Memoria
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Jóvenes milicianos del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP, en Usulután: los reclutamientos de menores para formar parte de la guerrilla, por lo general, no eran forzados.
Consuelo «Yamileth», la sanitaria guerrillera
Luchando por salvar vidas en medio de una orgía de muerte
«Tercera parte»
«En la guerra no hay soldados ilesos»
José Narosky, escritor argentino
Texto: Raquel Kanorroel*
Fotografías: Iván Montesinos
Febrero 7, 2025
Como al mes de ocurrido el operativo Guazapa 10 en marzo de 1983, los Escamilla Acosta —junto con muchas familias que formaban parte del movimiento de masas de la Resistencia Nacional (RN)—, fueron trasladados del Caserío El Cereto (o El Ceretal) al Cantón Las Delicias, en la zona baja del Cerro Guazapa. Allí «nos alojaron a tres familias en una misma casa, la de gente muy buena», recuerda Consuelo Escamilla Acosta (alias «Yamileth»).
Esa gente buena era doña Jesús, don Quique, su hijo Marvin, la compañera de vida de éste, Sarita, y la hijita de ambos, «de 1 añito de vida». Por cierto, al bebé de María Amelia Escamilla Acosta —herido con napalm durante el bombardeo en Guadalupe— lo curó don Quique cuando «se puso grave del mal de ojo», afirma «Yamileth».
Dormían todos juntos afuera, en el corredorcito de la casa. «A veces hacía mucho frío y eso me despertaba, pues sólo andábamos dos sábanas bien ralitas que casi no calentaban (…)», comenta Consuelo. Al cabo de un mes, las mismas tres familias fueron trasladadas a la localidad de El Perical, donde había varias casas abandonadas, de las cuales tres fueron distribuidas entre dichas familias.
«Cada una reparó la suya con plásticos y zacate, para protegerse de la lluvia», refiere «Yamileth», agregando que cerca «había muchos chufles tiernitos. Cuando los vimos nos alegramos, pues no teníamos qué comer»: cortaron muchos y los llevaron a Tomasa, quien preparó «una sopita de chufles y hojas de verdolaga silvestre que encontramos, y con eso comimos, bien sabroso».
También había cerca un estanque con agua limpia donde se bañaban y lavaban la ropa. Como no disponían de jabón, utilizaban conchas de conacaste en su lugar, «las machucábamos con una piedra y, en un guacal con agua, las echábamos y movíamos: eso hacía espuma y nos limpiaba la ropa, aunque a mí no me gustaba el olor que dejaban esas conchas (…)», comenta Consuelo.
Pero, cuando los árboles de aceituno en la zona produjeron sus frutos, Tomasa hizo jabón de los mismos. De las semillas sacaban manteca para el cabello, que también servía para curar la artritis, sobar a niños empachados y a mujeres embarazadas y alumbrarse. Lamentablemente, aquella manteca no servía para resguardar el alma de traumas, dolores y terrores, como los que le tocaría seguir padeciendo a la hija menor de los Escamilla Acosta de allí en adelante.
La valiente niñita de vestiditos con chonguitas
Al poco tiempo de vivir en El Perical, le dicen los compas a Tomasa que necesitan entrenar una cipota para que sirva en el área de salud de masas, atendiendo a las diferentes comunidades… y «Yamileth» se quedó pasmada cuando escuchó a su progenitora decir: «Llévense a la Consuelo, porque siento que es bastante lista, y esta otra bicha —Erlinda— se queda conmigo», agregando que «Yamileth» aprendía rápido y le ayudaba a curar bien a los heridos.
Consuelo —para entonces «con 12 añitos» y quien todavía usaba a veces vestiditos con chonguitas— se le quedó viendo, pero después se contentó, pensando que tendría una nueva experiencia. La llevaron entonces a la clínica de masas de Las Delicias como aprendiz de sanitaria. También tenía que aprender a usar armamento… aunque sólo tuviera «12 añitos» y usara vestiditos con chonguitas. El primer día le enseñaron cómo dar charlas y el segundo a hacer medicinas.
Consuelo fue nombrada como responsable de masas de la Comunidad El Chaparral.
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Mujeres combatientes de distintas edades del Ejército Revolucionario del Pueblo, ERP, en Usulután. En Suchitoto, en la zona de «Yamileth», predominó la Resistencia Nacional, RN.
Explica «Yamileth» que ejercían allí diferentes roles: «Un día dar consulta médica, otro hacer medicamentos y otro ir a dar charlas a las comunidades para prevenir enfermedades y repartir medicina, como la Aralen, que se daba cada 8 días para el paludismo, pues había mucho zancudo».
En cuanto a las medicinas, refiere que «de la cáscara de quina hacíamos las aralenes con almidón, y del zacate limón con chichipince hacíamos antibióticos, que también servían para el dolor. Y, para la tos, jarabes bien cargados de jengibre con eucalipto y miel de abeja; de azúcar, agua y sal con limón hacíamos suero oral y se lo dábamos a los enfermos y heridos para hidratarlos. La cuestión es que allá andábamos todo preparado, y a veces mermaba. Porque allí de dónde químico, todo natural: nos rebuscábamos para hacer los medicamentos con lo que había».
Y les tocó también atender heridos graves: «En noviembre del 83, llegaron con la gran bulla de la masacre en Copapayo. Las compañeras brigadistas iban a traer del medicamento que nosotros hacíamos para llevar», cuenta Consuelo. Hasta que «nos llevaron a un niño herido, en una hamaca, como de doce añitos, quebrado de la piernita por un balazo: otro sobreviviente que también quedó perdido en medio de los muertos y que después contaba todo lo que había pasado».
Elmerito le decían: habían matado a toda su familia en la masacre, menos a Moris, un primo suyo. «Era morenito y pechito, pechito. Lo estuvimos curando en Las Delicias (…) y luego lo trasladamos al hospitalito militar que estaba en esos días allí, donde un equipo médico dirigido por la doctora mexicana “Jasmín” atendía a los heridos más graves». Al poco tiempo, envían a la niña «de 12 añitos» que todavía usaba vestiditos con chonguitas a servir nada menos que…
…como responsable de masas a la Comunidad El Chaparral, a una casita abandonada que llamaban «clínica», la cual contaba con un «triste botiquín» donde guardaban los medicamentos arriba descritos y donde llegaba la población para que les diera la consulta y la medicina. Estaba allí asignada también otra muchacha, Amanda, de 16 años y embarazada.
«Cuando me llevaron a ese lugar que no conocía, iba con anemia profunda, paludismo y una gran fiebre, que ni recordaba por dónde había pasado. Caminaba porque me llevaban de la mano (…). Y lo más chistoso: cuando me paraba a dar consultas, me desmayaba. Cuando despertaba, me estaba cuidando la población allí sentada: “¡Ay, mi hijita! Se nos desmayó… ¿Qué le pasó?”», recuerda «Yamileth», riéndose.
«Cuando los aviones pasaban bombardeando, me sentía tan agotada que no me levantaba a cubrirme de las bombas en los buzones donde nos metíamos con los enfermos, sino que me quedaba tirada en el suelo». Tomaba de los mismos medicamentos que allí se elaboraban, pero no le surtían efecto, lo cual ella atribuye a que «ya era crónico mi padecimiento (…)». Así que la «nueva experiencia» se estaba convirtiendo en un infierno… hasta que llegó el «ángel malo» a liberarla.
Un diablo sirve la Voluntad Divina
Como un mes después, «Yamileth» andaba en la clínica con su vestido de bautismo —que la mamá le hizo a mano y, claro está, con chonguitas—, «porque a mí me bautizaron de 9 años, en mi casa y en la misa de los 40 días después que mi papá murió (…)», recuerda. Pero fue entonces que se le apareció el demonio de la lujuria, en la forma de un joven radista de 16 años, quien ya falleció.
«Llega el muy grosero a enamorarme, y yo solita allí», relata Consuelo. Y es que Amanda se iba a dormir con la madre, quien vivía allí mismo en El Chaparral. «Me le quedé viendo y le dije: «¿No te da vergüenza venir a enamorar una niña de apenas 12 años? (…) ¡Cómo te ponés a creer que te voy a hacer caso! ¡No tengo edad para tener novio!», le gritó Consuelo, ya que Tomasa les había enseñado a sus hijas a defenderse. Pero a él no le dio vergüenza y empezó a quererla tocar…
«Solita en lo oscuro me lo imaginaba todito,
y no dormía pensando en aquello: entraba en pánico», recuerda Consuelo.
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Soldados en la Plaza Central de Suchitoto, Cuscatlán. A diferencia de en la guerrilla, los reclutamientos forzados de menores, a partir de los 12 años, eran frecuentes en la Fuerza Armada.
Entonces ella se agarró de los pasamanos que había en las paredes, arrinconándose y huyéndole; pero él seguía acosándola: «Yamileth» llegó a la puerta que daba al cuartito donde estaba el botiquín y se metió allí, pero no había otra salida «y él se mete también… Y, en lo que me quiso abrazar, agarré un bote de vidrio con mercurio y se lo quebré en la cabeza y salí corriendo, pidiendo auxilio».
Más abajo vivía doña Licha, la hermana del Comandante Chano Guevara de la RN, pero la niña no sabía de tal parentesco. Pidió a gritos a la señora que la ayudara, contándole sobre el fulano que quiso abusar de ella y pidiéndole posada para esa noche, pues ya eran las 6 de la tarde y no quería dormir sola; uno, porque temía que aquel demonio volviera, y dos…
…porque «yo le tenía miedo a la oscuridad todavía (…), como tanto muerto que había visto de diferentes formas… Solita en lo oscuro me lo imaginaba todito, y no dormía pensando en aquello: entraba en pánico», confiesa Consuelo, quien siempre le lloraba a Amanda para que se quedara a dormir con ella, pero la joven le contestaba que para qué tenía miedo, que no pasaba nada.
Doña Licha le dio posada, luego de acompañar a «Yamileth» a cerrar el cuarto del botiquín con llave. Como a las 7:00 de la mañana, llega Amanda a la clínica y Consuelo le anuncia que se va para su casa por lo del muchacho abusivo, acusándola de nunca estar allí para defenderla. «¡Ah! ¿A los hombres les tenés miedo?», le preguntó la joven, burlona. «¡Yo sí!, ¿cómo no voy a tenerle miedo a un hombre si soy una niña chiquita?», le espetó la pequeña encargada de masas.
«¡Así que quiero saber cómo llegar a mi casa porque no conozco (…)! Por lo menos ayudame a llegar a la Comunidad El Barío, de allí para El Perical ya no me pierdo (…)», le pidió «Yamileth» a Amanda, pero ésta se negó a indicarle el camino, con tal de que no se fuera. Ante su negativa, Consuelo salió a buscar quién la ayudara a ubicarse, hasta que llegó al río, donde encontró a una señora lavando.
Al preguntarle por la dirección, Raquel —así se llamaba ella— le dijo que se fuera río arriba caminando por unos cuarenta minutos hasta llegar a una calle, y que de allí agarrara de nuevo hacia arriba hasta llegar a El Barío. Feliz, «Yamileth» agarró su mochila y se fue. A todo esto, seguía igual de afectada en su salud que cuando llegó. En el camino se iba desmayando: cuando ya miraba oscuro se sentaba, para no caer y golpearse. Cuando volvía en sí, se levantaba y seguía caminando.
Se puso muy contenta al llegar a la calle. Caminó en la dirección indicada por Raquel y llegó en efecto a El Barío, donde encontró un niño jugando, el cual estuvo antes junto a sus hermanos en casa de los Escamilla Acosta en Los Platanares: los alojaron allí cuando Fabián Ventura masacró al resto de su familia, en una de sus sangrientas incursiones en busca de ser ascendido a coronel.
Luego de intercambiar unas pocas palabras, «seguí caminando por grandes cañales en grandes planadas», relata Consuelo. Salió como a las 7:30 a.m. de El Chaparral; de allí hasta El Perical eran, máximo, 3 horas… pero ella llegó a su casa a las 9:00 de la noche. Aún no se explica por qué.
Consuelo se enteró que la casa donde estuvo alojada con su «triste botiquín» fue destruida por una bomba de 500 libras.
Cuando Tomasa la ve, le pregunta asustada que con quién llegó tan noche. «Yamileth» contestó que sola y le contó el episodio con el lujurioso joven radista. La madre se escandalizó: «Me dijeron que te iban a cuidar y no te cuidaron: ya no te vas a ir. Aquí te vas a quedar para ayudarme (…)». Y la niña «de 12 añitos», empurrada, contestó: «¡Ni me quiero ir tampoco!»…
…ni tampoco hubiese podido, porque, 15 días después de haberse escapado de la clínica, ésta desaparece: llegaron los aviones a bombardear El Chaparral. Luego le dicen a Consuelo que la casita donde estuvo alojada con su «triste botiquín» fue destruida por una bomba de 500 libras y que de la misma «ya no había ni señas». Por curiosidad fue «Yamileth» junto a su madre al lugar y, «al verlo, me dio escalofríos, pues sólo había un orificio muy grande y profundo (…)».
Un orificio que daba quizás al mismo infierno, de donde salió el demonio que poseyó a aquel joven… para salvarla. Y así lo entendió Tomasa, quien exclamó: «¡Bendito sea Dios que envió un ángel malo para ahuyentarte y que abandonaras este lugar! Pues, de no haber pasado eso, hubieras estado en esta casa y de tu vida ni señas hubieran quedado». Consuelo nunca olvidará cómo su madre la «abrazó con mucha ternura, con lágrimas en sus ojitos…».
La divertida —y trágica— «recluta»
A pocas semanas de volver a su casa, cuenta «Yamileth» que llegó «la famosa “recluta”, que realmente era voluntaria». Llevaron a todos los niños de la zona a entrenamiento militar, incluyendo a Erlinda: eran sesenta infantes en total, casi mitad niños y mitad niñas. Fue una escuela política militar «muy bonita, por cierto», comenta Consuelo, quien ya para entonces tenía 13 años.
Tiene buenos recuerdos de esa etapa porque allí «siquiera frijolitos con arroz nos llevaban en 2 tiempos de comida, no aguantábamos casi hambre. De allí nos entrenaban fuerte (…); pero, como éramos niños, todos nos divertíamos». Así que contaban cuentos, jugaban y… aprendían a tirar balazos. Mas, por las noches, todos aquellos juguetones reclutados lloraban por sus madres, menos «Yamileth», quien ya había aprendido a valerse por sí misma. Así que consolaba a las niñas y las animaba, enseñándoles también lo relativo al cuidado de la salud, «por cualquier cosa».
De modo que pasaron días donde la única sangre derramada en el campamento era la de las heridas o los raspones que los entrenados se hacían durante las prácticas o los juegos… hasta que sufrieron un asalto real por parte de los famosos «PRALes» (Patrullas de Reconocimiento de Alcance Largo o batallones especializados de la Fuerza Aérea), quienes tipo 7:00 de la noche agarraron el campamento a balazos. Fue en esa balacera que comenzó el derramamiento de sangre en serio allí, pues cayó herido Ricardo, un compañero de la misma edad que Consuelo.
«Todo el mundo corriendo y yo, cuando lo miro sangrando, me regreso: en medio de la gran balacera, corro a sacar el botiquín para empezar a curarlo —relata «Yamileth»—. El jefe, al que llamábamos “Teodoro Gómez”, se me quedó viendo y dijo: “¿Y usted por qué no se corrió? ¿No ve que estaba el herido bien grave? Aquí todo el mundo se fue ya: sólo quedamos usted y nosotros”».
Cuando terminaron los entrenamientos, todos los graduados pasaron a formar parte de la guerrilla regional.
«¡Pues sí, es que hay que atender al herido!», acertó a responder ella, quien ahora explica que «gracias a Dios no eran el montón de soldados, sino tres o cuatro PRALes que andaban por allí, así que luego se fueron». A raíz del evento, en la mente del jefe militar quedó marcada aquella valiente jovencita. Además de Gómez, el otro jefe militar en el campamento era «Carvilio»; mientras que «Nayo», un mexicano manco, era el jefe político junto con su esposa «Nidia», también mexicana.
Cuando terminaron los cursos, todos los graduados pasaron a formar parte de la guerrilla regional. Inmediatamente, «Teodoro» exigió que dejaran como brigadista en dicha guerrilla a Consuelo: «O me la dejan a ella o a nadie: veo que no se va a cortar cuando sea el momento de atender a un herido». En la decisión del jefe pudo pesar también, quizá, que la puntería de la jovencita no era tan mala. Pero tan honrosa asignación sólo fue el comienzo de otro calvario para «Yamileth»…
Armas mortales en manos inocentes
…porque en la guerrilla regional, por las mismas inexperiencia e inquietud de los niños, se les iban los disparos y se herían o mataban unos con otros: que fueran duramente entrenados no significaba que dejaran de ser infantes. Además, en El Chaparral, Consuelo vio salud general, dio charlas y repartió medicamentos, no atendió fracturas o heridas abiertas: curó heridos antes, pero siempre con el apoyo de su mamá o alguien más. En cambio, allí tenía que lidiar con los heridos ella sola.
De modo que, a dos meses de formarse la guerrilla regional, fueron cierto día desde el campamento hasta la Hacienda San Antonio a comer mandarinas y cocos, porque ya no tenían comida. Un cipote se subió entonces a una palmera a cortar y a tirar cocos para que los cacharan abajo. De pronto, los aviones de la Fuerza Aérea llegaron y comenzaron a tirar bombas, ya que «esa hacienda como que la agarraban de blanco (…), creyendo que allí se alojaba la guerrilla», explica «Yamileth».
Salieron inmediatamente, corriendo sin parar al campamento, donde se sentaron a descansar en la cocina. Consuelo quedó junto a su compañera Arelí. Al rato, un cipote se puso a limpiar un fusil FAL, lo volvió a armar, haló el gatillo… y se le fue un balazo: no se percató de que había uno en la recámara. Cuando Arelí vio la sangre, preguntó a gritos que a quién le habían dado. Entonces «Yamileth», con toda la calma de la que fue capaz, le dijo: «A ti te han dado».
En efecto, la jovencita tenía los intestinos de fuera, colgando. Al principio Arelí no sintió nada; pero, al darse cuenta de que era ella quien sangraba, comenzó a gritar de dolor y a decir que moriría. Consuelo le dijo que lucharían por su vida: la abrazó y se la llevó al cuarto, donde le cubrió las vísceras con una toalla húmeda, la inyectó para la infección y el dolor, le colocó un suero y la llevó junto a otros compañeros en una hamaca al hospitalito, ubicado a una hora y media de camino de allí, en un lugar al que llamaban Consolación.
Allá ejercían su hermana «Jacqueline» y su prima «Armida», junto a los médicos mexicanos «Jazmín» y «Eladio». Como «Yamileth» era la encargada de tipear la sangre para elaborar la lista de donantes, llevaba unos consigo; pero el médico dijo que no los necesitarían… y ella sabía lo que eso significaba: Arelí hasta los riñones llevaba destrozados, así que tampoco tenía esperanza de salvarla.
«Yamileth» y otras compañeras iban al río Charchigüe a bañarse, y le pedían a un compañero, «Toquito»,
que les diera seguridad.
Efectivamente, al volver al campamento, escucharon por radio que en la operación había fallecido la joven de apenas 16 años. Aquella fue la primera tragedia que le tocó vivir a Consuelo después de ingresar a la «recluta», donde quizá, en medio de la diversión y las lecturas de cuentos, llegó a sentir que estaba a salvo de experiencias como la de Zacamil, El Mangal, Guazapa 10 y tantas otras.
Después de Arelí, se vino una sucesión de eventos que «Yamileth» recuerda porque no le queda más remedio, como cuando dos cipotes, «chelitos y pecosos ambos», bromeando entre sí, comenzaron a decirse «huevo de chumpa» y «chumpe arnesado». «¿Cómo decís, cabrón?», exclamó el «chumpe arnesado», poniéndole la pistola en el pecho al «huevo de chumpa»: se le va el balazo y le salen al otro los pedazos de pulmón por la espalda. Camino al hospital murió el joven…
…o como cuando al compañero «Julito» otro llamado «René» le pidió prestada su M16 y no quiso prestársela. «René» insistió, forcejearon y salió una ráfaga de 3 disparos. Cuando Consuelo —quien estaba preparando un cusuco para comerlo entre todos— vuelve a ver, «Julito» tenía el brazo destrozado: «Como que era chorro de agua la arteria, vaciándose», expresa ella. «Yamileth», como siempre, hizo a cabalidad lo que tenía que hacer y «Julito» sobrevivió, pero amputado…
…o como cuando otro muchacho se pegó un balazo en el pie y también sobrevivió, amputado. O como cuando…. Y así sucesivamente, varios jovencitos cayeron privados de un miembro o del mismo aliento vital: Consuelo —quien siempre hizo a cabalidad lo que tenía que hacer— lloraba, sintiéndose impotente y hasta culpable, y quería irse. Pero el médico le decía que ni ellos hubiesen podido hacer nada en esos casos. Y no por reconfortarla, sino porque ésa era la pura verdad.
Ni edad para amar… ni edad para morir
«Toco», «Toquito» o «Jorge» usaba una carabina «mocha», según él la llamaba. Es decir, pequeña. «Era bueno para pelear», acota «Yamileth», y también era originario de Guadalupe, del lado de Tenango. Tenía dos hermanos —«Higinio» y «Goyo»—, más o menos de la misma edad que Consuelo —quien tenía ya 14 años— y su misma baja estatura: se llevaban bien.
Ella y otras compañeras le pedían que las cuidara mientras se bañaban en el río Charchigüe, porque las mujeres debían llevar seguridad para ello, pero las jóvenes no querían llevar a hombres mayores, pues les daba pena que las vieran en paños menores. A cambio, ellas le lavaban la ropa al cipote y montaban guardia cuando él se bañaba.
Pasaron los meses, «Yamileth» había comenzado a «echar cuerpo» y el muchacho —cada vez menos «Toquito» y más «Jorge», al punto de ya no portar la carabina «mocha» sino un fusil M16— se enamoró de ella. La cuenteaba, pero Consuelo le decía que estaba loco, que ni ella ni él tenían edad para eso. Y él le contestaba que sí, que estaba loco… pero por ella. Para colmo «Goyo» (de 17 años) comenzó a «enamorarla» también.
«Mi meta era tener novio hasta cumplir los 18 años, porque miraba que las cipotas quedaban embarazadas…»,
explica Consuelo.
«Yamileth» asegura que no le hubiera «hecho caso» al joven, aunque le hubiese gustado, porque —además de la cuestión de la edad— él había mandado a una muchacha encinta para San Salvador y también por su parentesco con «Toco»: era una situación muy conflictiva. «Mi meta era tener novio hasta cumplir los 18 años, porque miraba que las cipotas quedaban embarazadas, salían de las filas insurgentes para volver después y dejaban a los niños a saber adónde, y eso no iba conmigo».
De modo que «Jorge» le insistió en vano a Consuelo hasta que decidió definir la situación. Encontró cierto día a «Yamileth» asando unas semillas de marañón y ella le ofreció algunas. Él las aceptó y, comiéndolas, como si nada, le dijo que andaba bien decepcionado de la vida. Y acto seguido, también como si nada, puso su fusil M16 a ráfaga, sin seguro y con proyectil en la recámara.
Ella exclamó: «¡Se te va a ir un disparo, vas a matar a alguien o te vas a herir vos solo y yo no quiero lidiar con más heridos!… ¡Estoy hasta aquí de tanto trauma en esta guerrilla!» «¡No, lo que tengo ganas es de matarme yo solo!», contestó él. «¡Qué tonteras decís!», exclamó Consuelo, quien le arrebató en el acto el fusil, quitó el proyectil de la recámara, le puso seguro al arma y se la devolvió, esperando con todo su ser que aquello fuera sólo una broma pesada de «Toquito»…
… pero él rápido metió otro tiro en la recámara y volvió a poner el fusil a ráfaga. Entonces ella se lo volvió a quitar e hizo lo mismo que antes, sólo que esta vez colocó el arma lejos del alcance de él, quien entonces se acercó a coger más semillas. A partir de ese punto, la historia tuvo dos probables vertientes, de las cuales se activó la peor, porque «Yamileth» tuvo que darle la espalda, sólo para escucharlo gritar a los pocos segundos: «¡Mire, niña: así como estoy me puedo matar yo solo!»
Ella volteó a ver: «Toco» —luego de recuperar velozmente el arma— había colocado la boquilla del fusil bajo su propia barbilla imberbe, con el dedo en el gatillo y a ráfaga. Como era chaparro, la barbilla le quedaba levantada, lo cual no dejaba de verse cómico. Pero Consuelo se percató de que no bromeaba, así que muy seria comenzó a intentar disuadirlo cuando… ¡Plash!: un ojo desorbitado, dientes quebrados, borbollones de sangre… «y él cayendo redondito en una cunetita».
El tiempo se ralentizó e imágenes y sonidos configuraron una escena cuasi repetitiva: «Yamileth» se postró para recogerlo mientras llegaban corriendo otros compañeros… lo recogen y le pone suero… por el estado calamitoso de la boca de «Jorge», no pudo suministrarle ningún medicamento oral… ella le indica que se ponga de lado para no irse en sangre y él sólo emite sonidos guturales como respuesta… lo colocan en la consabida hamaca y lo llevan al consabido hospitalito.
En formación estaban allá cuando llegan con el herido. Los brigadistas exclamaron a coro: «¡Otra vez la guerrilla regional! ¡Ya parece carnicería!» Preguntan a Consuelo qué había pasado y ella les explica. Llevaba tres donantes: el médico le dijo que se los llevara y ella insistió que los necesitaba. «¡Dije que se los lleve!», repitió el galeno, tajante. Y «Yamileth» sabía lo que eso significaba.
«Yamileth» se sentó a llorar: todavía veía en su mente al pobre cipote cayendo frente a ella, cuando avisaron que había muerto.
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Cuartel del Ejército salvadoreño y de la hoy extinta Guardia Nacional en Suchitoto, en la década del ochenta. Dicha ciudad de Cuscatlán tuvo presencia militar durante todo el conflicto.
Dedos acusadores como puñales
Los hermanos de «Jorge» andaban con ella. De vuelta al campamento, «Goyo» preguntó: «Mi hermano morirá, ¿verdad?» «Tengamos fe que no», respondió Consuelo; pero él alegó que estaba seguro de que moriría, desde el momento en que no pidieron donantes. «Yamileth» ya no respondió. «¿Y sabe qué es lo peor? —prosiguió el joven—: ¡que mi hermanito por su culpa se murió!» Aquellas palabras cayeron como un baldazo de agua fría en Consuelo.
«¿Qué tonteras estás diciendo, vos? ¡Ni se te ocurra abrir la boca para decir semejante cosa! ¡Eso fue un accidente!», lo recriminó ella en el acto. «¡Sí, pero, como sólo usted estaba allí, no puede decir otra cosa!», rezongó «Goyo»… para luego confesar que él también se sentía culpable, porque esa misma mañana le había dicho a «Toquito» que dejara de cuentear a «Yamileth», que ella sería su esposa, pues él era «más guapo y mayor», mientras que él era sólo «un bicho mocoso».
«¡Me voy a matar, si pasa eso!», le había contestado «Toco»: «Nunca pensé que iba a cumplir su promesa», concluyó el engreído muchacho. Consuelo entonces lo llamó «malvado», le espetó que sabía lo de la joven embarazada, que jamás le quitaría el padre a un hijo ni el esposo a otra mujer y que no tenía ni edad ni ganas para tener novio, mucho menos después de semejante tragedia.
Nomás llegaron al campamento, «Yamileth» se sentó a llorar: todavía veía en su mente al pobre cipote cayendo frente a ella, cuando avisaron que había muerto y que fueran a traer el cadáver. Salieron como a las 9:00 p.m. a traerlo y se le hizo guardia de honor toda la noche, una noche muy oscura que se prolongaría en el alma de Consuelo por bastante tiempo, porque las lenguas de sus compañeras se tornaron bífidas y afiladas desde esa hora…
«¡Por tu culpa se mató el niño!» «¡En tu conciencia lo llevarás!» «¡Nunca serás feliz!» «¡Por qué mejor no te mató a vos, sino que tenía que quitarse la vida un niño tan bonito!» «¡Como tan orgullosa que sos, que a ningún compañero le hacés caso!» En vano respondía «Yamileth» que no estaba en edad de tener novio, porque ellas tenían una edad similar y andaban con uno. En vano alegaba que «nunca le dije que sí al cipote ni le di esperanzas de nada ni coqueteé con nadie, para que él se haya sentido mal por eso» …
En fin, en vano repetía una y otra vez: «Fue un accidente, ¿por qué tendría que sentirme culpable?», ya que ellas querían creer que sí lo era, porque el veneno que ahora escupían venía acumulándose quizá desde hacía tiempo: cuando mandan a llamar a la madre de «Jorge» —refugiada en Calle Real—, las «compañeras de lucha» le espetan a Consuelo: «¡Ojalá te arrastre y te mate!»
Se regó tanto la acusación en su contra, que ya ni a visitar a su madre iba, pues tenía que pasar por dos comunidades para ello y, por dondequiera pasaba, la gente la señalaba: «¡Ahí va la bicha por la que se mató el niño!» Agobiada, «Yamileth» pasaba llorando y deseando morirse, pues al fin habían logrado hacerla sentir culpable… mala. No salía ni comía y ya no podía dormir: a partir de entonces comenzó a padecer de insomnio, una secuela del conflicto armado que aún persiste en ella.
(Continuará)
* Escritora, periodista, pintora y dibujante. Autora del libro Raíces sumergidas, alas desplegadas (2014). Mención honorífica en el III Concurso Internacional de Microrrelatos Jorge Juan y Santacilia, con sede en Novelda, España (2016).
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