primer día, le avisara cuando ya no aguantara, pues sabía que ella estuvo reposando unos días por anemia antes de salir para el dichoso campamento del puesto de mando. «Mañana vas a amanecer que no vas a aguantar ni caminar», le dijo él, quien quizá deseaba «castigar» un poco a la joven brigadista por su negativa; pero quien, quizá por esa misma negativa, la apreciaba y respetaba hoy aún más… quizá.

Nuevas generaciones repoblaron comunidades abandonadas enteramente durante la guerra, como la hierba vuelve a crecer en tierras arrasadas por tormentas. | Foto: Luis Galdámez
Ella respondió que «la gran caminata desde Guazapa hasta allí me ha fortalecido y dejado bien elástica y “desentumida”, no me dolerá el cuerpo. Y cabal, no me dolió. Venía de caminar en ríos y de saltar cercos igual. Mejor las otras compañeras que habían estado desde antes en el entrenamiento se quedaron; mientras que yo terminé mi chicharrón», declara «Yamileth», satisfecha. «Y como estando allá sólo fue comida rica y ejercicios, hasta cuerpo eché».
En efecto: luego de salir toda anémica y bien delgadita del cerro en julio, «Yamileth» regresó con los compas en agosto totalmente transformada a Guazapa, donde se incorpora inmediatamente al hospitalito militar. «¡Púchica, ahora sí te recuperaste bien!», le dijeron los compas al recibirla.
«Es que allá hay comida rica en abundancia: no sé por qué aquí nos tienen en tanta miseria, pero allá hasta postre nos daban», les comentó Consuelo, respondiéndose de inmediato a sí misma en silencio: claro, porque «allá» están los comandantones, mientras que «aquí» está «sólo» la tropa. «Pero eso es malo, porque debió ser equitativo para todos. Cuando les pedí comida, me dijeron: “Háganle huevos”, y ellos comiendo bien… ¡Eso no fue justo!», insiste en señalar «Yamileth».
Mientras ella y los otros compas anduvieron por Chalate, en Guazapa siguieron por supuesto enfocados en recuperar El Roblar: también hubo entrenamientos, además de trazarse estrategias para atacar «hasta el tope» dicha posición llegado el momento oportuno, cada vez más cercano. Así que la operación guerrillera excepcionalmente fuerte para la que enviaron a chicharronear a Consuelo y los compas «allá» seguía siendo, como dijera «Raúl», «bien estratégica y secreta».
Por su parte, en noviembre cumpliría «Yamileth» 18 años: una vez llegada esa edad —según había pactado ella consigo misma— abriría su corazón al llamado del amor masculino, como las flores se abren a la luz del sol… y no sólo ella esperaba con ansia ese momento.
Continuará…
* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).
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