Cultura
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Ilustración: Luis Galdámez
José Miguel Benítez Casteleiro. Segunda entrega
José Miguel Benítez
Febrero 7, 2025
José Miguel es un periodista español nacido hace 67 años en la localidad gallega de Ferrol (A Coruña). Ha vivido 17 años en Centroamérica (a la que considera su segunda madre, y en donde han nacido sus hijos), en la que ejerció como free lance y en donde colaboró con diferentes medios locales.
Ha sido corresponsal en Andalucía (España) de la Agencia Efe. Es colaborador habitual de la revista Carrer (Calle) de Barcelona.
En los años 90 del siglo pasado, fue consultor de diferentes programas de la Unión Europea en Centroamérica: Programa de reinserción productiva de lisiados de guerra (El Salvador); Programa de apoyo a la reinserción de los Ex-Combatientes de la URNG a la vida civil (Guatemala); Programa de apoyo al desarrollo de los pueblos indígenas y negros de Centroamérica (con sede en Panamá).
Desde su regreso de Centroamérica vive en Barcelona, su ciudad fetiche y a la que siempre vuelve, y a la que gusta definir con las palabras que le dedicó Cervantes en El Quijote: «archivo de cortesía, albergue de los extranjeros… y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única».
Es activista del movimiento de solidaridad internacional con Centroamérica, en los años 80 y 90 del siglo pasado.
El otro soy yo o es de los nuestros
Elizabeth I
Cuando llegaron a El Paso, ya no tenían mucho más que decir. Elizabeth tenía un hambre impaciente, así que Jesse la dejó al lado de unos restaurantes que había en el centro comercial que encontraron a la entrada de la localidad texana.
Elizabeth le dio secamente las gracias a Jesse y se despidió sin siquiera mirarle a la cara. Se sentía aliviada por no tener que seguir escuchándola. Los locales más cercanos se anunciaban como Texan-Mexican Restaurant, pero prefirió sentarse en la terraza de un Steakhouse que ofrecía «riquísima carne a la brasa», tal como lo anunciaba en sus coloridas pizarras. A Elizabeth le llamó la atención que en aquella zona del centro comercial la mayoría de los clientes parecían ser de origen latino.
No tuvo tiempo a pedir la orden. Unas cuantas detonaciones y muchos gritos desesperados le obligaron a levantar la vista del menú que recién comenzaba a leer. Vio gente correr despavorida en todas direcciones. En la otra punta del paseo en el que se encontraba el restaurante vio aparecer una figura borrosa de un hombre que se acercaba en medio de una especie de bruma generada por el enorme calor que hacía esos días. Cuando se dio cuenta que aquel tipo, que le resultaba familiar, era el causante de todo el alboroto, ya no pudo reaccionar, a pesar de que se creía entrenada para tomar decisiones rápidas en momentos extremos. El grito de «¡no permitiré que invadáis mi país y lo controléis!, ¡nunca lo conseguiréis!», ya no lo pudo escuchar: una bala le había atravesado su cabeza, que cayó a plomo sobre la mesa, tiñendo de rojo viscoso el anuncio, en ella impreso, de una conocida cerveza mexicana.
Miriam
Miriam tenía unas facciones muy atractivas, aunque maldecía a veces su cuerpo por ser, como decía ella: «excesivamente generoso en carnes». Había intentado un par de dietas, pero desistió enseguida. Pero tenía agilidad, a pesar de sus casi dos metros de altura, y le encantaba bailar, su cuerpo se lo pedía casi cada día. Quizás había heredado el gusto por el ritmo de sus antepasados garífunas. Su bisabuelo, Dudú, había llegado 70 años atrás a Austin procedente del Caribe hondureño y se casó, casualidades de la vida, con una garífuna diez años menor, Iya, que había llegado tres años después que él, procedente de Guatemala. Se conocieron nada más llegar Iya a la estación de buses donde trabajaba Dudú. Sobre su tez negra aterciopelada, como la de su madre, destacaban sus ojos gris verdoso, prácticamente lo único en lo que se parecía a su padre. Su progenitor, al que apenas conoció, era un haragán sin gracia, a la que la madre de Miriam echó de casa cuando éstas aún no había cumplido cinco años. En la vitalidad y amor al trabajo, se parecía a su madre y abuelos. Sin embargo, a Miriam no le gustaba recordar su pasado familiar, aunque quiso mucho a sus abuelos, pero es que se sentía profundamente americana, y utilizaba expresamente ese término porque lo consideraba más auténtico y con más empaque de grandeza que el de estadounidense o norteamericana, y no entendía que algunos sudamericanos se molestaran por ello, como le habían comentado amigos de origen argentino y colombiano.
En el último mes habían asaltado el negocio dos veces (…). En ambas ocasiones los asaltantes eran jóvenes latinos.
—Vosotros los del Sur —les dijo—, sois sudamericanos. Cada uno de vosotros reivindica su nacionalidad, su país, solo nosotros reivindicamos llamarnos americanos, porque además es una forma de ser y sentir que sólo tenemos los verdaderos americanos.
Eso no quería decir que a Miriam no le atrajeran los países del Sur, porque los consideraba muy exóticos, especialmente Brasil, que ejercía sobre ella una seducción especial.
Miriam necesitaba unas vacaciones. Había tenido un año agotador. En el último mes habían asaltado el negocio dos veces, y le habían apuntado a la cara con armas de grueso calibre. En ambas ocasiones los asaltantes eran jóvenes latinos.
Aunque no le correspondía todavía, había pedido una semana de vacaciones en la empresa, y se la habían concedido. Llevaba tiempo planificando con una amiga el viaje a Brasil, y aquel era un momento perfecto. Su amiga, Thelma, lo había organizado todo: primero Río, luego Sao Paulo y, para rematar, un viaje por el Amazonas.
Nada más llegar comenzaron la ruta del primer día que había preparado Thelma: visita al Cerro de Corcovado y su Cristo Redentor, el icono de Río; selfies en la Escalera de Selarón con su 215 peldaños de mosaicos; baño en la playa de Ipanema y compras en sus boutiques, que visitaron durante la tarde. Luego se fueron a descansar para coger fuerzas para la noche, en la que querían disfrutar del ocio nocturno carioca.
Ya descansadas y con ganas de fiesta se dirigieron en taxi a la discoteca que había elegido Thelma. Al dejarlas en la entrada, el taxista les dijo algo que no entendieron, ya que el hombre, un negro delgado, no hablaba inglés. Pero les inquietaron sus gestos con la cabeza y con la mano, con los que parecía decir: «¡No!, ¡no!». ¿Se referiría a la propina? Enseguida comprendieron que no era eso.
En la entrada de la disco había cuatro corpulentos miembros de seguridad. Cuando Miriam iba a entrar, le cerraron el paso diciéndoles algo en portugués. Miriam les preguntó que qué pasaba, que no entendía. Los cuatro hombres se dijeron algo entre ellos y se rieron. Thelma intervino intentando hablar las cuatro cosas de portugués que había memorizado durante la preparación del viaje. Pero con el mismo resultado: comentarios jocosos, y más risas. Las dos mujeres no sabían qué hacer. No entendían qué estaba pasando. Mientras tanto, vieron atónitas cómo dejaban entrar a dos grupos de personas, que miraron a Miriam con curiosidad. Ella buscó en el móvil la traducción de «¿nos pueden explicar por qué no podemos entrar?». Fue leyéndolo despacio para que le entendieran mejor. Y al momento, uno de los guardias, el único negro del grupo, le contestó en inglés, tan despacio como lo había hecho Miriam. «Essss uuunaaa fieeestaaaa priiivaaaadaaa», y los cuatro gorilas estallaron de nuevo en una carcajada. Miriam se encaró entonces con el que le había contestado recriminándole su actitud y exigiéndole respeto. El vigilante, de nombre Jair, la miró fijamente y con cara de mal profesor que regaña a un alumno que le corrige un error, le gritó en inglés:
«¡Perdona, perdona! ¿Estás tratando de compararme contigo? Yo no soy como tú, soy uno de “ellos”», dijo señalando a sus compañeros blancos.
—Mira negra, aquí no quieren a gente como tú ¿de acuerdo? Así que ¡mueve tu gordo culo negro y márchate! Y dile a tu amiga que si se quiere divertir, mejor que te meta en un taxi y te envíe al hotel de mala muerte en el que te han dado cobijo. ¡Largo! ¡No me hagas perder más tiempo!
Thelma, asustada, le dijo a Miriam que lo dejara estar, que no había nada que hacer, que no valía la pena. Pero Miriam no podía dejarlo así y estalló contra Jair.
—¿Y tú, miserable?, ¿cómo es posible que permitas y respaldes algo así que va contra ti mismo, contra gente negra como tú?
—¡Perdona, perdona! ¿Estás tratando de compararme contigo? Yo no soy como tú, soy uno de «ellos»
—dijo señalando a sus compañeros blancos del grupo de seguridad del local.
—Sí, ya veo tu pelo rubio, y tus ojos azules, y tu tez rosada…
—¡No te enteras! A mí me admiten porque soy un tipo listo que ve el futuro, y el futuro es de gente como yo. Aquí no admiten a negros que no son nada y que nunca lo serán, que sólo sirven para procrear y para engordar. Y esto va también para ti. Aquí no se hacen excepciones.
—¿Ni siquiera contigo, mercenario?
—Yo estoy trabajando, y sé cuál es mi papel y cuáles son mis cartas, y las estoy sabiendo jugar. Si sabes lo que te conviene, será mejor que no me toques más las pelotas y te vayas, estás molestando a los clientes.
Descorazonada, abatida, humillada, Miriam comenzó a alejarse aferrada a Thelma, con la mirada perdida y con mil confusos pensamientos, entre los que se coló, de refilón, la imagen de Elizabeth atravesando la puerta del local de alquiler de coches, dónde trabajaba, allá en Austin.
Jair
Jair era un alto y corpulento joven de origen senegalés, de 28 años de edad. Sus padres habían elegido Estados Unidos como país de destino, pero por diversas circunstancias, probaron suerte primero y se quedaron ya para siempre en Brasil, anticipándose así a la ola de emigrantes senegaleses que eligieron como destino ese país a partir del año 2000.
Llegaron en 1989 y se instalaron directamente en Río con sus tres hijos: Aliou, Fatou y Marieme. Allí les nacieron dos más: Jair y Joao. Jair era ambicioso y le gustaba la buena vida y se gastaba todo lo que tenía, que al principio no era demasiado, en fiestas y ropa de marca. Siempre soñó con comprarse un coche de lujo, y sabía que algún día lo conseguiría.
El hermano mayor de Jair, Aliou, que llegó a Brasil con 10 años, se regresó a Senegal 20 años después, quizás por no acabar de adaptarse a la vida brasileña, quizás por la nostalgia de la tierra y las historias de los peul —el pueblo nómada al que pertenecía su familia—, que le contaba su abuelo Abdoulaye. Cinco años después, los padres le pidieron a Jair que viajara a Senegal, para ayudar a su hermano Aliou, al que habían detenido bajo la seria acusación de intento de robo. Le dieron dinero más que suficiente para que hiciera lo que tuviera que hacer.
Aliou le contó a su hermano Jair que simplemente estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado.
A regañadientes, porque no le gustaba viajar a un continente al que Jair miraba con desprecio, viajó a Tambacounda, la región de la que eran originarios. Llegó a la capital, del mismo nombre, y se instaló en el mejor hotel, que había reservado previamente. Lo primero que hizo fue encender la televisión. Se sentía incómodo en lo que para él era un misérrimo país sin solución y, sobre todo, porque pudieran confundirlo con uno de sus habitantes.
Al día siguiente, después de acicalarse con su habitual ritual: nunca salía antes de enjabonarse y afeitarse tres veces, por más prisa que tuviera, fue a la cárcel a ver a su hermano. Aliou le contó que simplemente estaba en el sitio equivocado en el momento equivocado. Y comenzó a contarle atropelladamente lo que le había sucedido.
—Soy intermediario en el negocio del algodón, y había venido a Tambacounda a cerrar un acuerdo con uno de los productores, cerca de la estación de autobuses, en donde aparqué mi pick-up, y justo cuando salía del vehículo oí gritos y vi gente corriendo, por lo que me tuve que apartar deprisa para que no me atropellaran, pero sin correr, simplemente me moví deprisa, con tan mala fortuna que mi rápido movimiento llamó la atención de un tipo que inmediatamente me señaló y comenzó a gritar que yo era uno de los ladrones, sin darme tiempo a reaccionar, porque me quedé en estado de shock, hasta que pude empezar a gritar que era inocente, que no tenía nada que ver con ningún robo, pero no pude decir nada más porque un par de policías, que no vi de donde salían, me empujaron contra una pared, sin que yo pudiera hacer nada, mientras oía al tipo que decía ser el dueño de la tienda robada que me reconocía por mi camisa azul de manga corta con ribetes dorados y pantalones africanos azules, que es lo que yo llevaba exactamente ese maldito día porque me pareció que era lo más adecuado para ese negocio, que si lo llego a saber ¡maldita sea!, me visto de francés, eso le dije al policía que me retorcía el brazo y me gritaba que me callara, mientras yo le insistía, sin mucho éxito, que estaba allí con mi pick-up para un negocio de algodón, y maldita la hora que dije eso, porque entonces me llevaron a empujones hacia el pick-up, en el que, ¡no te lo vas a creer!, allí, en la tina de mi pick-up, los ladrones habían tirado una de las cajas de productos electrónicos de la tienda de aquel tipo que, al ver su caja, aumentó aún más sus gritos y sus gestos de loco descontrolado, pidiendo que se me ejecutara allí mismo.
—¡Para!, ¡para! ¡Que me vas a volver loco! ¡Cálmate Aliou! Contrataré un abogado y un detective para encontrar testigos, si es necesario pagándoles, que testifiquen que vieron a otro tipo con ropas similares a las tuyas echando la caja en tu pick-up. ¿Has hablado con la persona con la que ibas a hacer el negocio? Porque es un testimonio importante.
—No. He dado los datos a la policía, pero me temo que por no meterse en problemas no aparecerá, o lo que es peor, dirá que no me conoce de nada. Ya no sé que pensar, ni…
—¡Vale!, ¡vale! Dame a mí los datos y déjalo todo en mis manos.
—¿Le contarás la verdad a la familia? Porque me imagino que…
—¡Sí!, ¡sí!, ¡sí!, ¡tú tranquilo y ten paciencia!
…cuando sucedía algún hecho delictivo,
Yoro señalaba directamente a ese pueblo nómada como principal sospechoso.
Jair se levantó dejando a su hermano gritando que «¡cómo voy a estar tranquilo si estoy preso por..!». El resto ya no lo oyó Jair, había traspasado la puerta.
En la salida, se topó con Yoro, el dueño de la tienda, al que la policía le avisó de su presencia.
—¡Eh, tú, Ndring!1 Ni se te ocurra tratar de sacar a tu hermano. ¡Sois todos unos sucios y vagos delincuentes que no merecéis vivir! Los peul sois lo peor de este país. ¡Vergüenza para Senegal! Y tú no me engañas, seguro que eres peor que tu hermano —dijo Yoro, mientras Jair, sin decir nada, clavaba su mirada en el comerciante— ¡No, no te atrevas a mirarme a los ojos! —le espetó éste— ¡Me debes respeto! ¿Te sientes seguro, verdad?, porque las autoridades os protegen ¿Qué más tenemos que hacer los que trabajamos honradamente para ayudar a nuestro país?, ¿tomarnos la justicia por nuestra mano?
Jair siguió mirando con absoluto desprecio a Yoro, y no precisamente porque fuera el causante de que su hermano estuviera en la cárcel. Creyó a su hermano, pero le interesaba más salir de aquel país y volver a Brasil que la libertad de Aliou. Contrató un abogado y un detective, compró testigos, y consiguió liberar a su hermano en poco tiempo. Cuando todo estaba encaminado, regresó a Brasil antes de que soltaran a Alou, no quería permanecer allí ni un minuto más. Años más tarde, Jair fue conocido como «el negro de Boxonaro».
Yoro
No lo podía creer. Yoro estaba convencido de la culpabilidad del peul. En realidad hubiera responsabilizado a cualquiera de esa etnia. Su familia había tenido problemas con una familia peul, cuando él era niño, y eso le marcó. Toda la vida había escuchado chistes sobre los peul y comentarios que los criminalizaban, por eso, cuando sucedía algún hecho delictivo, como este del que él había sido víctima, Yoro señalaba directamente a ese pueblo nómada como principal sospechoso.
Yoro era más bien enclenque, tenía estrabismo y un defecto en la nariz que lo acomplejaba y debido al cual, desde niño, había cogido la manía de taparse la cara con una de sus manos al hablar con cualquiera. Por todo ello, cuando iba a reclamar a la policía, no le hacían demasiado caso, más bien estaban hartos de él y se reían a sus espaldas.
Pasaban las semanas y Yoro no pudo recuperar el resto de material que le habían robado. Fue acumulando amargura. No le iba del todo mal el negocio, podía seguir adelante. La paciencia no era precisamente una virtud de Yoro, siempre quería conseguir todo al momento, lo que le había traído numerosos problemas con proveedores, con la administración, con vecinos. Su impaciencia lo impulsaba cada vez más a abandonar cuanto antes Senegal. Yousse, un amigo de toda la vida, trataba de tranquilizarlo.
Yoro estudió las tres rutas que le ofrecieron: la marítima por Canarias, la de Libia o la de Marruecos…
—Yoro, no estás mal aquí. Senegal es un país tranquilo, no hay guerra, ni problemas de religión como en otros países. Ni siquiera eso que ves tú como un gran problema: los peul, lo es para la mayoría de la gente. Este sí es un país empobrecido, pero saldremos adelante. Tú no tienes los grandes problemas de los que se van, aquí tienes para vivir y fuera no sabes lo que te espera.
—No me digas que no hay problemas, ¡y el robo! Y ese apestoso hermano que llega aquí, de fuera, ¡y parecía un general! Y bastante trabajo me cuesta tirar para delante, lo sabes. ¿Vale la pena tanto sacrificio? Ya viste lo bien que le ha ido a Adamar o a Maissa, en España y en Francia. ¡Han prosperado! ¿Has visto sus casas, y sus coches? ¿Quién puede aquí tener algo así?
—¿Y cómo sabes que es verdad? ¿Porque te han enviado unas fotos por Whatsapp? Yo escucho también a Shengor, ¿no te acuerdas de lo que nos contó?: lo duro que es todo, las dificultades y el riesgo del viaje, ¿cuántos se quedan en el camino? Y que Europa no es la tierra de leche y miel que nos venden por televisión. Que hay mucho racismo y rechazo, que no puedes trabajar porque necesitas papeles legales que no te dan. Él, con su título de ingeniero, aún vive de lo que vende en la calle, con el riesgo de que lo atrape la policía, le requise todo, lo meta preso y lo devuelva aquí a Senegal. Porque después de dos años, todavía no le han dado los papeles y no ha conseguido otra cosa, y no se atreve, como otros, a vender droga para sobrevivir, o a robar.
—¡Shengor es un fracasado, que te cuenta esas historias para justificarse y no admitir que es un perdedor! Te apuesto a que me voy a París, y en el tiempo que lleva allá Shengor, yo consigo lo que tienen Adamar y Maissa. Es mi oportunidad para darle a mi familia lo que no puedo darles aquí.
Yoro estudió las tres rutas que le ofrecieron: la marítima por Canarias, la de Libia o la de Marruecos, y optó por esta última, porque le pareció la menos peligrosa. Contactó primero con Adamar y Maissa, para explicarles su idea, aunque los notó distantes, luego con Shengor, que trató de disuadirlo, así como con amigos en España, etapa intermedia hacia París. Dos meses después, el mismo día que le comunicaban que habían detenido al verdadero ladrón de su tienda, y que habían recuperado el resto del material robado, Yoro se despidió de su familia y tomó rumbo a Marruecos.
Como le había avisado su amigo Yousse, el viaje fue duro. En el camino tuvo que pagar tres veces más de lo que había pactado. Vio como secuestraban a otros compañeros de viaje para pedir rescate a sus familias. Cuando por fin llegó a Marruecos, le robaron lo que le quedaba, y no tuvo más remedio que acudir a un campamento de subsaharianos en el que no había casi de nada, salvo cientos de personas como él: desesperadas y con la obsesión por llegar como sea a España, saltando vallas o a nado, si era preciso. Allí conoció a personas de Mali, de Nigeria, de Camerún y de otros países. Algunos le contaron que era su segunda o tercera intentona, que habían sobrevivido al mar, a la peligrosa ruta de Libia. Que habían visto robos, asesinatos, violaciones, que habían visto morir a niños ahogados en el mar ante la desesperación de sus madres. Abdoulah, un maliense, le decía que él ya no era humano, que él se había vuelto piedra, para poder soportar tanto sufrimiento.
—No es que el mundo se haya olvidado de nosotros —le dijo Abdoulah—, es que no nos ven como personas, porque si nos vieran como a alguno de sus hijos, de sus madres, de sus hermanos, no consentirían que estuviéramos en esta situación. Para ellos nosotros somos el problema, por eso algunos desearían que desapareciéramos para siempre en el mar o en el desierto, porque somos culpables de haber salido de nuestros hogares en busca de una vida mejor para nosotros y los nuestros, no importa que los antepasados de muchos de ellos hicieran lo mismo que tratamos de hacer ahora nosotros. Y buscan excusas, en parte para acallar su mala conciencia. Pero lo peor son las personas y grupos que nos utilizan para medrar y conseguir poder a través de generar miedo y odio hacia nosotros, eso lo he aprendido con el tiempo. Son gente sin escrúpulos que no les importa el daño que hacen con tal de conseguir sus propósitos e imponer sus intereses, o son fanáticos sin alma, malas personas que nos tratan como cucarachas por las que sienten repulsión hasta de pisarlas.
Yoro no supo qué decir, porque al escuchar a Abdoulah, en lo más profundo de su ser, saltó una chispa de mala conciencia. Finalmente, a través de un compatriota que conservaba su móvil, Yoro pudo contactar con su familia que le enviaron algo de dinero, con el que pudo ir sobreviviendo, consiguiendo trabajos mal pagados, hasta que un día, que iba corriendo para no llegar tarde a uno de esos trabajos, vio atónito como un ciudadano marroquí se le echaba encima y comenzaba a insultarlo y golpearlo, sin que Yoro pudiera sacárselo de encima. La policía intervino para bien y para mal de Yoro: para bien porque no llevaba nada robado encima y pudo demostrar que corría porque llegaba tarde a un trabajo; y para mal porque no pudo evitar que a la semana siguiente lo deportaran junto a decenas de senegaleses y malienses, en una de las operaciones financiadas con la ayuda millonaria que la Unión Europea aporta para este tipo de repatriaciones.
Para él, los negros que llegaban a su país eran casi todos ladrones, violadores y asesinos.
Mohamed
—¿Has oído lo del asesinato? —gritaba y gesticulaba Mohamed dirigiéndose a Rachid, su peluquero, al que acudía una vez al mes. Éste trataba de calmarlo para poder seguir cortándole el pelo, pero Mohamed seguía erre que erre.
—Todos los días pasa algo, y lo vemos en nuestras calles: asaltos, robos en los comercios! ¡Y ahora esto!
Mohamed, había sido siempre un hombre tranquilo, incluso había ejercido de mediador en diferentes conflictos en el vecindario, pero a raíz de la muerte de su esposa y sus tres hijos, de cinco, tres y dos años, su carácter comenzó a cambiar, sobre todo en el último año, período en el que se volvió intransigente e intolerante. El tema que más afectaba su irritabilidad, era el de la inmigración: no podía leer u oír noticias, cuyos titulares sobre inmigrantes eran cada vez más alarmantes, sin alterarse. En el caso que le comentaba a su peluquero, se refería al asesinato de un ciudadano marroquí por parte de un ciudadano camerunés, durante una pelea, que desató una ola de racismo contra los subsaharianos que llegaban a Marruecos como puerta de acceso a Europa. Comenzó a quejarse de la «invasión negra», como llamaban muchos titulares de las redes sociales a la llegada de inmigrantes procedentes sobre todo del sur del Sahara. Cada vez soportaba menos —y había perdido alguna amistad por ello— que alguien negara lo que para él era evidente: que los negros lo ensuciaban todo, degradaban su barrio y precarizaban los puestos de trabajo. Cuando alguien trataba de exponer otro punto de vista, se encolerizaba. Su odio hacia los inmigrantes fue in crescendo, y aunque no le hacía falta apoyarse en una noticia como esa, a partir de ese momento ya no contuvo sus prejuicios. Para él, los negros que llegaban a su país eran casi todos ladrones, violadores y asesinos. Por eso se quejaba amargamente de que en lugar de meterlos presos, o deportarlos a todos a sus países, algunos de los que no lograban seguir su camino hacia el paraíso europeo, acabaran consiguiendo regularizar su situación.
—¿No es indignante? —le espetó a Rachid, quien siempre asentía con la cabeza a los argumentos de Mohamed, y nunca le contradecía, salvo cuando hablaban de fútbol, ya que él era del Barça y Mohamed del Real Madrid. —¡Es una vergüenza! No se trata de racismo, seguro que en sus países hay gente buena, pero los africanos que vienen aquí no respetan nuestras costumbres y nuestras tradiciones. Son unos ingratos y se aprovechan de nosotros.
Como muchos en su país, estaba de acuerdo con las teorías divulgadas por los medios y las redes, que negaban enfáticamente que los marroquíes fueran africanos. Para él, los africanos eran los negros, que no tenían ni la cultura ni la historia de los marroquíes.
De nariz pronunciada y ojos pequeños, pero penetrantes, había envejecido rápidamente al llenarse su rostro de prematuras arrugas. Tenía 35 años, pero parecía tener 50. Un día, al mirarse en el espejo, decidió dejarse barba, eso sí, la cuidaba con esmero,era de lo poco para lo que tenía paciencia.
Un día, Mohamed vio correr a un negro, y se abalanzó sobre él, porque pensó que si corría era porque había robado algo. Esa percepción del inmigrante subsahariano la había introyectado de tal manera, que en su cabeza no cabía otra explicación. Lo tiró al suelo y lo golpeó mientras lo insultaba.
—¡Africano malnacido! ¡Vamos!, ¿dónde tienes lo que has robado? ¡Te voy a romper todos los huesos hasta que lo devuelvas, negro apestoso!.
Mohamed llegó a Madrid ocho meses después de haber tomado la decisión de emigrar.
El agredido suplicaba que no lo golpeara más, que no había hecho nada. Se llamaba Yoro, era senegalés y, entre golpe y golpe y entre sollozos, trataba de explicar que sólo corría porque llegaba tarde a un trabajo que le había conseguido un compatriota, al que le había tenido que pagar por ello. Con el alboroto, enseguida llegó la policía la cual, mientras comprobaba lo que había pasado, esposó a Yoro y calmó a Mohamed con el argumento de que si seguía así lo iban a detener a él también. La dirección que había dado Yoro era correcta y allí vieron cómo había otros subsaharianos cargando y descargando fruta, pero que desaparecieron en cuanto vieron a la policía. En el local de frutas nadie dijo conocer al tal Yoro, pero lo cierto es que la policía no le encontró nada, así que le dijeron a Mohamed que no había caso, que seguramente Yoro decía la verdad, y que lo mejor que podía hacer era irse a su casa o a atender sus ocupaciones, que ellos se encargaban del subsahariano. Mohamed no acabó de creérselo y para matar el brote de mala conciencia que aparecía en el fondo de su mente, se dijo a sí mismo que aquel desgraciado la paliza se la merecía igual, si no por robar sí por quitar el trabajo a algún marroquí que seguro la necesitaba.
—¡Cero africanos!, ¡cero africanos!, gritaba mientras se alejaba.
Al margen de su actitud con los inmigrantes africanos, Mohamed era respetado en su barrio. Regentaba desde hacía varios años una tienda de babuchas y sandalias. Pero las cosas no acababan de irle bien. Las ventas habían disminuido y no veía perspectivas de que mejorase la situación.
Por eso, cuando un amigo le comentó que había decidido irse a Europa, no lo pensó y resolvió imitarlo. Su amigo, sin tantos recursos como él, había optado por la patera para llegar en una primera etapa a España, y de allí trasladarse a Francia, en donde vivían unos conocidos suyos que podían ayudarle. Mohamed tenía amigos en Madrid y decidió viajar en avión, tenía pánico al agua, y no sabía nadar. Habló con sus conocidos que trabajaban en unos grandes almacenes de la capital española para organizarlo todo como si fuera un viaje de negocios por una semana.
Para conseguir el visado, y para evitar las colas y cualquier problema con el engorroso trámite burocrático, tuvo que pagar la correspondiente mordida. Mohamed tuvo suerte, pocos meses después, tras varias denuncias, las autoridades marroquíes, en colaboración con las españolas, lograron desarticular la red que se lucraba con los visados.
Mohamed llegó a Madrid ocho meses después de haber tomado la decisión de emigrar, y cinco después de la partida en patera de su amigo, del que nunca volvió a tener noticias.
Tenía la dirección de los conocidos, y allí se trasladó con su equipaje, que no era mucho: una maleta y una mochila. Se paró delante del portal para comprobar si aquella era la dirección que le habían dado. Su presencia no pasó desapercibida. Desde el balcón del segundo piso, del edificio de enfrente, alguien lo observaba. En realidad, no paró de ser observado a lo largo de toda su estancia, que no fue precisamente tranquila, y más de una vez maldijo el momento en que había tomado la decisión de irse a Madrid. Mientras esperaba a que le abriesen, Mohamed sintió un escalofrío y se giró mirando a todos lados. Entonces vio como desde uno de los balcones del edificio de enfrente, un hombre hacía gestos hacia donde él estaba. Eran gestos cargados de ira y de odio.
«¡Otro moro de mierda! ¿Es que no van a
parar de llegar nunca?», dijo Santi.
Santi
Santi tenía entradas pronunciadas y reluciente coronilla. Se había ido quedando sin ese cabello desde muy temprano. El pelo que le quedaba en los laterales y parte inferior de la coronilla, bien recortado por su madre una vez al mes, se estaba tiñendo de canas. Tenía 48 años, y se sentía agotado. Vivía con su madre en un piso de Lavapiés. Estaba en paro, y se pasaba el día en su desordenado cuarto, navegando en el ordenador. Después de una hora siguiendo las páginas que más le gustaban y a sus influyentes favoritos, se levantó para estirar las piernas y salió al comedor, donde estaba su madre. Después de lo que había leído, estaba especialmente cabreado. Se asomó a la ventana deseando ver lo que vio, necesitaba descargar toda su mala leche.
—¡Otro moro de mierda! ¿Es que no van a parar de llegar nunca? ¿Cada vez que veo a un moro con una mochila pienso en Atocha, y me dan ganas de hacer una barbaridad!
—¡Tranquilo, Santi, no empieces otra vez, hijo! —le decía su madre, tratando de calmarlo—. No te hace bien ponerte así. ¿Por qué tienes siempre que sospechar de todo el mundo?
—¡Piensa mal y acertarás!, dicen, ¿no? —le contestó irónico, mientras se sentaba de nuevo ante el ordenador—. Los putos moros nos han dado razones más que suficientes para sospechar de cualquiera de ellos, y para que no les tengamos precisamente simpatía. ¿Quiénes han atentado contra nosotros?, ¿quiénes son los que más roban en el barrio? ¡Y ya ves cómo tratan a las mujeres!
—Lo mismo que tu amigo, el vecino de arriba, que tanto hace sufrir a su pobre mujer.
—No es lo mismo. No mezcles las cosas. Don Ramón lo que dice es que la mujer no debe tratar de ocupar el lugar de los hombres.
—Sí. Por eso maltrata y humilla a la suya, día sí día también. ¿Es que no lo ves?
—No es eso. Don Ramón tiene sus cosas y su carácter, pero no lo puedes comparar. Es cierto que cuando bebe se pone algo violento cuando ella le contesta, pero eso son cosas de parejas.
—Sí, hasta que un día la mate, ¡a ver que vas a decir! —¡Ahora resulta que además de buenista, también te has hecho feminista! ¡No te llega con defender a esa purria de delincuentes! —dijo Santi elevando considerablemente el tono de voz.
Aquí hay otra información: «la mayoría de los autores de violencia de género son extranjeros».
—Si decir las cosas como son es ser feminista, ¡pues lo soy! Y qué tontería es esa del buenismo. Si yo soy buenista, ¿tú eres malista? Pues a lo mejor sí, a lo mejor voy a tener que hacerme a la idea de que mi hijo ha dejado de ser una buena persona porque alguien le ha calentado los cascos. Y yo no defiendo a nadie, y menos a delincuentes, ¡solo pido un poco de sensatez!
—¡Dejalo ya mamá! No sé por qué hablo estas cosas contigo. Mira ¿ves? Aquí hay otra información: «la mayoría de los autores de violencia de género son extranjeros», y esto no lo dicen los grandes medios. ¿Por qué no hablan de ello?
—¡Ya estás otra vez con el Internet! ¡Te van a dañar más el cerebro! Todo el día metido en esas páginas llenas de medias verdades y noticias falsas, que publican para captar a gente como tú, que parece que estés necesitando escuchar cosas así ¿no te das cuenta?
—¡Es a ti a quien los progres te comen el coco. ¿Por qué colaboras con esos perroflautas de la red vecinal de convivencia, si ellos siempre defienden al extranjero antes que al español? ¿Sabes cuántos españoles están en problemas?, ¿cuántos necesitan ayuda? Y esos rojos de mierda defendiendo sólo a los extranjeros, ¡si tanto los quieren que los lleven a sus casas!
—¿Sí? ¿Y a cuántos españoles que lo pasan mal has recogido tú en la tuya? Una cosa no quita la otra, precisamente en la red vecinal intentamos trabajar para que todos, ¡todos! los que vivimos aquí tengamos una vida mejor, con los parados, con los jubilados, con las mejoras en el barrio. ¡Que te están comiendo el coco, hijo!, ¡que te están comiendo el coco!
—¡Contigo es imposible, mamá! ¡Mamá flauta, que eres una mamá flauta! Además, estábamos hablando del puto moro que acaba de llegar, no le voy a quitar ojo de encima. ¡Ese no va a atentar ni a robar, sin que yo le corte antes los huevos!
«…es como si se hubiera vuelto adicto y cada día necesitara su dosis de odio», pensaba angustiada la madre de Santi..
Fina, la madre de Santi, dejó el comedor para irse a la cocina a llorar. Le dolía su hijo. Consideraba que era una buena persona, hasta que con la crisis se quedó en paro y vio como se le cerraban muchas puertas. Pero empeoró cuando, buscando trabajo a través de Internet, comenzó a navegar por las redes sociales, «ahí empezaron a envenenarle el alma, es como si se hubiera vuelto adicto y cada día necesitara su dosis de odio», pensaba angustiada, cuando la llamó a su amiga Lola.
—Hola finura! Te llamaba para recordarte la reunión de hoy, sobre el tema de los manteros.
—¡Sólo me faltaba eso, Lola! Parece que le estamos dando la razón a Santi cuando nos llama «las hermanitas de la santa inmigración». Siempre estamos con el mismo tema. Estoy cansada, Lola.
—¡Ay, como estás, hija! Un poco cumbayá sí somos, pero tampoco es para ponerse así. La inmigración nos ocupa tiempo porque afecta todos los aspectos de nuestra vida cotidiana, porque se trata de convivencia. Pero acuérdate que en la reunión anterior hablamos de la necesidad de pasos cebras o semáforos, y del apoyo a los locales del barrio. Y en esta reunión hablaremos también de las primeras propuestas para las fiestas. Y mira, hoy toca también… manteros, porque es un tema que vemos diariamente en nuestras calles, que incomoda a los pequeños comerciantes, y que lo queramos o no, nos genera conflictos.
—Disculpa, Lola. Es que he vuelto a discutir con Santi. ¡Este hijo me va a matar a disgustos! Quizás debería dejarlo un rato y no darle cada día el sermón. Quizás no necesita tanta bronca, y sí un poco de esperanza con la que combatir sus miedos, sus frustraciones y su incertidumbre. Pero cómo hago para dársela, si la situación es tan complicada.
—Venga mujer, ¡anímate! Ven mañana y lo hablamos. Alguna solución encontraremos. Y luego de la reunión nos echamos un chupito de orujo y unas risas.
Mientras, la percepción de la nueva amenaza que representaba Mohamed, había penetrado como una excavadora en lo más profundo del hipotálamo de Santi, activado al máximo los circuitos de defensa del territorio, del miedo y de la agresividad, que se encuentran en ese parte del cerebro. La testosterona estaba fuera de control. Santi bajó furioso a la calle y fue al portal donde había entrado Mohamed. No sabía bien qué hacer, pero sentía que tenía que hacer algo y estaba dispuesto a esperar el tiempo que fuera necesario. Iba y venía de una esquina a otra de la calle, sin perder de vista el portal, mientras rumiaba mil maneras de amedrentar al «moro». Cuando Mohamed salió por fin, Santi se cruzó en su camino y le gritó gesticulante:
—Escúchame moro de mierda, sé a lo que has venido y te estaremos vigilando. No te daremos un minuto de respiro. No podrás hacer nada sin que lo veamos. No te dejaremos en paz hasta que te vayas a tu puto país de regreso.
…la crisis económica hacía estragos en personas como él, que se estaban quedando sin presente y sin posibilidades de hacer frente al futuro.
Mohamed no entendió todo lo que le dijo Santi, pero captó inmediatamente que lo estaba amenazando. El odio, el desprecio y la sensación de amenaza pasaron a convertirse para él en algo cotidiano que amargó su estancia en Madrid. Lo comentó con sus amigos que llevaban años y quienes sin embargo se habían adaptado a la rutina madrileña, implicándose en actividades del barrio o de la ciudad, y llegando incluso a vivir con intensidad los derbis futbolísticos. Pero Mohamed ya no pudo hacer lo mismo. Y mientras duró su estancia en Madrid, en más de una ocasión, un pensamiento incómodo se cruzó por su mente: él no era tan diferente de Yoro.
Santi regresó a su casa alterado. Se había desahogado, sí, pero en el fondo le desagradaba comportarse así, con la agresividad y el descontrol con el que había actuado con el recién llegado. Lo que tenía claro es que no podía seguir así. La situación para él no le dejaba muchas salidas: por una parte, la invasión de inmigrantes, a lo que tenía que añadir la actitud de su madre, cada vez más hostil hacia los que, como él, defendían por encima de todo a los españoles. Por otra parte, la crisis: los buenos momentos, aquellos en los que podían encontrar trabajo rápido y bien pagado en la construcción habían pasado, y la crisis económica hacía estragos en personas como él, apenas con el bachillerato, que se estaban quedando de repente sin presente y sin posibilidades de hacer frente al futuro. Vio cómo los escasos trabajos se pagaban cada vez peor, o directamente se los daban a los inmigrantes. Y el paro se le estaba acabando. No vio otra salida que la de emigrar.
Se puso en contacto con su tío Rafael, que vivía desde hacía décadas en Birmingham, Reino Unido. Le dijo que necesitaba cambiar de aires una temporada y que le podía echar una mano en la casa. Rafael vivía solo. Llevaba muchos años jubilado, y aunque se había mantenido activo en diferentes iniciativas sociales, pensó que no le iría mal tener compañía y arreglar algunas cosas de la casa que su artritis y su lumbalgia no le permitían realizar.
Una semana después, sentados en el comedor de la casa, Santi le explicaba a su tío que en realidad había ido en busca de trabajo. Cuando Rafael escuchó los argumentos de su sobrino, respiró profundo, encendió un cigarrillo, se puso una copa de brandy (lo que tenía expresamente prohibido por su médico) y echó mano de toda su paciencia.
—A ver, Santi, cómo te lo explico para que vuelvas a tus cabales. Sabes que el primer país al que emigré fue Alemania, en los 60.
—Sí, me lo dijo mi madre. Fuiste con un grupo de españoles a trabajar en una fábrica, todos con los papeles en regla.
—Sí, nosotros sí, pero a raíz de que muchos españoles como nosotros conseguimos trabajo, empezamos a llamar a amigos y parientes, y muchos se vinieron sin tener su situación regularizada, como se dice ahora, porque tenían algo más importante: un amigo o un familiar ya asentados, que los recibían y les ayudaban a tirar para delante.
—Pero había trabajo y los españoles conseguían el respeto de los alemanes, de los franceses o de los suizos, porque iban a trabajar.
—Si me dejas que siga, te lo cuento. Mis primeros momentos, como los de otros españoles, no fueron precisamente un camino de rosas. En primer lugar, al grupo que iba conmigo, nada más llegar, nos hicieron desnudar y nos dieron una ducha fría y nos pusieron unas inyecciones, como si fuéramos animales, y como animales nos siguieron tratando porque nos ubicaron para vivir en unos establos en los que hasta hacía poco criaban caballos. Fue duro, muy duro, porque además, había una parte de la gente que nos gritaba al pasar, cuando salíamos a comprar algo o dar una vuelta. Al principio no entendíamos, pero con el tiempo nos dimos cuenta que nos llamaban sucios, ruidosos, perros, ladrones y otras cosas peores.
Hubo también mucho odio, desconfianza,
prejuicios, como ahora, aunque en esta época se está llegando a extremos peligrosos.
—No puede ser verdad, serían casos aislados, porque en las informaciones que yo leo siempre se dice que los españoles eran un ejemplo de honestidad y de laboriosidad.
—No sé qué es lo que lees, pero tendrías que ver algunos documentales como «El tren de la memoria», o trabajos serios de personas que han estudiado el tema, que también cuentan todo esto. Sí que una gran parte de las sociedades de acogida nos trataron bien, como a otros emigrantes del sur de Europa: griegos, italianos, portugueses. Pero hubo también mucho odio, desconfianza, prejuicios, como ahora, aunque en esta época se está llegando a extremos peligrosos. Yo, y otros como yo, con el tiempo, fuimos mejorando y ahorrando, podíamos enviar dinero a España, e incluso ir de vacaciones. Más de uno, alardeaba de lo bien que iba, y se gastaba en esas vacaciones, para aparentar, lo que no tenía, y luego las pasaba canutas el resto del año. Y ahora también pasa igual con lo de los inmigrantes que vienen a Europa de otros continentes.
Santi, no se lo podía creer. La realidad que le había descrito su tío desmontaba parte de sus convicciones y el sentimiento de contrariedad y de desconcierto era tan grande, que prefirió desoír lo que le había contado su tío, para poder seguir defendiendo «su verdad». Sí le hizo caso a la hora de visitar a un conocido suyo, que ofrecía trabajo temporero en el sector hortofrutícula. Cuando llegó, vio que había un grupo de unas 10 personas esperando.
Al poco de llegar, apareció otro grupo de unos 20 exaltados de la extrema derecha inglesa, insultándolos y amenazándolos con atacarlos si no se iban. Acusaban a los inmigrantes de precarizar el trabajo. Santi expresaba como podía, en el inglés rudimentario que había aprendido en el instituto, que eran gente honesta y trabajadora. Entonces, de entre el grupo de exaltados, surgió Elizabeth, una joven morena, nacida inglesa pero hija de un exiliado chileno y de una polaca, quien se dirigió a Santi en castellano, dado que había reconocido su acento:
—Sois como la peste. No sólo le robáis el trabajo a nuestra gente, sino que os vendéis por cuatro monedas. Así nosotros no podemos. Y a ti, no te llega con lo que hicisteis en Latinoamérica, quieres seguir jodiendo. Los españoles sois peores que los terroristas musulmanes, sois aves de rapiña, que robáis todo lo que se pone a vuestro alcance. Habéis hecho mierda vuestra economía y ahora os queréis aprovechar de la nuestra.
En ese momento llegó un grupo de mediadores voluntarios de una asociación religiosa, que trabajaba por la convivencia y la acogida a inmigrantes. Se colocaron entre los extremistas y los inmigrantes con gestos de apaciguamiento y buena voluntad, pero fueron recibidos con más insultos por parte de los exaltados que los que dedicaban a los extranjeros:
—¡Vendepatrias!, mercenarios —les gritó Elizabeth— ¿Cuánto os pagan por traicionar a vuestro país? ¿Por qué no nos defendéis a nosotros de estos miserables?
—Hay que tener mucha paciencia con estos locos racistas,
ya sé que en tu país también los hay
—le dijo uno de los mediadores.
Algunos de los mediadores, tuvieron que ser contenidos por sus propios compañeros para no responder de igual modo a los provocadores. Y poco faltó para que se pasara de las palabras a los golpes. Afortunadamente llegó la policía y los agitadores se replegaron no sin lanzar una lluvia de insultos y algún que otro objeto a los mediadores y a los inmigrantes, alguno de los cuales huyó rápidamente del lugar. Uno de los mediadores, le dio un abrazo a Santi, y le dijo:
—Hay que tener mucha paciencia con estos locos racistas —le dijo en un aceptable castellano—, ya sé que en tu país también los hay. Y le entregó al español un refresco de piña, en señal de desagravio.
Santi, no acababa de procesar todo lo que le había pasado. Era consciente de que algo se rompía en sus esquemas, pero no se atrevía a enfrentarlo. Sí, tuvo tiempo de pensar en su madre, y por un momento se ruborizó al pensar que quizás, quizás, su madre podría tener una buena parte de razón.
Elizabeth II
Elizabeth nació en la ciudad inglesa de Birmingham, de madre polaca y de padre chileno. Se quedó huérfana de padre cuando era niña. De él no heredó su visión crítica de las cosas, pero sí su carácter dominante, su lengua y su aspecto aindiado que al principio le ocasionó algún problema con algunos de sus actuales correligionarios, a los que conoció en su adolescencia en el colegio anglicano en el que exigió a su madre que la matriculara, porque consideraba que el colegio católico en el que estudiaba no cumplía con los cánones de una verdadera británica. Su madre no pudo negarse, a pesar de ser muy católica, porque temía perderla y porque le faltaba el carácter que le sobraba a su hija.
Elizabeth pasó por varios grupos nacionalistas extremistas con los que, además de las esencias británicas, aprendió artes marciales. Con el último de los grupos se había dedicado a hacer escraches en alguna mezquita, atacar a inmigrantes y a enfrentarse con mayor o menor intensidad con grupos antifascistas.
Su madre no podía entender de dónde le vino ese ardor patrio británico. ¿Cómo podía hablar con tanta convicción sobre las bondades del ser británico?: ¿las amistades?, ¿el entorno escolar?, ¿necesidad de autoafirmación? Lo cierto es que nunca pudo con ella, y la dejó hacer.
El rechazo inicial que tuvo por su aspecto, por parte de algunos correligionarios, sólo sirvió para que se reafirmara en su identidad británica. Al final, los que más la rechazaban terminaron de verla como algo exótico, como un gancho para ganar más adeptos, aunque jamás, jamás podrían verla como a una igual, aunque eso no se le dijeran.
Elizabeth nunca pensó que, siendo británica, la pudieran tratar como a una vulgar inmigrante.
Poco después de un incidente con una ONG de apoyo a la convivencia y con un grupo de inmigrantes, y tras acabar el último año de su licenciatura en filología inglesa, Elizabeth aceptó la invitación de un amigo de un grupo supremacista con el que había coincidido en los cursos de artes marciales, y que vivía en Texas, Estados Unidos. Siempre había querido conocer a la antigua colonia (así la llamaba siempre ella) y esta era una gran oportunidad.
Viajó en avión hasta San Antonio, y allí decidió alquilar un coche para llegar a El Paso, donde había quedado con su amigo, por ser una zona de presencia activa de los grupos supremacistas, con permanentes acciones de acoso contra la «invasión» migratoria «hispana».
Entró en el local de alquiler de coches y se dirigió hacia la empleada que estaba libre, una mujer negra de casi dos metros de altura, de nombre Miriram, tal como se leía en su chapa identificativa. No tuvo oportunidad de decir nada, ya que Miriram, muy alterada después de una bronca con un grupo de insoportables machitos latinos, se negó a atenderla.
—Si eres capaz de entenderme, que lo dudo —le espetó con crudeza, sin siquiera mirarla a los ojos—, te dejo claro desde ya, que yo no atiendo a sucios «mojados», así que ya puedes ir buscando a otro como tú que te lleve, porque de aquí no vas a llevarte ningún coche.
Por primera vez, Elizabeth sintió que se encontraba al otro lado, en una incómoda situación de desventaja. Nunca pensó que, siendo británica, la pudieran tratar como a una vulgar inmigrante. Por eso tardó en reaccionar, no podía creer que una «negra apestosa», así lo pensó, pudiera hablarle de esa manera. Tenía ganas de golpearla, pero lo descartó porque pensó que tenía mucho que perder al estar en un país ajeno. Trató de explicar a Miriam —¡cuándo había tenido que dar ella explicaciones!— que estaba en un error, que ella era británica y que necesitaba llegar a El Paso para encontrarse con unos amigos norteamericanos.
—¡Pero si sabe hablar! —dijo con ironía Miriam— ¿Qué es lo que no entiendes? Te digo que te largues de aquí, ¡delincuente!, antes de que avise a la migra.
A Elizabeth le costó controlarse, pero vio como otros empleados se acercaban con cara de pocos amigos, y decidió marcharse y buscar otra opción, pensando en organizar a la vuelta una venganza con sus amigos. Ya en la calle, una mujer rubia, que lo presenció todo, se le acercó.
—Hola, soy Jesse, y he visto como te trataba esa estúpida. Mi país es un gran país, pero hay compatriotas que no lo merecen. Yo también voy a El Paso. Si quieres te llevo.
Elizabeth no se lo pensó. Sonrió a Jesse, le dio las gracias y se subió al auto.
El viaje duró más de ocho horas. En ese período, fue Jesse la que más habló, porque cada vez que le hacía una pregunta a Elizabeth, ésta respondía muy parcamente, porque lo cierto era que no tenía muchas ganas de hablar. A Jesse le costaba soportar los silencios, así que se dio gusto contándole a Elizabeth su visión sobre la situación de su país.
«…creo que también la gente tiene derecho
a opinar y protestar por los problemas que trae la inmigración…», dijo Elizabeth.
—Lo que te acaba de pasar, entre otras cosas, sucede porque los mensajes contra la inmigración que lanza nuestro presidente están causando estragos. Tenemos un presidente grosero, mentiroso, machista, prepotente, políticamente inculto, pero que sabe lanzar los mensajes cortos que le gusta escuchar a su gente. El mentiroso presume de ser antisistema, porque sabe que así se atrae a la gente que está lógicamente cabreada porque no se resuelvan sus problemas. Pero, curiosamente, este presidente está haciendo cosas que benefician a los más ricos —Jesse miraba de reojo a Elizabeth, quien seguía con cara de palo, sin siquiera hacer un gesto de aprobación o de disgusto. Intentó rebajar su tono y continuó—. Un presidente debe representar a todos, es mi opinión, y en lugar de crear más problemas debe buscar soluciones y ser sumamente pedagógico a la hora de explicar sus propuestas y por qué hace lo que hace, todo lo contrario de lo que hace nuestro máximo representante. En lugar de contestar con argumentos a las críticas, insulta y descalifica a cualquiera que se oponga a sus decisiones. Su madre era inmigrante, su mujer también, y dedica la mayor parte de su tiempo a atacar a los inmigrantes, especialmente a los hispanos, contra los que quiere construir esa locura del muro. Si te digo la verdad, creo que el muro lo tenían que haber construido los habitantes originarios de estas tierras para cerrar el paso a gente como él ¿No crees?
—Bueno, yo no conozco mucho la situación de este país —contestó hierática Elizabeth—, y no quisiera inmiscuirme, pero creo que también la gente tiene derecho a opinar y protestar por los problemas que trae la inmigración, tal como sucede también en Europa, especialmente con los musulmanes. Problemas de seguridad, de violencia, económicos, de costumbres, de retroceso en educación. En muchos casos es gente que se niega a adaptarse y a reconocer las leyes del país, y tratan de aprovecharse de la excesiva generosidad que los gobiernos tienen con ellos y que no tienen con la gente de sus países, lo que genera lógicas protestas —dijo Elizabeth, con contundencia.
Se produjo un tenso silencio. Jesse entendió a la primera: aquella mujer, cuyas facciones recordaban a las de los primeros pobladores de aquellas tierras, tenía paradójicamente un pensamiento similar al de los supremacistas de su país. Acostumbrada a debatir, su primer impulso fue responder punto por punto a los comentarios de Elizabeth, pero su experiencia le aconsejó que no lo hiciera. A las dos les dio tiempo a pensar que si seguían con el tema no acabarían juntas el viaje, así que, sin hablarlo, las dos decidieron no volver a tocar el tema.
Sólo pararon a tomar un refresco en Sonora. Las dos querían llegar a su destino cuanto antes. Jesse no se sentía cómoda. Tuvo la tentación de dejar allí a Elizabeth, y que ésta se buscara la vida, pero pudieron más sus principios y su autodisciplina a la hora de enfrentar los conflictos: siempre rehuir la confrontación y buscar cómo reducir la tensión para solucionarlos. Decidió contarle a su compañera de viaje las peripecias de su trabajo de asesora en temas de medio ambiente de un senador demócrata. Elizabeth, por su parte, quiso aprovechar el momento para demostrarle a Jesse la importancia y superioridad de la cultura británica, a través de sus conocimientos de la historia de Gran Bretaña. Aunque ninguna de las dos tenía muchas ganas de escucharse. Si alguien les preguntara sobre qué habían hablado, seguramente sólo sabrían contestar con generalidades sobre lo que dijo la otra.
A punto de llegar a su destino, los adelantó un pick-up tuneado. Su conductor, un tipo fornido y rubio, frenó unos instantes quedando paralelo al coche de las mujeres. No hizo caso de Jesse, sólo miraba fijamente a Elizabeth, que no eludió la mirada, todo lo contrario, el tipo le recordaba a sus compañeros de Birmingham. El hombre apuntó con una de sus manos hacia Elizabeth e hizo un gesto como si le disparara, mientras sonreía, seguro de sí mismo, como poseedor de un poderoso secreto. Luego, aceleró y desapareció rápidamente, le esperaba una gran tarea. Elizabeth se lo quedó mirando y ante la sorpresa de Jesse, que no se atrevió o no tuvo ganas de preguntarle qué quería decir, exclamó: —Sí, sin duda es de los nuestros.
1 Término despectivo usado en Senegal contra personas de la etnia peul. Apestoso
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