Memoria
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Ilustración: Luis Galdámez
Recogiendo cadáveres
Miguel Ángel Chinchilla *
Febrero 7, 2025
Miguel Ángel Chinchilla reúne en su obra, Recogiendo cadáveres, fragmentos de las vidas de monseñor Óscar Arnulfo Romero y Roberto D’Aubuisson. Organizado en cuatro capítulos, la obra nos refiere al periodo entre 1943, un año después de la ordenación de Romero como sacerdote, hasta 1992, año en el que muriera el exmayor a causa del cáncer. Chinchilla presenta la infancia, juventud y vida adulta de estos dos salvadoreños, aludiendo también al contexto social, político y eclesial que sirvió como trasfondo y enmarcó la realidad salvadoreña de esos años. Con el aval del autor publicamos fragmentos de su obra correspondientes al tercer capítulo del libro: «Sé que mi hora se acerca».
***
Lunes 24 de marzo: mañana en la playa y misa en la tarde
Los detractores del arzobispo Romero lo han comparado con el dominico inquisidor Girolamo Savonarola que en 1498 fue ahorcado y quemado por hereje. Algunos extremistas han dicho desaguisados como que monseñor Romero es el Camilo Torres salvadoreño. En cambio, otros más razonables lo comparan con san Estanislao de Cracovia, mártir polaco del siglo XI que fue asesinado por el rey Boleslao II mientras Estanislao celebraba una misa. Hay quienes también dicen que Monseñor Romero es el Tomás Becket salvadoreño.
Luego de la conferencia de prensa en aquel domingo quinto de cuaresma, monseñor Romero se fue como de costumbre con Salvador Barraza a casa de este para descansar, tomarse su whisky y almorzar. Más que cansado se le miraba triste. Barraza le iba diciendo en el camino que lo miraba fatigado, que se tomara un descanso, en México como la vez pasada le recordó para animarlo, pero Monseñor estaba ido, demasiado reflexivo. Lo pensaré, fue lo único que contestó. Un programa en la televisión sobre la historia de un payaso en un circo acabó de deprimirlo. A la hora de la sopa estuvo recordando a sus amigos sacerdotes Rafael Valladares y Rutilio Grande, luego se soltó a llorar con desconsuelo. Eugenia, la esposa de Salvador, con cariño le prodigó palabras de aliento diciéndole que no se afligiera que primero Dios todo iba a mejorar. Le sirvió un té de romero, vaya mire, Monseñor, le dijo en broma, un té de usté mismo. Todos enjugando las lágrimas y con los mocos flojos rieron con la ocurrencia de Eugenia. Con un pañuelo Salvador limpió los lentes de Monseñor que casi nunca se quitaba. Sin lentes la tristeza se le acentuaba, quizá por las ojeras. Posiblemente aquel desahogo se trataba de lo que ahora se conoce como trastorno afectivo estacional, que es un cuadro depresivo que sigue un patrón estacional, es decir, que solo se produce en un momento específico del año, sobre todo en el verano cuando hace más calor, en este caso la cuaresma, para los católicos época de color morado.
Después durmió un rato y al despertar se puso a planificar con Salvador el itinerario del día siguiente, ya que temprano por la mañana había quedado con los curas del Opus Dei para ir a la playa.
Los diarios de esa mañana destacaban que en la homilía del día anterior Monseñor había llamado a la insurrección.
El lunes 24 de marzo se levantó temprano como era habitual en su reloj circadiano. Cuando iba a la playa le gustaba ponerse sotana blanca. Esta vez no se bañaría en el mar por una infección en el oído. Regresando del mar Barraza lo llevaría a una consulta con el otorrino. Antes de salir recibe una llamada de alguien que le comenta sobre un anuncio en el diario matutino de una misa ese día en memoria de doña Sara Meardi. Lo raro es el tamaño del anuncio, le dice la persona, no es convencional para este tipo de esquelas, es casi media página, Monseñor, como para que todo mundo lo vea. Lo otro extraño es su nombre, Monseñor, en medio de tanto apellido rimbombante. La misa, responde Monseñor, es para doña Sarita no para los apellidos rimbombantes, además soy amigo de la familia. Gracias por llamar. Los diarios de esa mañana destacaban además en sus titulares que en la homilía del día anterior Monseñor había llamado a la insurrección.
Con los padres del Opus, en medio de aquella frescura y tranquilidad entre palmeras, solo con el incesante rumor de las olas y una que otra parvada de gaviotas que pasan graznando al filo del vértice entre el cielo y el mar, Monseñor conversa con los padres sobre un nuevo documento que el Vaticano ha publicado sobre formación sacerdotal. Al volver de la playa más tarde, después de la consulta con el otorrino pasan por la farmacia comprando unas gotas que el médico le ha indicado, entonces el arzobispo le pide a Barraza que lo lleve a Santa Tecla a casa de los jesuitas porque se quiere confesar. Su confesor era el padre Azcue. Pero Monseñor, le recuerda Barraza, hoy no le toca confesor, además llegará Roberto Cuéllar a una reunión, ahí dice en su agenda. Salvador conocía bien el itinerario del prelado. Vos llevame donde te digo, le dice con autoridad de arzobispo. Necesito confesarme. Está bien, Monseñor. El arzobispo entonces cambiando de plática le dice a Barraza que quiere construir una tarima en las gradas de catedral para el próximo 30 de marzo, domingo de Ramos. Ayudame a conseguir un carpintero que cobre barato, le pide de favor, este domingo de Ramos tiene que ser algo imponente, inolvidable, le dice Monseñor. San Salvador será como Jerusalén. Y así sería, aquel domingo de Ramos guardaba algo inolvidable, terrible, pero inolvidable.
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Recogiendo cadáveres
Miguel Ángel Chinchilla
A la venta en Librerías de la UCA
* Miguel Ángel Chinchilla es un poeta, narrador, ensayista, dramaturgo y periodista salvadoreño nacido en 1956 es una de las figuras relevantes de las Letras en la segunda mitad del siglo XX. Co-fundador del desaparecido suplemento literario Los Cinco Negritos en Diario El Mundo y miembro del consejo de redacción de la revista Amate.
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