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Memoria

Ilustración: Luis Galdámez

Los ecos del silencio

Ana del Carmen Álvarez *

Enero 12, 2024

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Ana del Carmen Álvarez publicó, en 2023, una colección de testimonios de hechos de violencia de los que fue testigo durante el conflicto armado en El Salvador. Algunos le sucedieron a ella misma y, otros, se los confiaron las personas a quienes les sucedió o alguien cercano a ellas. Con el aval de la autora, publicamos el siguiente testimonio que escuchó durante su exilio en Costa Rica.

***

La del machetazo

La guerra alimentó sus raíces en la injusticia y en la opresión existentes desde siempre en El Salvador. Esta realidad obligó a salir del país a más de un millón de personas en calidad de refugiados. Uno de los países que fueron destino de personas exiliadas por la migración forzada fue Costa Rica.

Era menuda, morena, poquita cosa. Parecía que no tenía nada
interesante que decir. Pasó al centro del grupo y empezó a hablar. Se fue
haciendo un silencio solamente interrumpido por su voz. Parecía mentira que
trasmitiera tanta fuerza y tuviera tanta convicción. Empezó su historia así:

«Nosotros somos de San Miguel, vivíamos en el campo. Nos
ganábamos la vida con una tiendita de objetos religiosos. Vendíamos camándulas
[rosarios], estampitas, biblias, la magnífica, fotos de monseñor Romero y
medallas de Jesús, la Virgen y algunos santos. La magnífica es una oración, el
magníficat, a la que los salvadoreños atribuyen propiedades mágicas, a tal
grado que creen que quien porta la oración está protegido de todo peligro. Así
nos íbamos defendiendo. Acuérdense de que estábamos en guerra y la vida era muy
difícil.

Un día, así de repente, llegó el Ejército y nos hicieron un
cateo [registro domiciliar hecho por la Policía o el Ejército]. Al encontrar
las fotos de monseñor Romero, se pusieron bravísimos, nos insultaron y allí
nomasito, enfrente de mí, mataron a mi esposo. Yo estaba con mi hija de 13
años, y allí nomasito, enfrente de mí, la violaron como 10 soldados. Luego la
descuartizaron. Entonces me tocó el turno a mí. Me violaron y después me dieron
tres machetazos en la espalda, me dispararon el tiro de gracia y me dejaron
como muerta, empapada en mi propia sangre».

Al decir esto, se descubrió parte de la espalda para enseñar
las cicatrices que le dejaron los machetazos; luego se desabrochó la parte
delantera del vestido para enseñar una cicatriz redonda rodeada de rayos, algo
así como un sol que tenía en la clavícula. Los soldados, con sus prisas, no le
apuntaron al corazón, como era su intención, y eso le salvó la vida.


«Nos insultaron y allí nomasito, enfrente de mí, mataron a mi esposo. Yo estaba con mi hija de 13 años, y allí nomasito, enfrente de mí, la violaron como 10 soldados».


Aquel día, cuando recobró el conocimiento, se arrastró hasta la casa de sus padres. Se desmayaba a ratos y recobraba el conocimiento, hasta que llegó. Sus padres le hicieron las primeras curaciones: le lavaron las heridas y le aplicaron compresas de hierbas medicinales que usan en el campo. En las ciudades, esa sabiduría campesina ya se perdió. La suerte, o quizá ese Dios en el que creen con tanta fuerza, la salvó. Sus dos hijos pequeños que, por suerte para ellos, no estaban en la casa en el momento de los crímenes, se quedaron con su madre en la casa de los abuelos.

Cuando la del machetazo pudo caminar, la trasladaron a San Salvador, a un consultorio dirigido por religiosas. La hermana encargada, rápidamente, se hizo cargo de lo que había pasado. Después de dar seguridad a los padres de la campesina, la internó en la clínica y la escondió de las autoridades. Allí le curaron las heridas del cuerpo. Las otras, tal vez, las curaría el tiempo.

Al recobrar la salud, las hermanas que dirigían la clínica le dieron dinero para que comprara pasajes de autobús hacia el puerto de Cutuco para ella y los niños. Allí tomaron el ferry hacia Corinto, puerto de Nicaragua. Atravesaron toda Nicaragua y llegaron a la frontera de Peñas Blancas, entre Nicaragua y Costa Rica. En esa frontera, la del machetazo se acogió al estatuto de refugiada con el ACNUR (Alto Comisionado de las Naciones Unidas para Refugiados).

Ilustración: Luis Galdámez

En Costa Rica, los encargados de ACNUR le asignaron una ayuda mensual para cubrir las necesidades básicas de ella y de sus hijos. Como medida aplicada a todos los refugiados, a ella también le hicieron un reconocimiento médico. Allí se enteró de su embarazo. Como tenía un poco de anemia, le hicieron transfusiones de sangre y le dieron atención médica. Nunca había estado tan bien cuidada. Cuando le llegó el tiempo, dio a luz una niña, a la que llamó María de los Ángeles, por ser esta Virgen la patrona de Costa Rica. 

Cuando terminó su relato, dijo: «Doy gracias a Dios por haberme librado de tantos peligros y por haberme traído a este país en donde podré criar a mis hijos en paz y libertad».

Esta mujer es una de tantas que han salido de El Salvador huyendo de la represión, como se dice, «con una mano delante y otra detrás», es decir, sin nada. Sin embargo, a pesar de haber sufrido tanta crueldad, han mantenido una gran esperanza ante la vida. Como decía monseñor Romero: «Con este pueblo no cuesta ser buen pastor». 

* Escritora salvadoreña autora de los libros Dichos y diretes, El samovar de plata, ¿Te acordás, Alfonso?, Los ecos del silencio.


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