Cultura
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Ilustración: Luis Galdámez
José Miguel Benítez Casteleiro. Tercera entrega
José Miguel Benítez
Febrero 21, 2025
José Miguel es un periodista español nacido hace 67 años en la localidad gallega de Ferrol (A Coruña). Ha vivido 17 años en Centroamérica (a la que considera su segunda madre, y en donde han nacido sus hijos), en la que ejerció como free lance y colaboró con diferentes medios locales. Ha sido corresponsal en Andalucía (España) de la Agencia Efe. Es colaborador habitual de la revista Carrer (Calle) de Barcelona.
En los años 90 del siglo pasado, fue consultor de diferentes programas de la Unión Europea en Centroamérica: Programa de reinserción productiva de lisiados de guerra (El Salvador); Programa de apoyo a la reinserción de los ex-combatientes de la URNG a la vida civil (Guatemala); Programa de apoyo al desarrollo de los pueblos indígenas y negros de Centroamérica (con sede en Panamá).
Desde su regreso de Centroamérica vive en Barcelona, su ciudad fetiche y a la que siempre vuelve, y a la que gusta definir con las palabras que le dedicó Cervantes en El Quijote: «archivo de cortesía, albergue de los extranjeros… y correspondencia grata de firmes amistades, y en sitio y en belleza, única». También es activista del movimiento de solidaridad internacional con Centroamérica, en los años 80 y 90 del siglo pasado.
Banderas
Humano se vio inmerso de repente en medio de multitud de soldados que, como él, habían sido reclutados con carácter de urgencia para enfrentar al enemigo. Estaban en las laderas de una montaña de tupidos arbustos, armados con su fusil, embadurnados con pinturas de camuflaje y con unas banderitas de color verdes insertadas de sus mochilas de combate. Había llovido intensamente, así que había charcos y barro por todas partes. Cuando se movían de una posición a otra, lo hacían con dificultad, hundiendo los pies en el fango y en algún tramo del terreno casi hasta las rodillas, por lo que el pegajoso lodo embadurnaba sus ropas, su cogote y sus orejas.
En el rato que llevaban en esa zona, a Humano le vinieron a la cabeza un sinfín de preguntas relacionadas con aquel cruento conflicto, sobre su origen y motivo y, en particular, qué hacía él allí. En una breve pausa de las explosiones y el atronador ruido de las bombas que caían a su alrededor, se atrevió a hacerle esas preguntas a su capitán. Sobre la primera pregunta, su superior le contestó que estaban allí para vencer al enemigo, pero nada le dijo sobre quién era ese enemigo, ni las causas del conflicto, simplemente, y con esto le respondía también a la segunda pregunta, le dijo que debía de obedecer las órdenes, y una de esas órdenes era no preguntar. Casualmente, o no, esa orden le hizo recordar algo que había leído sobre otra guerra en la que un oficial le decía a un soldado que no pensara en por qué luchaba por su rey, porque si lo pensaba, no iba a luchar.
Aquel soldado era exactamente igual a él. Era como si se estuviera viendo a sí mismo.
En cuestión de segundos una lluvia de misiles comenzó a explotar en toda la zona. Un cohete cayó a pocos metros de su posición e hirió gravemente a un soldado que estaba muy cerca de él. Se acercó para intentar ayudarlo. Tenía destrozadas las piernas y un agujero en el abdomen. Humano creía que ya poco podía hacer por ese soldado al que no conocía y que sin duda iba a morir en breve. Sí trató de hacerle compañía y darle algo de afecto en sus últimos momentos. Al sacarle el casco, su cara le resultó muy familiar. Al limpiar el camuflaje que ocultaba su rostro, saltó como un resorte para atrás, entre asustado e incrédulo, y con la misma expresión de asombro que vio reflejada en los ojos del moribundo. Aquel soldado era exactamente igual a él. Era como si se estuviera viendo a sí mismo, incluso, tal vez por sugestión, sintió un repentino dolor en las piernas y el estómago. El otro soldado extendió su mano hacia Humano, y emitió su último suspiro.
No tuvo tiempo de hacer nada más con el fallecido, ya que detrás de él oyó una voz de mando dando la orden de avanzar hacia unas grandes rocas que había a un centenar de metros y en donde supuestamente se escondía el enemigo. Al oír el silbido de otro misil que se acercaba, Humano y tres soldados más se refugiaron tras un pequeño montículo que se encontraba en su camino. Humano sintió la necesidad de mirar, no sin recelo, a la cara de sus compañeros. Todos estaban cubiertos con el casco, el camuflaje, el barro y un poco de tierra de las explosiones, pero no tuvo ninguna duda: los cuatro parecían hermanos gemelos. No pudo hacer nada ni preguntarles a ellos qué estaba pasando, porque un grupo de soldados enemigos les atacó en ese instante disparando sus fusiles. No sólo intentó repeler el ataque, sino que, espoleado por la carga extra de adrenalina que le suponía el desconcertante descubrimiento que acababa de hacer, salió de su refugio y se abalanzó sobre los atacantes, disparando con furia y derribando a varios de ellos. Una bala enemiga le alcanzó en ese momento y cayó al lado de un soldado rival. Los dos estaban heridos de muerte. Se miraron a los ojos, con una mirada entre el estupor y la complicidad. Si no era una pesadilla, estaba claro que era un sinsentido. Los dos «enemigos» eran idénticos. No pudieron decirse nada, sólo se agarraron de la mano. Mientras se apagaba su mente y su vida, Humano recordó un texto de una novela sobre la guerra: «la victoria se determina por haberse hecho con un pedazo de trapo atado de un palo, eso que llaman bandera». Antes de dar su último suspiro, Humano pudo ver una banderita azul en la mochila de su compañero de muerte.
Alerta
Francisco Adolfo se quitó los zapatos, que colocó a los pies de la cama, y se puso las zapatillas. Comenzó a desvestirse. Colgó la chaqueta en el armario y el pantalón en el respaldo de la silla, para tenerlo más a mano por si tenía que salir corriendo de la habitación y de la casa, por precaución, según él, por manías, según sus sobrinos. Mientras se ponía el pijama, sintió un escalofrío, se giró y se dio cuenta que había dejado una de las puertas del armario abiertas. Corrió a cerrarla. Desde hacía años, estuviera donde estuviera, no se acostaba sin asegurarse de cerrar antes las puertas de los armarios. Otra de sus grandes manías, decían sus sobrinos. Para él, sin embargo, era algo más. Años atrás, una noche que olvidó cerrarlas, se despertó de golpe: un olor a quemado y unos llantos salían del armario. Corrió a cerrar las puertas. Cuando lo contó, le dijeron que solo había sido una pesadilla, pero él lo vivió como algo muy real, y desde entonces se apoderó de él una oscura premonición: los fantasmas de su pasado lo acechaban desde dentro del armario.
(…) las rayas se convirtieron poco a poco en hilos de sangre que se deslizaron hasta él y se enrollaron en sus muñecas.
Con los años, se fue haciendo mayor y necesitó contratar, con la ayuda de sus sobrinos, a una persona que le hiciera la comida, que limpiara, que lo sacara a pasear en una silla de ruedas, y que le ayudara a acostarse.
Una noche, Carmen, la profesional que lo cuidaba, lo ayudó a desnudarse y a meterse en la cama. Carmen colocó la chaqueta y el pantalón en el armario, pero se olvidó de cerrar la puerta, tal como le había exigido desde un principio Francisco Adolfo. Tras asegurarse de que el viejo estuviera bien, apagó la luz y salió de la habitación.
Francisco Adolfo volvió a sentir un escalofrío. Encendió la luz de la mesita de noche y vio horrorizado que la puerta del armario estaba abierta. Su corazón comenzó a latir aceleradamente y a respirar con dificultad. No tenía fuerza en las piernas, lo sabía, pero hizo el esfuerzo de levantarse. Al primer paso se cayó y entonces trató de arrastrarse hacia el armario, mientras la angustia se apoderaba de todo su cuerpo. Llegó a la puerta, trató de empujarla sin éxito, no tanto por no tener la suficiente fuerza, sino que le pareció que la puerta ponía resistencia. Venciendo con dificultad su temor, miró hacia el interior del armario. Dentro no había luz, pero las prendas que estaban colgadas, comenzaron a hacerse visibles, lo que aumentó el terror del anciano. Primero vio un pijama de rayas, que él no tenía, que no debía estar allí, y las rayas se convirtieron poco a poco en hilos de sangre que se deslizaron hasta él y se enrollaron en sus muñecas. De otra percha colgaba un uniforme del que se había desecho hacía muchos años. En el uniforme se dibujó una especie de mazmorra en la que se recluían miles de rostros cadavéricos, cada uno con su particular expresión de dolor infinito, un dolor desgarrador. Los rostros tenían la mirada perdida, pero enseguida comenzaron a mirarlo a él con una expresión suplicante primero y amenazante después. Parecían reclamarle respuestas:
—¿Por qué lo hiciste Francisco Adolfo? Éramos personas normales, con sus problemas, sus sueños, sus defectos y sus virtudes. Éramos inocentes e inofensivos. Te ensañaste con nosotros por una locura que tú sabías que era una locura, para justificar tu propósito y tus delirios de grandeza. Cuando te mirabas en un espejo soñabas con ver a un gran hombre, a un gran líder, pero detrás veías nuestras sombras, señalándote como lo que realmente eras: un monstruo, un brutal psicópata, ¿por eso nos exterminaste con tanta saña?, ¿por qué?, ¿por qué? ¡Maldito seas!
En la tercera percha había una toga, en la que se podían leer miles y miles de nombres con voz, una voz atronadora, con la que lo acusaban de horribles crímenes y lo condenaban a sufrir cada uno de los horrores que padecieron los cientos de miles de almas que habitaban en ese momento el armario. Francisco Adolfo cerró los ojos y se tapó los oídos, pero no le sirvió de nada, porque seguía viendo y oyendo aquel clamor. Intentó huir, pero no se podía mover, ya no le quedaban fuerzas. Trató de gritar que él sólo había hecho lo que tenía que hacer para acabar con el caos y poner orden, que los responsables y culpables de todo lo que había hecho eran los que ahora lo acusaban injustamente, que él sólo había sido la mano ejecutora que habían elegido miles de seguidores, con su complicidad, con sus deseos, con sus sonrisas, con sus silencios. Ese fue su último pensamiento.
Y sabía cómo ganarse al personal de la empresa
y que miraran para otro lado si detectaban cualquier asunto no tan limpio.
En la mañana, Carmen lo encontró muerto en el suelo. Llamó a urgencias y a los sobrinos. La doctora que reconoció el cadáver dictaminó que la causa de la muerte había sido un infarto.
Los sobrinos se preguntaban qué buscaría su tío en el armario en la noche. Sólo había viejos trajes, camisas, sobre todo azules y pardas, que eran sus colores preferidos, y zapatos pasados de moda. Luego pasaron a discutir sobre su herencia, alabando el buen hacer de su tío, una persona de bien, justificando su carácter autoritario y sus posibles errores en el manejo de la empresa de la que ahora eran una parte de sus herederos. Si te portabas bien, decía uno, te recompensaba con un puesto en la oficina central, o con el mando en alguna de las delegaciones de provincias, o te dejaba manejar una parte de los múltiples negocios y sus múltiples beneficios, haciendo la vista gorda si no utilizabas métodos «elegantes», siempre que beneficiaran a la empresa. También, recordaba otro, la habilidad de su tío para interceder en los conflictos entre los diferentes departamentos concediendo a cada uno las regalías adecuadas para que siguieran trabajando por el proyecto común de aquella gran empresa modelo y envida en el mundo, y tirando de las orejas, con su cara de abuelito bonachón, a los que dirimían públicamente y con escándalo sus diferencias, dejando en evidencia y manchando la imagen de la empresa.
—Pero el abuelito —dijo con orgullo el que se consideraba su delfín—, siempre sabía cómo tapar la responsabilidad de la dirección. Y sabía cómo ganarse al personal de la empresa y que miraran para otro lado si detectaban cualquier asunto no tan limpio que enturbiara su imagen. «Si no te metes en nada, no tendrás ningún problema», decía, «¿os acordáis? ¡Que hábil, qué hábil!».
Los sobrinos salieron de la habitación charlando animadamente. Era hora de que se pusieran manos a la obra para recuperar el control de la empresa, que se había hecho mucho más grande, pero que había caído en manos de gente extraña, sin cuna, que sin duda la estaban llevando otra vez, decían, al desastre.
(…) hemos de volver a conseguir que vuelva a ser más grande y más libre al precio que sea.
—Si es preciso mentir, se miente, siempre que sea en beneficio de la empresa, ¡primero la empresa, segundo la empresa, tercero la empresa! —dijo el delfín—, ya encontraremos la manera de concentrar las culpas en los advenedizos, sobre todo en los que vienen de fuera de nuestra empresa, hemos de volver a conseguir que vuelva a ser más grande y más libre al precio que sea —concluyó, jaleado con vítores, risas y aplausos por el resto.
Sobre la cama del difunto, había quedado olvidado un periódico, que portaban los herederos, abierto por la página que reproducía una entrevista de un conocido escritor (del que se habían reído y al que habían denostado los sobrinos), en la que éste recordaba el planteamiento de un famoso neurólogo: «la desgana de la cultura», para alertar, decía, sobre «el llamamiento del odio y de la sangre», que percibía en todos los rincones del Planeta. Un llamamiento que, según concluía el entrevistador, al igual que había sucedido un siglo atrás, muy pocos se tomaban en serio.
La fila
—¿Es usted el último? —le pregunté al hombre gordo y con gafas que en ese momento parecía ser el último de la fila.
—¡No, es usted! —me contestó riendo.
—Usted perdone, otra pregunta —le dije, mientras trataba de ver el inicio de la fila, unos cien metros adelante—: ¿Lleva mucho tiempo esperando?
—No, apenas cinco minutos, pero la fila no se ha movido —me respondió, mirando primero su reloj y luego a mí, como extrañándose de mi impaciencia.
—Pues vaya engorro, porque hoy tengo prisa y no voy a poder esperar mucho —comenté más para mí que para él, aunque inmediatamente le di las gracias.
—Las filas es lo que tiene, para cualquier cosa hay que esperar y esperar. La vida es una eterna espera —comentó mirándome con sonrisa de filósofo de todo a 100.
—¡Sí! —le contesté lacónico, sin ganas de iniciar con él una conversación.
Pasaba el tiempo, y la fila apenas se movía. Mi impaciencia se acentuaba, y para colmo, comenzó a llover. No llevaba paraguas, así que me pegué como pude a la pared más cercana. Afortunadamente el edificio tenía balcones y me protegieron un poco. El gordo de delante mío volvió a querer entablar conversación.
—¡Sólo faltaba esto! Si al menos supiera por qué estoy haciendo la fila —me dijo con ojillos de miope, mientras trataba de secar sus lentes con un pañuelo.
—¿Cómo, usted tampoco lo sabe? —le pregunté inquieto.
—No. Yo solo pasaba por aquí, vi la fila y sentí la obligación de incorporarme —me contestó dándose cuenta en ese momento de lo extraño de su comportamiento. Luego me miró mientras trataba de colocarse de nuevo las gafas—. ¿Y usted? —me preguntó.
—Yo tampoco, lo confieso —contesté confundido, pensando que no había sido fruto de mi voluntad, y sintiéndome como una marioneta a la que un titiritero hubiera colocado allí porque no debía ni podía estar en otra parte, eso era todo. —Pregúntele a la mujer de delante de usted —le dije, después de un largo silencio.
La mujer, una anciana muy arrugada y encorvada, que se apoyaba en un bastón, puso una de sus manos en su oreja derecha y le pidió al hombre gordo que le repitiera la pregunta, porque no oía muy bien. Toda la fila, de la que yo seguía siendo el último, se enteró de la pregunta, porque el hombre gritó, y tenía una voz atronadora. La mujer le contestó que eso no era un asunto de su incumbencia, y se dio la vuelta. Una pareja de edad mediana que había más adelante, él rubio, ella pelirroja, y que vestían igual: los dos con pantalones y camisetas de color beige y sombrero marrón de ala ancha, nos dirigieron una mirada recriminatoria.
El hombre y yo nos miramos un rato, con algo de sonrisas y mucho de rubor, pero ya no nos dijimos nada. Sin embargo, ninguno de los dos hizo ningún esfuerzo para marcharse. Yo ni siquiera recordaba porqué decía que tenía prisa. La cola fue avanzando, y finalmente llegó mi turno. Un tipo, con aspecto de haber dormido poco, sentado en una silla vieja y apoyado en una especie de escritorio, me miró sin preguntarme nada y me dijo que siguiera la línea verde que había marcada en el suelo.
—¿Y adónde lleva y qué tengo que hacer? —le pregunté, casi como pidiendo perdón.
—Eso se lo tendrá que preguntar a Luigi cuando lo vea —me contestó sin mirarme y cerrando su carpeta. Ya no quedaba nadie más esperando.
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